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Treme

Treme (HBO: 2010-) es una teleserie honesta desde el mero principio, es decir, desde su propio título. No es atractivo. No es deslumbrante. Ni siquiera es descriptivo. Es un topónimo que ningún telespectador global conoce antes de empezar a ver la obra y que, por tanto, puede ser interpretado como una contraseña o, más exactamente, como un shibboleth que identifica a un grupo reducido y cómplice: el de los telespectadores que no se conforman con la teleficción de calidad, que desean consumir arte. Dentro de la propia ficción encontramos una comunidad hermética, la de los indios afroamericanos, que con su música, sus saludos, su sentimiento de pertenencia y sus rituales se mantienen relativamente integrados en comunidades de mayor alcance, como el barrio de Treme y la ciudad que lo acoge, New Orleans (en el estado de Lousiana). Y una comunidad mayor, quizá más abierta pero igual de codificada, la de los músicos, tanto los del circuito comercial como los del callejero y alternativo, tantos los del jazz o el rhythm and blues como los de la música cajun o zydeco, hermanados por el ritmo y por la fidelidad a la tradición cultural de la ciudad. La propia metrópolis, abandonada por el resto del país desde que el Katrina dejó de ser noticia, es percibida por sus ciudadanos como una isla a la deriva. No es descabellado afirmar que Treme posee la misma condición de rareza en el conjunto de las teleseries actuales.

He escrito arte a sabiendas de que el arte a veces puede ser no sólo críptico, sino también aburrido. Interpretar la trama de Treme no es difícil, pero sí lo puede serlo entender las costumbres propias de la ciudad y del sur de los Estados Unidos y, sobre todo, las constantes referencias musicales, a canciones, a discos y a intérpretes. La música en directo y las conversaciones sobre música ocupan buena parte de cada capítulo. Es más, los capítulos se pueden leer como discos. La acción, por tanto, se supedita al repertorio, de modo que el televidente es obligado a dejarse guiar por un ritmo musical antes que visual, a menudo desnudo de diálogos. La teleserie es un musical dramático, con un fuerte componente político, que renuncia conscientemente a la tensión producida mediante los procedimientos narrativos habituales. La aparición de cadáveres no es precedida de investigaciones detectivescas con sorpresas ni golpes de efecto. No hay al final de cada capítulo el planteamiento de un nuevo enigma ni una confesión arrebatada. Los abusos policiales no son narrados desde la épica. Las traiciones o las renuncias no son incubadas para que resulten impactantes. Más costumbrista que realista, más documental que folletinesca, sin el motor policial y violento de The Wire pero con su mismo interés por la América post-industrial, deprimida y en crisis, Treme dibuja personajes sólidos pero comunes, cuya individualidad siempre es menos importante que el paisaje urbano que la explica, la subraya y a veces la anula.

Por eso algunas de las escenas más importantes empequeñecen al personaje y engrandecen una topografía arrasada. Así ocurre al final del capítulo séptimo, cuando una de las protagonistas encuentra, en un camión frigorífico, el cadáver de su hermano, allí confinado, como tantos otros, desde el paso del huracán (“the storm”, es llamado, una y otra vez, por los personajes). Las náuseas y la desolación del personaje son contrapuestos a la sucesión fría de los camiones frigoríficos, en la periferia de la ciudad donde murieron. Los cuadros de De Chirico o la trilogía de Antonioni sobre la soledad contemporánea son ecos que emanan de ese plano final. El capítulo siguiente comienza con otro protagonista, un desencantado profesor de literatura, explicándole a su hija dónde estaban algunos de los edificios emblemáticos de New Orleans, mientras señala un territorio anegado. El deber ético y moral de la memoria sin apoyo en imágenes de archivo: el ahora, su realidad, apoyado en la palabra, permite la imaginación, esto es, la generación de imágenes mentales que reconstruyan lo invisible. Si el antepenúltimo capítulo de tantas teleseries supone el comienzo de su clímax final, el octavo de Treme, en cambio, pese a retratar el Mardi Gras, es decir, el famoso carnaval de la ciudad, no se deja contagiar por el entusiasmo de las convenciones televisivas ni por el frenesí intrínseco al tema que constituye su acción. Ni siquiera la escena de sexo es mostrada con énfasis. El día del año en que el mundo está al revés, Treme continúa tan sobria como siempre.

El último producto de David Simon sintoniza con un contexto de recepción de las teleseries norteamericanas cada vez más poderoso: el de los lectores académicos. Mientras proliferan los cursos, los congresos y los libros universitarios sobre ficción televisiva, Treme puede ser estudiada no sólo desde la sociología y la historia contemporánea o la representación realista, sino también desde dos conceptos o corrientes de gran prédica actualmente en las cátedras estadounidenses. Por un lado, su tema de fondo es el trauma y su campo semántico (la pérdida, la destrucción, la ruina, la melancolía). Por el otro, como microcosmos de confluencia de las culturas francesa, anglosajona, africana, antillana y latina, aborda directamente el creóle, que en los últimos años se ha convertido en una metáfora especialmente valiosa para abordar la hibridación y el mestizaje en los estudios culturales. No es casual que varios personajes de la teleserie estén relacionados con la gastronomía: en los platos de New Orleans confluyen tres continentes y son, a la vez, metáforas del collage, manjares de degustación y objetos de estudio.