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La importancia de llamarse Virginia

Una de las muchas gratificaciones que proporciona el oficio de librero es conocer personalmente a buena parte de los escritores contemporáneos que más te gustan. Pero la primera escritora que conocí en mi vida, fuera de la familia, fue cuando tenía nueve años. Eso sucedió en Suiza, donde vivían mis abuelos maternos. Y me la presentó precisamente mi abuela, Bettina Hürlimann, historiadora, escritora y editora de libros infantiles. Se trataba de una de sus mejores amigas, que visitaba la casa de veraneo de mis abuelos con cierta frecuencia y que incluso había escrito en ella alguno de sus libros. Era de origen australiano pero criada en Irlanda; amiga de William Butler Yeats y seguidora de Gurdjieff. La señora se llamaba Pamela Travers y se había convertido en una celebridad gracias a Walt Disney y la versión fílmica de su novela Mary Poppins. De su fisonomía sólo recuerdo que tenía aspecto parecido al de una anciana institutriz inglesa de novela decimonónica, señas marcadas y una mueca hostil en los labios. Después supe que estaba harta de que la identificaran con la literatura infantil y con el personaje escenificado por Julie Andrews, por considerarlo excesivamente tierno y dulzón. Pero lo que más retengo es lo que ella le dijo a mi abuela cuando supo que yo venía de la lejana Venezuela: “Allí vive Virginia Betancourt”. Si mal no recuerdo mi abuela me dijo que la había conocido en un congreso en Brasil y que la había vuelto a ver en Caracas, en 1966. Ambas alabaron la iniciativa del Banco del Libro en el fomento de la literatura, en su capacitación profesional y en su sistema de cambalache de textos escolares. A pesar de mi corta edad me sentí avergonzado porque era la primera vez que escuchaba hablar de esa señora Virginia aunque si conocía el Banco del Libro porque era lugar de paso a mi casa y porque mi madre nos llevó una vez para que donáramos nuestros textos. No sabía que ese sitio tan modesto pudiera meter tanta bulla. Al regresar a Caracas constaté que la señora Betancourt era vieja conocida de la familia.

A medida que transcurren los años nuestros afectos se concentran, lo mismo que nuestra capacidad de admiración. Lo que antes nos deslumbraba pasa con el tiempo a minimizarse, nos volvemos más escépticos y vemos las cosas a la distancia. No es el caso de Virginia Betancourt como tampoco mi admiración y respeto hacia su obra es un asunto meramente particular. Es la apreciación de miles de venezolanos que la hemos visto dirigir o crear nobles instituciones como el Banco del Libro, La Biblioteca Nacional (convertida por iniciativa de ella en Instituto Autónomo y con una red de bibliotecas que cubre todo el territorio nacional) y la Fundación Rómulo Betancourt. Mientras los directivos de instituciones culturales alegan pasados corruptos, falta de presupuesto y consumen los días nombrando comisiones de todo tipo y anunciando reestructuración, esta señora, de aspecto menudo y sonrisa constante, realizaba una política de involucramiento de la comunidad, de intercambio institucional (dentro y fuera del país) y no tenía empacho en convertirse en “una ladillita” a la hora de solicitar colaboraciones. Manuel Caballero decía en broma que había decidido colaborar con la Fundación Rómulo Betancourt para quitarse de encima a Virginia.

El equipamiento, modernización, convenios y personal experimentado que exhiben estos organismos culturales se deben en gran medida a la labor gerencial, esfuerzo constante y planificación rigurosa de la doctora Betancourt. Dirigir instituciones para impulsarlas y volverlas trascendentes ha sido su labor y la de sus herederos profesionales. En otros ámbitos la consigna pareciera ser utilizar las organizaciones como plataformas personales. Incluso en el caso de la Biblioteca Nacional, donde se eliminaron miles de libros “por hongos ideológicos” permanece una mística y un profesionalismo que costaría mucho erradicar. El Banco del Libro, tras el retiro de Virginia Betancourt siguió una carrera ascendente, al punto de que la institución fue galardonada en el 2007 con el Premio Astrid Lindgren, el más prestigioso de la literatura infantil, creado en honor de la escritora sueca, autora del best seller Pipi Langstrumpf . Dos años antes Virginia había recibido en Oslo la medalla de honor de parte de la IFLA (International Federation of Library Associations and Institutions ) por su papel líder en la consolidación de bibliotecas en América Latina.

La formación y desarrollo de la red de bibliotecas en buena parte del continente americano le debe mucho a esta venezolana. Lo mismo se puede decir de entes culturales que tienen que ver con la lectura en general, como el “Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe” (CERLALC), con sede en Bogotá o la creación de la “Asociación de Bibliotecas Nacionales de la América Ibérica” (ABINIA).

A pesar de su extraordinaria capacidad en desarrollar equipos eficientes de trabajo y de su bajo perfil personal Virginia pareciera poco dada a delegar. La vi en mis años de estudiante traer carretes con material periodístico para los que acudíamos a la vieja hemeroteca, o entregando libros y compartiendo con el público infantil, como una capacitadora más. Los libros de la Fundación me los lleva ella misma o el clan familiar a la librería. Conozco por otras vías las dificultades que suele pasar en el pago del recibo de la electricidad o para mantener la fundación que lleva el nombre de su padre. Trabajar “con las uñas” ha sido una constante y un ejemplo frente al flujo y desperdicio incesante de petrodólares que maneja la cartera de cultura en nuestro país. Al lado de los que ven el mundo del libro como un asunto de cifras y que se comportan como los ricachones que se consideran generosos por repartir a mansalva libros en la Plaza Bolívar, como si de chupetas se tratara, personas como Virginia Betancourt siempre han apostado por el camino más largo y tortuoso: crear lectores y crear conciencia. Uno de sus lemas ha sido que “hay que democratizar la información” y otro que “la lectura nos ayuda a ser libres”. Hoy más que nunca hay que luchar por hacer buenos estos principios. Dicho hace décadas sonaría a frase de circunstancias. Hoy se trata de una dramática advertencia.