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La teoría del café francés

El circunspecto y tímido Robert Walser llegó a sentirse muy refinado leyendo periódicos parisinos. En el Café de Flore, de Saint Germain des Prés, por ejemplo, llegaba de bastón y sombrero, se sentaba de piernas cruzadas y leía taciturno y rítmico Le Temps o Le Figaro. Estas lecturas lo hicieron tan aristócrata y patricio que decidió no hablarle a nadie, no mezclarse, guardándose así de contaminantes modos trogloditas o de torpes ladys que llegaron a pretenderlo.

El extravagante autor de El burdel de Lord Byron, Luis Antonio de Villena, dice que el café vuelve inteligentes a los franceses, mientras que el té hace de los ingleses unos auténticos amargados. Esta segunda idea da cierta base para elaborar una teoría acerca del refinamiento que produce el café y la prensa francesa. Ya advertía Kafka lo propicio de los cafés europeos para sentarse a escribir y pensar.

Si aceptamos lo anterior como una ley de la evolución y el progreso literario, va quedando en claro del por qué vamos tan flacos en estos menesteres. Lo primero sería que el Ministerio de Cultura propiciara la proliferación de cafeterías parisinas por todo el país y la libre circulación de Le Parisien, Le Figaro, Libération, Le Monde, por supuesto, previa inclusión del francés como segunda lengua, lo que obligaría a impulsar un proyecto educativo y estético absolutamente revolucionario y libertario.

Mientras llega la hora de este «salto francés» debo conformarme con mi mesa de la fuente de soda Irama, armarme de paciencia para soportar aquello que no puedo cambiar, como el desfile de amigos desconsiderados que se apersonan a demostrarme que son muy leídos y las bullarangas politiqueras que más de una vez me han hecho saltar entre líneas o perder alguna idea que habría cambiado el curso de la historia. Quizás estemos próximos al restablecimiento de la Commune de Paris, breve, pero perturbadora y capaz de ordenar estos desmadres, espera uno.

¿Café au lait? —me pregunta Rubén, el mesonero a cargo del rango de mi mesa. Y que, por lo visto, ha decido adelantarse al salto francés.

S’il vous plaît —balbuceó sorprendido y optimista, para qué negarlo.

Y si empecé con Walser recojo con él: Los productos de la lengua castellana —confieso— ya no hallan gracia alguna ante mis ojos. Se me ha olvidado mi lengua originaria y materna. ¿Será esto perjudicial? ¡Traitor!, oigo que alguien grita a lo lejos… y no sé por qué, pienso en los días radiantes y festivos de los guillotinadores franceses. Digamos que, por ahora, eso es historia lejana también.

*Disculpen mi francés, por favor