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¿Sería Paul Auster tan buen escritor si no fuese tan fotogénico?

«¿Tú crees que Paul Auster sería tan buen escritor si no fuese tan fotogénico?» fue la primera cuestión (supongo que espontánea) que me planteó mi amiga Batirtze cuando, según lo planificado, nos encontramos en la librería Noctua para luego irnos a tomar un café en el Arábiga. Tenía en sus manos un ejemplar de Experimentos con la verdad, editado por Anagrama, y no paraba de contemplar la fotografía impresa en su solapa con un gesto que podría ser calificado como de añoranza. No se trataba de una tonta cualquiera lanzando preguntas etéreas o intentando hacerse la interesante. Acababa de ser admitida al doctorado de filosofía en Princeton y sabía que no necesitaba hacer grandes esfuerzos para salirse del molde de lo común. Por esos días se preparaba para marcharse de Los Palos Grandes.

«No lo sé», me aventuré a responderle fingiendo desinterés: «además hasta ahora siempre he tenido el mismo inconveniente con sus libros: he sido incapaz de soltarlos, me han absorbido al punto que cualquier otra lectura me ha resultado prescindible, al igual que ir al cine o al supermercado, o llevar mi ropa a la lavandería».

Quizá incluí en mi breve explicación al supermercado y la lavandería, debido a que el primer libro de Paul Auster que leí fue Leviathan, durante la época en que era becario en NYU. El hecho de que Batirtze estuviese ad portas de volver a ser estudiante hizo que, casi sin quererlo, me remontara a aquella época ya no tan cercana.

Salimos del local luego de que ella pagó el libro.

Alrededor de dos años más tarde, ya en Lima, pasé por la librería El Virrey para encontrarme con Rosa, una amiga a quien había dejado de ver por muchos años y que, por una increíble coincidencia, no sólo estudiaba en el mismo programa de doctorado, sino que además se había hecho íntima amiga de Batirtze. Como había llegado con unos minutos de anticipación, me dispuse a recorrer con la vista el interior de la librería con la intención de localizar a David o a Walter. Pero mi teléfono celular comenzó a timbrar. Era Rosa explicándome que había ido directamente al café de al lado, pues estaba hambrienta y prefería visitar la librería después de comer algo.

El cambio de planes no me molestó en lo más mínimo.

De vuelta a la calle me sorprendí al reconocer en un peatón cualquiera el rostro de un antiguo compañero de NYU, un joven boliviano que, hasta donde había tenido noticia, se había quedado en Nueva York trabajando para una firma de abogados. Él también me reconoció. Nos saludamos con simpatía, hablamos rápidamente de lo que cada uno estaba haciendo (como era de esperarse, él estaba en la calle Miguel Dasso de Lima por cuestiones de trabajo) e intercambiamos tarjetas.

Debo confesar que desde que comencé a leer sus libros, me había quedado maravillado con el magistral tratamiento que Paul Auster da a la casualidad, atribuyéndole la capacidad de revelarnos, de manera radical e inesperada, el sentido más profundo de nuestra existencia. De un encuentro como el mío con Marcelo —mi colega boliviano—, él podría tal vez sacar toda una novela.

Cuando terminé de recorrer los escasos metros que me separaban del café, por fin pude encontrarme con Rosa, quien estaba ocupando una de las mesas exteriores. Me recibió con su típica sonrisa, amplia y luminosa. Tomé asiento enfrente suyo y antes de que comenzáramos nuestra charla —ella y yo podíamos conversar, literalmente, de cualquier cosa; para ese entonces ella todavía carecía de esa pose de intelectual excluyente y a la vez agobiante que caracteriza a tantos académicos, Batirtze incluida— pude darme cuenta de que había colocado sobre la mesa un ejemplar de Experimentos con la verdad.

«Es un escritor estupendo», me explicó al percibir mi evidente asombro: «el libro es de Batirtze, ella me lo prestó. Mira su fotografía. Es guapo, ¿no?».

Vienen a mi mente estos recuerdos cuando ya he leído los dos primeros capítulos de Sunset Park y soy consciente de que no podré despegarme de esta novela hasta finalizarla. Pienso entonces que definitivamente no es producto de la casualidad el que uno termine siempre atrapado por las novelas de Paul Auster.