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El día de la ira

Cuando un gobierno saca los tanques contra los ciudadanos que protestan pacíficamente; cuando bloquea internet durante días y silencia los teléfonos celulares para que nadie pueda llamarse ni mandar mensajes; cuando un gobierno desinforma por la televisión estatal diciendo que los manifestantes están en la calle para apoyar al gobernante; cuando la policía dispara gases, agua, balas, contra miles y miles de jóvenes que protestan, la legitimidad de ese gobierno es nula, su cara de opresor es evidente.

No importa si ese gobierno está en Praga, en Pekín, en Caracas o en Túnez. El caso es que en esta semana se trata del gobierno egipcio y las ciudades son El Cairo, Alejandría, Suez, Puerto Said…

Si uno mira con cuidado las fotos de las manifestaciones en Túnez y en Egipto nota algo que quizá en Occidente parezca no tener importancia, pero que en el mundo árabe es una explícita declaración de libertad, y por lo mismo, en este caso, también una declaración de guerra. Muchas de las mujeres que están protestando en las calles de estos dos países van con el pelo suelto, sin velo. Al pedir libertad, con el pelo al aire, empiezan ya a ejercerla. Y están también corriendo graves riesgos: salir hoy a las calles de El Cairo a manifestar contra el faraón Mubarak es quedar reseñado, correr el riesgo de que te encarcelen, te golpeen, incluso de que te maten. No es cualquier bobada; requiere un inmenso valor salir pedir libertad en las calles de El Cairo.

Hace apenas cuatro días, en La Haya, durante un encuentro de escritores, conocí a una joven narradora egipcia, Abeer Soliman. Su intervención pública durante el Festival de Invierno fue una de las más emotivas. Ella decía que lo que estaba ocurriendo en Túnez abría las puertas para que también en Egipto las cosas pudieran cambiar, después de 30 años de dictadura opresiva. Con un optimismo contagioso Abeer Soliman decía que creía en sus sueños de libertad y que estaba ansiosa por volver a Egipto, a participar en las protestas. Pedía libertad para los más de 80 millones de egipcios y decía que el sueño de millones de jóvenes como ella no era imposible de alcanzar. Soliman recibió los aplausos más cálidos de todo el Festival. Y otra cosa llamaba en ella la atención: su gran melena al aire, que exhibía como un reto, sin vergüenza, como un gesto de rebeldía.

Los jóvenes que en estos días protagonizan las revueltas del mundo árabe se me parecen mucho a esta Abeer Soliman. No están obnubilados por ninguna ideología: son pragmáticos. Su proveniencia, en general, es de la clase media; no son fanáticos religiosos, ni políticos. Lo que piden es muy sencillo: reformas democráticas. Poder votar libremente, y no por un partido obligatorio; poder vestirse como les dé la gana; poder pensar y opinar sobre cualquier asunto, sin que los persigan por aquello que dicen. Piden reformas y libertades elementales, además de una mayor justicia económica, pues su movimiento también se nutre del descontento popular, de la pobreza y el desempleo. Ahora los Hermanos Musulmanes y otros grupos islámicos extremistas, intentan montarse a última hora al caballo de la protesta, pero la idea de las manifestaciones no fue de ellos, sino de jóvenes conectados por las redes sociales, que no odian la modernidad, y que quisieran poder escribir y leer lo que les dé la gana.

Con Abeer Soliman hablé, en Holanda, de mi recordada ciudad de El Cairo. De la triste circunstancia de que todavía unos clérigos (de la Universidad islámica El-Azhar) definan lo que se puede publicar y lo que no, en el mundo árabe, sobre todo en materia religiosa. De las posibilidades que ha abierto internet para leer lo que sea, sin la censura que hay en las bibliotecas públicas. Y de su deseo de volver a El Cairo a defender este sueño de democracia y justicia. Desde esta esquina de Suramérica espero que las luchas de Abeer Soliman y los jóvenes egipcios tengan éxito. Y que ella no esté presa, ni herida, ni en silencio.