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Sables y utopías

Han sido pocos los escritores nacidos en nuestra región que con tanta probidad hayan ofrecido a sus lectores el decurso de sus ideas políticas a lo largo de décadas como Mario Vargas Llosa

Aún recuerdo el efecto aleccionador que hace más de un cuarto de siglo tuvo para mí leer “Contra Viento y Marea” ( Seix Barral, Biblioteca Breve, 1983), una colección de artículos, cartas abiertas y ensayos de Vargas Llosa que dejaban muy en claro su biografía intelectual desde sus años juveniles, cuando muchos intelectuales preferían , junto con él, “equivocarse con Sartre y no dar en el clavo con [Raymond ] Aron”, sus crecientes discrepancias con el guevarismo revolucionario que cundió en el continente, alentado por el “ejemplo” de la Revolución Cubana, el militarismo populista, la teoría de la dependencia neocolonial como unívoca explicación de nuestro atraso y tantas otras supersticiones intelectuales, tan descaminadoras como letales.

Paradójicamente, la escrupulosidad y transparencia con la que Vargas Llosa ha dado cuenta de la mudanza de sus pareceres sobre lo político desde hace ya varias décadas, parece haberle granjeado, notoriamente en Latinoamérica, más dicterios que atención.

Carlos Granés, joven escritor colombiano, prologuista del volumen que aquí reseño, dice al respecto: “No hace mucho, en un congreso de literatura peruana, escuché a un escritor indigenista decir que si Mario Vargas Llosa hubiera ganado las elecciones a la presidencia del Perú, habría cambiado el escudo nacional por la esvástica. En otras circunstancias he oído decir de él que es un antiperuano, un ‘facha’, un ingenuo en materia política. De Vargas Llosa se han dicho y se dicen muchas cosas, excepto que es un liberal…”

Considérese, sin embargo, que adoptar una postura liberal dispuesta al debate y al fair play, es relativamente natural cuando se vive en un clima de libre circulación de ideas. Pero en nuestro ya bicentenario continente, los fanatismos fratricidas han echado profundas raíces y, para decirlo con palabras de Granés, “se han defendido con un arma en la mano y una venda en los ojos”.

“Sables y Utopías” (Aguilar, 2009) es sin duda una de las mejores aportaciones de Vargas Llosa a la tarea – insoslayable para quienes nos sentimos liberales – de apartar las vendas y desinflar las ideas que vindican ante millones latinoamericanos el desprecio por las reglas de juego democráticas, el sectarismo y, desde luego, la violencia política llevada, incluso, hasta el ámbito privado.

Acostumbrados a ver solamente en nuestros cerriles gobernantes populistas, ignorantones y autoritarios, casi el único obstáculo para el imperio de la tolerancia y los valores de respeto a la diversidad de pensamiento, no es fácil advertir que, junto a los mandones, ha habido siempre intelectuales de mayor o menor relevancia.

Octavio Paz, al denunciar en su tiempo la frivolidad y la hipocresía de intelectuales que, en muchos países desarrollados, condenaban la intervención estadounidense en el sudeste asiático, pero callaban ante el sistemático genocidio cometido por los jemeres rojos de Camboya, ponía a salvo las insobornables excepciones que en el mundo han sido: Camus, Orwell, Guide, Bernanos, Russel, Silene. Citaba solo a los muertos, que están más allá de las injurias y de las sospechas.

“Pero este puñado de grandes muertos –escribía – y el otro puñado de intelectuales todavía vivos que resisten: ¿qué son frente a los millares de profesores, periodistas, científicos, poetas y artistas que, ciegos y sordos, pero no mudos ni mancos, no han cesado de injuriar a los que se han atrevido a disentir y no se han cansado de aplaudir a los inquisidores y los verdugos?”.

Ciertamente, son muchos; demasiados quizá. ¿Cómo distinguir las ideas que verdaderamente vivifican y enriquecen; las que no ciegan, ni sofocan, ni matan?

Albert Camus nos dejó una infalible regla del pulgar para identificarlas. Vargas Llosa la invoca explícitamente en uno de los ensayos que descuella entre los más brillantes de todos los que integran “Sables y Utopías”, cuando afirma : “ la única moral capaz de hacer el mundo vivible es aquella que esté dispuesta a sacrificar las ideas todas las veces que ellas entren en colisión con la vida, aunque sea la de una sola persona humana, porque esta será siempre infinitamente más valiosa que las ideas, en cuyo nombre, ya lo sabemos, se pueden justificar siempre los crímenes — lo hizo el marqués de Sade, en impecables teorías— como crímenes del amor”.