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Una mañana de pesca

Federico Vegas nos cuenta su experiencia como pescador en Margarita.

Por Federico Vegas | 15 de diciembre, 2010

Dedicado al autor de Margarita Infanta

Me visto con la emoción de un niño disfrazándose de fantasma. Usaré un sombrero de lona blanca, una descolorida camisa manga larga, pantalón de pijama sobre un traje de baño y más crema que Marcel Marceau en la cara y las manos. Antes buscaba el sol, ahora le temo, y hoy será un día de pesca.

Siempre que tengo una cita muy temprano, duermo mal y sueño que estoy de vuelta en el colegio sin zapatos, a veces desnudo. Anoche me levanté a las tres de la madrugada y ya no pude dormir más. Había un aguacero con ventarrones tan fuertes que pensé agradecido: “Nadie saldrá a pescar”. Pero la violencia del agua fue breve y a la media hora reaparecieron las estrellas. Era difícil volver a dormir y comencé estas anotaciones.

Una cosa es aventurarse en un mundo ajeno por puro gusto; otra ser ajeno al mundo que siempre creímos pertenecer. Es mejor que la aventura sea la condición que prevalezca en el trabajo de un escritor. Acercarse a esos bordes lejanos, donde se justifica nuestro extrañamiento, es un buen punto de partida y una coartada propicia para justificar el oficio, hacerlo más plausible, más fácil de compartir. Por eso invento este paseo contrario a mi horario y dogmas de sedentario: prefiero elegir la condición de ajeno que topármela de frente.

La cita es a las cinco de la mañana. Llego un poco antes. Quiero ver como despiertan los hombres en una ranchería de Pampatar. Encuentro a siete pescadores que tienen ya rato levantados y toman café con paños raídos sobre los hombros. Hablan con sobreentendidos tan veloces que apenas logro adivinar si discuten o bromean. Parecen compensar con apresuradas palabras la serena laxitud de la noche.

La ranchería se encaja en el Morro de la Caranta entre un talud y una estrecha playa de unos treinta metros de largo. Es una construcción endeble, tanto que hace un mes les robaron dos motores. Rompieron un candado con una cizalla, pero bastaba levantar una lámina de cinc para entrar por el techo. Tres meses antes del robo atraparon en plena faena a un desconocido que venía de tierra firme. El ladrón llegó a tener una escopeta en la nuca y lloró hasta orinarse. Se salvó porque las mujeres de los propios pescadores exigieron misericordia en un improvisado juicio. “Es un humano”, sentenció la más vieja y respetada. Para entonces, el ladrón estaba tan aterrorizado y daba tanta lástima que lo entregaron a la policía. A las ocho semanas fue que desaparecieron los dos motores Yamaha. Los pescadores están seguros de que fue el mismo flaco alto y llorón.

Hoy el agua luce propicia para este artificio de alejarme de lo propio. Siempre el mar estará apartado de la tierra, formando un reino aparte regido por otras leyes. Uno supone que Hemingway ha copado este propicio escenario, pero ya lo había hecho Conrad, antes Melville, mucho antes Homero. Las variantes parecen darse en la tripulación, cada vez más pequeña; la duración del viaje, cada vez más corta; y el número de aventuras, cada vez más escasas. De la Odisea a Moby Dick, y del Viaje a las tinieblas a El viejo y el mar, terminamos con un solo tripulante, una travesía de un solo día y la faena de un único pescado gigantesco. Pretendo asomarme a esa tradición por ocho horas. Me siento, y ni siquiera sé bien porqué, indigno y algo fatuo. Quizás no conviene invocar héroes antes de una aventura tan prosaica.

A las cinco preparan la salida los primeros diez peñeros. Ya embarcados, los hombres jalan el mecate amarrado al ancla y se van separando unos veinte metros de la costa; luego conectan los tanques de gasolina y comienzan los ruidos más humanos de la partida. El coro de motores tratando de encender semeja un ancianato que despierta; se mezclan las toses de los pistones con los carraspeos del carburador hasta encontrar todos una misma entonación y desaparecer en lo que queda de noche.

Por fin llega Víctor Gonzalo, quien será mi capitán. Es más joven de lo que suponía, pero tiene la autoridad de la experiencia y el haber heredado de su padre un cubículo en la ranchería. Me presenta a algunos compañeros de trabajo. Los hay diez años más viejos que Víctor y veinte años más jóvenes. La comunidad de los pescadores es amplia y nada elitista. Es fácil conseguir una embarcación de madera de unos quince pies; lo difícil es adquirir el motor, que suele costar tres veces más que el peñero. Víctor Gonzalo es alto y de mirada inteligente, aunque al principio algo esquiva. Se mueve sin prisa. No hace alardes de fuerza y lleva con calma sus implementos al bote. Durante esas primeras tareas me ignora. De pronto, me mira como tratando de recordar qué ando haciendo a esa hora en aquel lugar, y me ordena:

—Puedes embarcarte.

En realidad no entendí si dijo “embarcarte”, “montarte” o “subirte”. Víctor habla con la misma veloz indolencia de sus compañeros. Aunque iremos los dos solos en su peñero de unos dieciocho pies, no le preocupa mucho que yo le entienda, salvo en las dos ocasiones que requerirá de mi ayuda.

Ya en el bote observo la costa. Disfruto a plenitud el ver ahora la tierra desde el mar. Es la inversión y el extrañamiento que buscaba. Respiro hondo y el nuevo aire me ayuda a transformarme en un marino, quizás demasiado serio para un curriculum de cinco minutos. Mis perspectivas se van haciendo esféricas y sólo distingo siluetas grises sobre un fondo negro.

Me resulta más fácil hablar del final del día que de los finales de la noche. Supongo que es cuestión de experiencia, pues he visto más ocasos que amaneceres. Otra razón es que asocio la idea de “final” a la gradual ausencia de luminosidad, no a su inicio. La oscuridad me luce más estable y definitiva que la luz. La noche parece ocupar una eternidad en la que el día es apenas un intervalo, un mágico esfuerzo, un generoso accidente.

Mientras flotamos en silencio hacia el ancla, el cielo y el mar se unen en un mismo tono grisáceo. Dura apenas un instante esa fusión, luego el mar se va definiendo gracias a los primeros destellos del día y se convierte en un plano independiente e infinito.

Primero nos acercamos a un islote de piedra donde se pescan calamares. La temporada dura de febrero a marzo y estamos en agosto (época de pulpo), pero Víctor necesita una docena de calamares para usarlos de carnada. Me pide que lance el ancla y empieza a sacar poteras de sus bolsillos. Una potera es un racimo de pequeños anzuelos, como gajos de una mandarina, que forman una cesta donde el calamar se ensarta en un infortunado abrazo.

El capitán se para con las piernas abiertas en la popa y lanza cuatro poteras a estribor y cuatro a babor, luego va templando ligeramente el nylon de cada una de ellas y lo recoge cuando siente la leve tensión de un calamar que la corriente ha llevado a la trampa. La rapidez con que lanza y vigila sus ocho hilos lo semejan a un titiritero cuyos muñecos de madera y plomo danzan en el fondo del mar.

Aunque sólo he venido a observar, pido una potera para distraerme. Mis torpes movimientos me sirven para constatar la habilidad de Víctor. Mirando mi consternación, el capitán suelta la primera frase del día:

—Esto es divertido… cuando hay.

El mar está agitado y mi cuerpo se sujeta como puede en la silla de un caballo alado. Las ondulaciones son amplias, con caídas fuertes y súbitos cambios de dirección. Estoy atento a mi lengua, a mi esófago. Comienzo a creer que no voy marearme.

Con unos ocho calamares nos vamos hacia Guamare, un bajo frente a la costa de los famosos Ranchos de Chana. El mar se calma y ya se siente la plenitud del día, pero aún faltan seis recias horas de trabajo. Al acercarnos a los predios de los carites veo algunos peñeros. Supongo que son los que salieron antes de nosotros. Víctor me pregunta cuántos hay y calculo unos veinte.

—Son más de cien —me corrige, orgulloso de su extensa cofradía.

Me paro en la proa y logro ver los nuevos puntos que van apareciendo en el horizonte. Los peñeros son bajos y las olas los hacen aparecer y desaparecer. Dando una ojeada creo ver unos cincuenta; un segundo después, los otros cincuenta. Tiene razón Víctor, debe haber bastante más de cien.

Todos estamos en continuo movimiento. La pesca del carite consiste en un lento e impasible deambular que llaman “trolear”. Si uno se acerca a la costa hay muchas algas; si se aleja, hay cada vez menos carites. La travesía debe ser de ida y de vuelta, costeando a lo largo de unos tres kilómetros. La palabra “troleada” es de origen hondureño y significa: “esfuerzo y trabajo constantes para realizar algo”. Supongo que nuestro “trolear” viene del inglés “to troll”: “pescar jalando una carnada en el agua”, pero la versión hondureña también viene al caso porque el esfuerzo de estar horas yendo y viniendo a mínima velocidad resulta agotador.

Cuando Víctor prepara sus carnadas parece el chef de un restaurante japonés. Después de insertar en el anzuelo un calamar completo, prepara con un cuchillo oxidado atractivas figuras con la falda de otro calamar. Son cortes parecidos a la cola de un papagayo o a esas tiras de papel que repiten hombrecitos agarrados de la mano. Estos adornos vienen a ser el cotillón que hará a la carnada más atractiva, pues en la fauna y flora marina también existe la estética. Luego la lanza al mar y la deja alejarse mientras va soltando un alambre de cincuenta libras. Víctor usa anillos de goma en el índice y el pulgar, pero esa protección no es suficiente: si llega a jalar un pez grande, el alambre le rebanaría el dedo tan limpiamente como un bisturí. Suelta unas treinta brazas hasta llegar a un nylon que puede sujetar con menos riesgo. Horas más tarde, cuando el sol empiece a tumbarnos, lo sujetará con el dedo gordo del pie.

Después de desayunar carite frito, arepa y frescolita, tenemos una primera conversación. Le pregunto cuales son los mejores pescadores que ha conocido y comienza por su padre, el difunto Juan Gonzalo. Luego vienen Agapito, quien se hizo célebre como vigía al señalar, desde lo alto de una colina, la ubicación de los bancos de sardinas con los reflejos de un espejo; Lalo, un gordo tan exagerado que dijo haber sacado un corocoro de ocho kilos; Mandito Payares, todavía más exagerado, pues asegura haber navegado en un tanquero tan grande que caminando de la proa a la popa le salió barba. Está Andrés Marcano, el de las mañas misteriosas, y Chiroco Viejo, el más legendario de todos.

Ya son las ocho. El desayuno y los cuentos me adormecen y trato de recostarme. Boca arriba cambia mi visión del mundo. Ahora veo puro cielo. Las nubes forman una figura exacta a una ardilla de Walt Disney y me pregunto: “¿Qué estará haciendo una ardilla girando en los cielos de Margarita?”. La respuesta es que he dormido unos cinco minutos; toda una proeza con tanto sol y movimiento.

Le pregunto a Víctor por sus trabajos anteriores; cuenta que estuvo en Caracas manejando una máquina en una planta que refinaba azúcar. Después de otro largo silencio le pregunto por sus ancestros y habla de su bisabuelo, fundador de Guayacán, uno de esos hermosos pueblos sobre la costa que comenzó siendo una ranchería de pescadores. Le pregunto por su familia y me da el nombre de sus tres hijas; no dice mucho más. Le preguntó por qué ahora hay tan poca sardina en Margarita y exclama con autoridad: “¡El recalentamiento global!”. He oído hablar mil veces de ese fenómeno, pero ahora el conferencista extiende los brazos y señala el agua que nos rodea. Lo global se hace tan puntual como panteísta. Por fin se anima y me cuenta de sus archienemigos, los barcos que hacen la pesca de arrastre, “para sacar mil matan seis mil”. Es tan vehemente su descripción de lo que sucede en el fondo del mar, que imagino un tractor arrasando un centro histórico. Esta es una de las muchas traslaciones que hago de lo oceánico a lo terrestre.

Aprovecho que el peñero se ha detenido y, mientras Víctor redecora la carnada, me lanzo al mar. Busco el frío nadando tan profundo como puedo. Cuando no aguanto el dolor en los oídos recuerdo que tengo guardado el celular en el bolsillo del traje de baño. Al salir del apartamento pensé que si nos perdíamos era conveniente tener un celular a mano. Quizás quería ser náufrago por un par de días, escribir una mejor crónica, mandarle a mi esposa un dramático, mas no postrero, mensaje de amor. Un barco a la deriva puede ser una buena base para quitarle jerarquía a problemas más íntimos. Ahora el único percance de la travesía será un celular que ha callado para siempre.

Ya más fresco e incomunicado me siento conforme con mi suerte. El agua ha borrado el bloqueador de mi rostro y me ha quitado el aspecto de payaso. Se va haciendo evidente que ocho horas es demasiado tiempo para una entrevista y muy poco para que el mar me transporte a una literatura más profunda y comprometedora.

Y aún faltan cuatro horas de pesca, con sus clásicos efectos musculares y gástricos. La obstinación y el calor extremo deben generar ideas que el placer no concibe, pero, en este caso, me temo que serán pasajeros puntos de vista.

Conversamos un poco más. Le reconozco a Víctor que su trabajo es muy duro, pero le argumento que mucha gente pagaría por hacer lo que él está haciendo. Entonces analizo, porque en realidad dialogo conmigo mismo, las diferencias entre hacer algo una vez en la vida y hacerlo todos los días. Víctor se me queda viendo. Su mirada distante confirma mi intromisión, lo quimérico de mi presencia, la insalvable distancia entre la certeza de su trabajo y mis pretensiones de evasión. La rutina no puede existir en un trabajo que carece de sueldo, de prestaciones, antigüedad, seguros, vacaciones. Cada jornada del pescador es única cuando corres el riesgo de regresar con nada a una casa con una esposa, tres hijas y dos nietos en camino.

Entonces pica por fin un carite. Cuando Víctor siente el templón acelera para que el anzuelo se fije en la esquiva boca de su presa. Luego vuelve a llevar el motor al mínimo y comienza a jalar. Al ver cómo sus manos se juntan y se separan a toda velocidad, y en toda la extensión de sus brazos abiertos, entiendo porque en el mar la medida es la brazada (una medida incierta, pues hay brazadas españolas, 1.67, y brazadas inglesas, 1.82; lo que en parte explica porque los marinos británicos derrotaron a la Armada Invencible). Cuando ya el carite está al borde del peñero, Víctor toma un palo con un garfio y se lo clava cerca de las agallas. El pez está fatalmente estupefacto mientras comienza a convertirse en pescado. Nunca he visto ojos tan abiertos y asombrados. Falta golpearlo con el tolete para dejarlo tieso después de un frenético temblor.

Tiene razón mi capitán: “es divertido, cuando hay”, y nunca habrá más que cuando la presa corcovea en el aire, ya tan lejos del mar como la luna de la tierra. Es tan bello e iridiscente ese primer carite que al principio me pongo de su parte. Ha sido engañado con un calamar opulento, extraído de quién sabe que empresa familiar, amorosa, reposada y feliz. Conozco bien esa dolorosa conmoción, ese jalón, ese súbito cambio de condición, esa asfixia similar a lo que sería la mía en el agua… pero gana el carnívoro que llevo dentro y estoy feliz por Víctor Gonzalo. Suele sacar en un día de 15 a 20 kilos. En nuestra jornada sólo pescó dos carites de unos cuatro kilos y un bonito de tres.

Se nota en el aletargado enjambre del centenar de peñeros que no ha sido una buena mañana, pues al acercarse unos a otros, para indagar cómo va la pesca, se hacen señas con los dedos de una sola mano. Algunos mueven la cabeza admitiendo el fatídico “nada”, y ya pronto serán las doce. No aguanto el exceso de luz ni las nalgas en la madera caliente. He puesto a secar el celular bajo el sol, aunque sé que ya está perdido. Yace sobre la pintura desteñida como el amuleto de una vida remota, irrecuperable.

Pasan a los lejos dos fragatas de guerra. Víctor dice que son brasileñas.

El sol va derrumbando a los pescadores. Parecen beduinos al enrollarse otra vez los paños en la cabeza y se sientan como borrachos en un sofá. Todo luce diminuto y aplastado. Víctor sólo tiene una cachucha con la visera deshilachada y una franela roja. Le recomiendo que use una camisa manga larga y me responde con un gesto hostil, como si me hubiera metido en lo más estricto de su intimidad. Tiene razón, se trata de su piel.

Giramos todos en un mismo parsimonioso remolino mientras navegamos con la indolente gracia de los alcatraces sin hambre. El mar va tomando un color radioactivo. Encandila y parece carecer de profundidad. Es puro brillo fatigado, un obstinado espejismo. Creo que mi capitán espera verme flaquear, rogarle que regresemos. Aguanto estoico, asumiendo el absurdo papel de un escritor que al final de la jornada no sabe hacer otra cosa que callar y achicharrarse.

Pensaba llegar a la costa para hablar de naufragios, pero sé que apenas toquemos tierra correré hacia la ducha en mi apartamento, y pongo el tema. Víctor Gonzalo cuenta que su tío se perdió para siempre mientras navegaba hacia Los Testigos en una tarde de mal tiempo. También de un cuñado que pasó una noche a la deriva, y se salvó porque la cabina del peñero formó una burbuja de aire. Da pocos detalles. En el mar los naufragios no son un tema apetecible. Le pregunto cuál es el accidente más común y me explica que un peñero embistiendo a otro, pues la punta de la proa es alta y obstruye la visión.

—¿Has tenido alguna vez un accidente?

—¡Por supuesto que sí!— responde con entusiasmo.

Hago mi última pregunta:

—¿Y cómo sucedió?

—En bicicleta.

Satisfecho con el efecto cortante de su respuesta, agrega que es hora de regresar. El peñero avanza más rápido a la vuelta, como los caballos cuando retornan a sus establos. Llegamos a la ranchería y el mundo cambia de escala. Me ofrezco a ayudar a Víctor a descargar.

—No se preocupe, váyase tranquilo —me dice como quien despide a un enfermo.

Permanezco en la orilla observándolo mientras remata su labor. Es mi héroe por dos razones: salió ayer a pescar y saldrá mañana. De pronto, Víctor se voltea y me mira, otra vez tratando de entender qué hago todavía en aquel sitio. Nos damos la mano y me marcho.

Después de bañarme con agua fría caigo en la cama, que ha tomado proporciones de estepa y contemplo el techo blanco y liso. No aguanto la luz. Me levanto a cerrar las persianas. Otra vez echado en la cama cierro los ojos. Comienzo a sentir un leve mareo. Estoy desaplomado, fuera de eje en lo vertical y en lo horizontal. Pensé que la pesca haría mis pensamientos más libres, más viajeros, pero todo sigue igual de vano, de terrícola. Me levanto por segunda vez. Bebo tres vasos de agua que van hidratando mis huesos. Estoy un poco más asentado, pero hasta el blanco de la nevera me encandila. Al cerrar la hermética puerta comprendo que la pesca ha terminado.

Federico Vegas 

Comentarios (8)

Miriam Márquez
15 de diciembre, 2010

Fantástica y sabrosa crónica Federico. Hilarante lo del celular y lo del accidente del pescador.

Nixon
15 de diciembre, 2010

Gran escritor, Federico Vegas, “Sumario”, sin duda, es una de las mejores novelas que se ha escrito en Venezuela.

María Eugenia
15 de diciembre, 2010

Hermoso; tengo que leer Sumario

Helena Arellano Mayz
15 de diciembre, 2010

“El pez está fatalmente estupefacto mientras comienza a convertirse en pescado”, mientras lee. “Al cerrar la hermética puerta comprend[e] que la pesca ha terminado”, y apaga el computador. Lástima que se perdió de ver a una ardilla girando en los cielos de Margarita.

María Eugenia
15 de diciembre, 2010

Qué gusto releer este relato; está tan bien escrito; huele a verdad

Paola Salcedo
15 de diciembre, 2010

Simplemente es un encanto leerlo. Siempre que lo leo enriquece mi vocabulario.

Héctor Torres
16 de diciembre, 2010

Qué belleza de texto, Federico. Cuánta alegría das a tus lectores. Un abrazo

Luis Felipe Domínguez
17 de diciembre, 2010

Desde aquel sin igual “Borrador”, soy adicto a los relatos cortos de Federico, tan vívidos y envolventes que son capaces de secuestrarnos momentáneamente de su realidad y de generarnos, de inmediato, un fugaz Síndrome de Estocolmo intelectual, que nos obliga a ofrecer resistencia al regreso de la realidad cotidiana. Estupendo. Gracias, Federico. Gracias,Prodavinci.

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