Artes

Rojo Express (Primer capítulo)

A continuación publicamos el primer capítulo de la novela Rojo Express de Marcos Tarre Briceño (Random House Mondadori)

Por Marcos Tarre Briceño | 14 de diciembre, 2010

La sensación de no saber en donde estaba apenas duró unos segundos. Colgaba, suspendido, eso lo entendía, lo sentía, cada gesto implicaba un inmediato e inestable balanceo, también percibía la penumbra del sol insinuándose, el golpear repetido de las olas, el olor inconfundible del mar, la sábana sudada con temperatura de amanecer. La asociación de ideas disipó el sueño. Una hamaca, el corredor enrejado, el rancho del comisario Carballo, la playa, el mar de Cariaco, Tocuchare, el exilio… Terminó de abrir los ojos, unos perros ladraban y de algún lugar cercano llegaban voces de radio o televisión. Tenía una erección. Apartó la sábana. Colocó las manos en el borde de la hamaca e hizo fuerza para sentarse. El balanceo cesó en cuanto puso los pies en el piso de cemento irregular. La erección también. Un tuqueque verde fosforescente corrió pegado de la pared. Se levantó con facilidad, sin tener que hacer demasiada fuerza… Hasta para levantarse de un chinchorro hacía falta cierta técnica. Sentía su cuerpo quemado por el sol, los músculos fortalecidos por estas semanas enconchado, apartado, escondido en este rincón del estado Sucre, a la orilla de la carretera nacional. El mar aún se mostraba grisáceo y plano, sin olas. El remolino de un cardumen de lizas lo hizo voltear y contemplar el golfo, el horizonte cerrado por las colinas marrones, peladas y secas de la península de Araya, los palafitos de las casitas vecinas y, rompiendo escala, armonía y paisaje, la monstruosa «Mansión Meleán», una gran construcción moderna de concreto y cristales reflectantes, grotesco mamotreto seguramente diseñado por un arquitecto de Caracas que no se tomó la molestia de acercarse a conocer el sitio, con luces, piscina, muelle y un aparatoso atracadero para yates sobre palafitos. Al igual que los días anteriores, Gumersindo Peña abrió el candado de la reja y salió a la pequeña terraza. Durmió con sus bermudas floreadas y desteñidas. La hamaca del comisario colgaba recogida y la pickup no estaba en su sitio de estacionar, arriba, a la altura de la carretera… El pana salió temprano. O no vino a dormir. Alzó los hombros y bajó hacia el palafito, pisó las tablas de madera. Un cangrejo escapó hacia las rocas. Respiró con fuerza, llenando los pulmones de aire salado, naturaleza, salitre, vida. Llegó al extremo, contempló el agua y saltó, de pie. Carballo decía que antes podía lanzarse de cabeza al mar; pero desde que los Meleán construyeron la mansión y el embarcadero todo el ecosistema de la bahía cambió. El agua ya no circulaba, las mareas se alteraron, la playa perdió profundidad, los peces huyeron y los delfines, que antes se la pasaban por ahí en época de apareamiento, ya no volvieron… El agua estaba fresca, fría; avanzó, se sumergió por completo y emergió, con un estremecimiento, sacudiendo la cabeza. Sintió ganas de orinar pero se dijo que era una cochinada hacerlo ahí, en el mar… Nadó unos veinte metros, vigorosamente. Dejó de hacer pie. Un poco más allá comenzaba la fosa de Cariaco. La vio una vez, de día, con sol, con la máscara de buceo: una ladera diagonal que se perdía en la oscuridad, un abismo tenebroso… Hasta 1.400 metros de profundidad. Por su mente pasaron imágenes de monstruos marinos, bestias trasparentes con la boca llena de afilados dientes y una lucecita colgando de una membrana frontal. La pinga, mejor me regreso… Definitivamente, él era un tipo de tierra, ni de aire ni de agua, simplemente de tierra. Una buena ducha para quitarse el agua de mar, un cigarrillo y una arepa con queso blanco. Ese era su plan, su perspectiva para las próximas horas. Iguales a las de ayer y anteayer, mientras durara su alejamiento obligado y mientras el pana Carballo lo aguantara… La solidaridad del comisario fue inmediata y sin preguntas sobre el pasado o sobre el futuro. Lo recibió con los brazos abiertos y compartían los ingresos aleatorios del ex funcionario. Quizás el comisario se acordaría y traería el periódico. Sus pies sintieron de nuevo la arena, se incorporó y caminó hacia la playa, sin dejar de pensar en algún cangrejo que podría pisar. Se sacudió, inclinó hacia un lado la cabeza y luego hacia el otro, para botar agua de los oídos, salió del mar salpicando, dejando un rastro mojado a su paso y conteniendo las ganas de orinar. Pero en lugar de caminar hacia el palafito de Carballo, se dirigió a la vecina Mansión Meleán. Nunca se veía a nadie despierto antes de las nueve de la mañana. Subió los peldaños, empujó la puertita de media altura y desembocó en la terraza con la piscina. Cuando la familia Meleán no estaba en casa, todo el pueblo de Tocuchare se metía en la piscina, con la complicidad de Ortuño, el cuidador. Gumersindo caminó sobre la rugosa cerámica. Meleán, siempre bien conectado con políticos y jerarcas, consiguió desviar los postes de alumbrado de la carretera y así iluminaban su parcela y la hacían resplandecer de noche, a costa de la electricidad pública. Unas pancartas adornaban los postes. Miró a su alrededor. La casa parecía muerta, sin luces ni movimientos. Avanzó decididamente bajando los peldaños de la piscina. Sintió el agua deliciosamente tibia comparada con el frescor del mar. Se sumergió sin hacer ruido, hundió la cabeza, se frotó el pelo, dio unas brazadas y salió por el lado más hondo. Se subió por la escalerilla, alzó la vista hacia los postes de luz. Pudo distinguir que las pancartas que colgaban eran fotos del compañero presidente, camisa roja, boina roja, labios rojos, con el puño rojo en alto. Gumersindo tuvo un escalofrío. Ya no aguantaba la necesidad de orinar. Se acercó al borde de la pileta. Sin dejar de sonreír hacia la pancarta, se bajó el bermuda y orinó en la piscina.

Caminó de regreso hacia el rancho de Carballo. Escuchó el ruido del motor y el chirriar de los frenos de la camioneta estacionando, arriba, al lado de la carretera. Ojalá que el comisario haya pasado por el mercado de Boca del Río y comprado algo. Y que no se le haya olvidado el periódico. Unos catalanas o calamares o sardinitas; cualquier cosa sería bueno para acompañar las arepas… El portazo, los pasos agitados de Carballo, bajando la escalera de piedra. El pana viene apurado, será que necesita ir al baño. Luego el grito, el golpe sordo.

—¡Coño de la madre!

Gumersindo meneó la cabeza y sonrió. Carballo acababa de caerse de nuevo en la escalera. Frenó las ganas de reírse. El pana podía fracturarse o desnucarse… Se asomó a la puerta de la casa. El comisario, en cuatro patas, intentaba levantarse. Lo primero que Gumersindo constató fue la ausencia de bolsas, paquetes o periódicos. Luego se dio cuenta que su amigo, en bermudas, chancletas, una camisa deshilachada abierta, la gorra de pelotero ladeada en la cabeza, luchaba por poder pararse. Carballo le gritó:

—¡Coño, marico, ayúdame!

Gumersindo se acercó e inclinó para agarrarlo por el brazo. En ese momento percibió el fétido olor mezclado de vómito y caña blanca, también miró el fuerte raspón que acababa de hacerse el comisario en el antebrazo. Carballo insistía:

—¿Pendejo, no me vas a ayudar?

Con la cara ladeada y sin respirar, Gumersindo lo tomó por el brazo e hizo fuerza para levantar los 140 kilos del comisario. Carballo se incorporó, con la cara roja, descompuesta por la caída, la borrachera y la rabia por no poder levantarse.

—Puta escalera de mierda… ¿Mi celular? ¿En dónde coño está?

Gumersindo alzó los hombros. Carballo se palpó los bolsillos hasta que lo encontró en un bolsillo de su bermuda. Verificó que había sobrevivido a la caída. Con voz pastosa le enseñó el pequeño Motorola K1 azul brillante.

—Gumer… Gumersindo, hermano, tenemos… Tenemos…

—¿Qué carajo tenemos?

—¡Tenemos trabajo!

—¿Con Telefónica o con Digitel?

—¿Qué? Gumersindo, no seas animal… Mira que tengo unos traguitos encima y se me dificulta el razo… La racionali…

—¿El racionamiento?

—No me jodas. La razón… poder razonar, eso, poder pensar… Vamos, tenemos trabajo.

Apoyado en los muros y dando traspiés, Carballo caminó hacia su habitación. Empujó la puerta de madera. Se recostó de la litera de metal oxidado, la empujó hacia un lado.

—Ayúdame, esta vaina pesa mucho.

Sin entender qué pretendía su amigo, Gumersindo tomó un extremo de la cama. La giraron, dejando al descubierto una alfombra de caña tejida, cubierta de suciedad. Carballo se arrodilló y retiró la alfombra, levantando una nube de polvo. Una cucaracha corrió por el piso. Debajo de la alfombra quedó al descubierto lo que parecía una tapa o compuerta metálica, cerrada con un fuerte candado Cisa dorado agarrado de argollas soldadas. El comisario tomó el candado con una mano, mientras extendía la otra hacia Gumersindo.

—La llave.

—Yo no la tengo.

—Güevón, pásame la llave… Allá está, debajo de la Coleman.

Gumersindo ubicó una vieja lámpara de tempestad en un estante. La levantó. La llave plateada estaba pegada con tirro en la parte interna de la base circular. La arrancó y se la pasó. Carballo manipuló con torpeza el candado hasta que logró insertar la llave y abrirlo. Levantó la tapa, revelando una pequeña fosa excavada en la piedra. Sacó un saco de lona negra y se lo pasó a Gumersindo.

—Ponlo ahí… Sobre la cama.

Por el peso Gumersindo dedujo lo que contenía el saco. Carballo, de rodillas, le extendió de nuevo la mano.

—Maricón, ayúdame a pararme.

Jadeando por el esfuerzo se incorporó y haló el cierre del saco. Empezó a sacar bultos envueltos en trapos. Destapó uno de ellos. Gumersindo reconoció la subametralladora tubular Beretta modelo 12. De otro trapo salió una venerable pistola Browning HP. Mientras Carballo revolvía el saco sacando cargadores y cajas de munición, le preguntó:

—¿Y este arsenal de antigüedades son para el trabajo ese que tenemos?

—Afirmativo…

El comisario abrió varias cajas de munición 9 milímetros. Con un gesto le indicó a Gumersindo que llenara dos cargadores para la pistola, mientras él se encargaba de los largos peines de 40 tiros de la Beretta.

—¿Y ese trabajo, se puede saber? ¿Vamos a atracar un banco?

—Negativo, pajúo…

—¿Y entonces, para qué es esto?

Carballo señaló con un cargador en la mano hacia su izquierda.

—El vecino… El Catire Meleán me contrató… Me llamó hace un rato al celular.

—¿Un contrato? ¿Quiere que quiebres a alguien? ¿Nos vamos a meter a sicarios después de viejos?

—Cállate, carajo… Quiere que le cuide la mansión hasta que él llegue… Como yo no… Como no estoy en pleno uso de mis facultades… Entonces yo te subcontrato a ti, Gumersindo Peña, mi hermanazo, para que te ganes unos realitos en esto…

—Ajá… ¿Y qué pasa con su casa? ¿Teme que le roben el agua dulce de su piscina?

—Coño, Gumersindo, estás perdido de ladilla. Yo como que mejor voy a hacer ese trabajo solo…

—No, no, está bien. No digo más nada…

Gumersindo se metió la pistola en la cintura, entre el bermuda mojado y la piel, pensando que luego tendría que limpiar y aceitar con cuidado el arma. Cuando caminaban hacia la propiedad vecina, detuvo al comisario Carballo.

—Solo una pregunta más, con fines estrictamente profesionales. ¿Por qué quiere el vecino Meleán que le cuidemos su mansión?—

Dice que le secuestraron a la hija.

Ortuño, el cuidador de la Mansión Meleán, les abrió la puerta de la cocina. Nervioso, con lagañas en los ojos, moreno, viejo, gordo, la franela sin mangas enseñando la desbordante barriga. El hombre se inquietó algo cuando les vio las armas. Le preguntó a Carballo:

—¿Qué está pasando? El doctor me avisó que tú vendrías, pero no dijo nada de los hierros…

—Hay que resguardar la casa. Esas son las instrucciones del doctor Meleán. ¿Tienes un fuco?

—Una escopeta morocha…

—Búscala y asegura esta entrada… Nosotros cuidaremos la puerta principal.

Ortuño señaló a Gumersindo Peña.

—¿Y ese quién es?

Carballo hizo un gesto con la mano, como si espantara una mosca inoportuna.

—Es de mi confianza. ¿Quién está en la casa?

Ortuño miró hacia arriba, buscando respuestas en el cielo.

—Bueno… Estoy yo. Y la señora Mimi, la cocinera y su hija, Mimita, la que limpia… Y arriba en las habitaciones está la señorita Nati, Nataly, la sobrina del doctor. No sé si estará también Cheché…

Gumersindo preguntó:

—¿Quién es Cheché?

Carballo tuvo un gesto de fastidio, como dando a entender que todos sabían quién era Cheché.

—Cheché es el hijo menor del doctor… Un adolescente.

Carballo de una palmada en el hombro despachó a Ortuño a su puesto… Cierra esa puerta y quédate vigilando del lado de adentro. Que nadie entre por ahí… Eructó, se llevó la mano a la boca, escupió en el fregadero. Pasó a la sala, se notaba que conocía bien las instalaciones, rodeó el lujoso comedor de mesa de vidrio biselado y ahumado, posado sobre columnas de mármol, las doce sillas de madera blanca y abrió el mueble laqueado negro del bar, se agachó para buscar, se escuchó un tintinear de vidrios o botellas, se irguió maldiciendo:

—¡Dónde carajo esconde Meleán el whisky!

Optó por abrir la nevera y suspirar resignado con un par de Polar Light en la mano. Abrió una. Bebió un largo trago de la botella, hizo una mueca, eructó sonoramente, pareció acordarse de Gumersindo y le pasó la segunda botella. La tomó en sus manos pero no la destapó. Era demasiado temprano para una cerveza. Decidió devolverla a la nevera. Abrió la compuerta y le costó conseguir dónde dejar la botellita. Nunca había visto una nevera tan llena. Después se dio cuenta de que eran dos frigoríficos de doble puerta y un frezeer tipo cava, horizontal. Cuando regresó al salón, Carballo roncaba en el sofá, la botella vacía en el piso, la subametralladora sobre las piernas. Gumersindo agarró un ejemplar viejo de El Sol de Margarita y lo colocó con cuidado sobre el cuerpo del comisario para ocultar la Beretta. Murmuró «las armas no se exhiben, coño…» Un reloj circular de pared con un dibujo en relieve de Diana Cazadora indicaba las 7:45 de la mañana. Regresó a la nevera. Consiguió un compartimiento repleto de fiambres en sus envases al vacío. Lacón oreado, galantina de avellanas, jamón ibérico de bellotas, fuet extra reserva, salchichón Sierra de Azuaya, sobrasada fina de Mallorca, de otro lado estaban los quesos, cajitas redondas de camembert Reny Picot, Galbani Santa Lucía, Mascarpone Negrini, President Emmental, Roquefort Cantorel… Divisó algo parecido a un pernil, abierto por un costado. Lo sacó de la nevera. Lomo de cerdo relleno de nueces pasas. La etiqueta negra indicaba que era una pieza de 600 gramos y costaba 9,25 euros. Todavía se le veía un triangulito verde con letras blancas de El Corte Inglés. Gumersindo miró a su alrededor. Localizó en un soporte de madera una docena de cuchillos de cocina, de mango negro. Tomó uno y picó varias lonjas del lomo de cerdo. Le gustó. Abriendo puertas y gavetas localizó un pan Bimbo de sándwiches y mantequilla. Se preparó uno. Mordió, le faltaba algo, volvió a la nevera y le echó ketchup en abundancia. Mientras comía su emparedado decidió hacer un reconocimiento de la mansión. Pasó al comedor y al salón. Lo primero que le llamó la atención fue una franja sobresaliente en la pared, pintada en marrón eléctrico, en la parte inferior, empotrada y enmarcada en piedra blanca resplandeciente, una especie de horno. Tardó en entender que se trataba de una chimenea de gas. Pensó, ¿a quién se le ocurre tener una chimenea en una casa de playa en el Golfo de Cariaco? Los muebles eran en maderilla oscura tejida, con grandes cojines blancos y rojos sabiamente dispuestos. Una mesa baja de vidrio con lujosos y grandes libros tapa dura colocados como para que nadie los tocara. Se acercó y leyó las cubiertas. «Enciclopedia del vino», con una bella fotografía de una botella, una copa de vino rojo y uvas; un libro de tapa morada, «Curso de vino», de Jancis Robinson. Alzó los hombros y continuó. El salón vecino parecía una sala de cine. Un «Theater System» con estilizadas cornetas en las esquinas, en el medio una televisión plana Sony Bravia XBR de 52 pulgadas, seis sillones de cuero color crema, dispuestos frente a la pantalla, al fondo una mesa de pool de bordes azules y patas metálicas, y en las paredes los tacos, bolas, el triángulo, colocados en soportes de madera. Divisó una puerta pequeña de rejillas de madera, en forma de arco. La abrió. Estaba oscuro. Un espacio de un metro daba a una segunda puerta, de plexiglás gris, un letrero rezaba: «Bodega Meleán. Cierre la puerta antes de entrar.» Intentó abrirla pero estaba bloqueada. Entonces cerró la primera puerta de madera, escuchó como se destrababa un mecanismo oculto y pudo empujar sin dificultad la puerta de plexiglás. Sintió el fresco y la humedad. Consiguió un interruptor. Una tenue luz azulada le permitió ver lo que parecía una pequeña cueva recubierta de madera. Unos escalones descendían a un espacio de estanterías oscuras llenas de botellas de vino acostadas. En una esquina el suave ronroneo de un climatizador mantenía la temperatura, humedad y ambiente adecuado. Gumersindo suspiró, apagó luces, cerró puertas. El siguiente salón era el estudio o biblioteca, ambientado con decoraciones marinas y de vela. Otro reloj, en forma de timón, lucía en una pared, por encima de estantes llenos de trofeos de pesca de altura, copas y platos, alrededor de un pez espada disecado. Al lado, como otros trofeos, las fotografías de Rómulo Meleán, en diferentes épocas, saludando o al lado de presidentes de la República. Un anciano Rafael Caldera condecoraba a Meleán. Otras, con Carlos Andrés Pérez, Luis Herrera Campins, Jaime Lusinchi. Y en el medio, montada como reluciente afiche, un más entrado en años Rómulo Meleán, con casco rojo en la cabeza, caminaba en una obra en construcción, al lado del comandante presidente. La galería de fotos estaba ahí para evidenciar que, independientemente del presidente de turno, Rómulo Meleán siempre estaría a su lado. Más abajo, otras fotos más pequeñas, con gobernadores y alcaldes, en ejercicio, retirados, desaparecidos, exilados o arrepentidos. Su condición era lo de menos, lo importante era la lectura: Meleán siempre está bien conectado. Un escritorio de madera y vidrio ocupaba el centro del salón, con un ala con una computadora con pantalla plana. Una discreta puerta se abría hacia un mini espacio, con otras dos puertas. Una era un baño y la otra, apagado, empolvado y con olor a encierro, un cuarto de monitores. Nada funcionaba, ninguna pantalla ni luz titilante indicaba que ese equipo estuviera actualmente en uso. Una repisa llena de cajas de DVD´s etiquetados era lo que quedaba de esa pequeña central de monitoreo. Gumersindo no vio en la parte externa ninguna cámara de circuito cerrado de televisión, pero, en verdad, tampoco le había puesto demasiada atención. Solo pensó: Menos mal que estos equipos no sirven, sino seguro me graban orinando en la piscina. Una escalera subía en un tramo a lo que parecía la entrada principal de la mansión y en un segundo tramo a un primer piso en donde seguramente estarían las habitaciones. Gumersindo subía los primeros escalones cuando escuchó ruido de motor y llantas. Una ventana estrecha y vertical le permitió ver a una enorme Hummer H2 amarillo chillón estacionarse y bajar apurado, dando un portazo, a un Rómulo Meleán aún más entrado en años que el visto en las fotografías, aferrado a un teléfono celular. El hombre, de unos sesenta años, con entradas, lentes de sol, vestido con una guayabera color crema ajada, sujetaba el aparato incómodamente entre la oreja y el hombro mientras sacaba un manojo de llaves para abrir la puerta. Gumersindo dio dos pasos atrás. La puerta se abrió, Rómulo Meleán se frenó en seco cuando vio a Gumersindo parado ahí, en medio del hall de entrada, y cuando su vista descendió a la cintura y se consiguió con la cacha de la Browning HP, dio un salto atrás con la cara descompuesta. Gumersindo hizo un gesto de tranquilidad con las dos manos, mientras exclamaba:

—Tranquilo, jefe, me trajo el comisario Carballo… Soy de confianza, trabajo con Carballo…

Meleán se detuvo, guardó el Blackberry negro en un bolsillo.

—¿Cómo te llamas tú?

—Peña… Trabajo con el comisario Carballo…

—¿Y Carballo?

—Está abajo… Cuidando la casa, como usted lo pidió.

Hubo un silencio. Gumersindo pensó que debería dar algunas explicaciones adicionales.

—Doctor Meleán, soy funcionario policial retirado… Estuve años en Petejota y en la Disip. Dígame qué ocurre…

El doctor Meleán pareció dudar. Se sacó el Blackberry del bolsillo y lo volvió a guardar, nervioso. Se resolvió a hablar.

—Se trata de Tereyita… Mi hija mayor. Recibí una llamada. Dicen que la tienen y que me darán instrucciones para el rescate…

Mientras hablaban, Meleán bajó el medio tramo hacia el área social y se dirigió hacia el estudio.

—¿Hace cuánto tiempo lo llamaron?

El hombre miró su reloj.

—Siempre desayuno muy temprano en la Marina, en Cumaná… Sería como a las siete de la mañana que me llamaron…

—¿A su celular o a la Marina?

Entraron en el estudio. Meleán se dejó caer en la silla, detrás de su escritorio.

—Me llamaron a la Marina. Todo el mundo sabe que yo desayuno ahí…

—¿Recuerda exactamente qué le dijeron?

Meleán tuvo un gesto de exasperación…

—Mire, amigo… ¿Cómo me dijo que se llamaba?

—Peña.

—Mire, amigo Peña, le agradezco su interés, pero están por llegar las autoridades con gente especializada en estas cosas… Lo único que le pedí al comisario Carballo fue que se encargara de cuidar la casa.

El doctor Meleán encendió la computadora. Gumersindo guardó silencio unos segundos, pensando. Luego explicó:

—No quiero entrometerme, doctor. Pero los primeros mo24

mentos son claves en cualquier investigación. Usted tiene todo fresco en la cabeza, sin contaminación. Solo quería adelantar algo para que, cuando llegue la policía, podamos darle esa información sin perder tiempo.

Meleán se frotó las sienes, se decidió. Le pasó a Gumersindo unas hojas en blanco y un bolígrafo.

—Está bien, Peña. Tome nota, entonces. Acababa de pedir el desayuno en la Marina. Un mesonero se acercó y me dijo que tenía una llamada. Allá hay un teléfono al lado de la caja. Me sorprendió, me paré y atendí. Era una voz de hombre.

—Trate de recordar las palabras exactas…

—Es lo que estoy haciendo, coño… A ver… Me dijo: «tenemos a Tereya, si quiere volver a verla viva, tendrá que pagar… Yo creo que pregunté: ¿qué? o ¿quién habla? La voz añadió: «lo contactaremos pronto». Yo inmediatamente llamé al celular de mi hija y me salió la contestadora. Entonces decidí actuar. A pesar de lo temprano me pude comunicar con el gobernador, con el Director de la Policía del estado y luego hice otras llamadas a Caracas. A amigos que conozco en Miraflores, en Carmelitas… Eso es todo.

—¿Y su hija? ¿ Cuándo la vio por última vez?

—Mi hija es mayor de edad, Peña, y es libre… Yo no la ando controlando. Ella hace su propia vida. La vería hace dos o tres días…. Ya ni sé…

—¿Su hija tiene vehículo?

—Sí… Un Peugeot 206 Premium rojo… No sé en dónde estará. Peña, ya es suficiente… Tengo que ocuparme de muchas cosas…

Un silencio. Gumersindo se dijo que mejor cambiaba de tema.

—¿Quiere que le traiga un cafecito, doctor? ¿O algo para desayunar?

A Meleán le cambió la cara. Sonrió ligeramente.

—Sí, por favor… la cocinera debe estar dormida… Peña, hay que activar la casa. Está por llegar gente. Hay que despertar a todo el mundo… Le acepto el cafecito y por favor, ocúpese de poner al personal en actividad.

*

El comisario Carballo despertó sobresaltado, con la sensación de que debía dormir todavía muchas horas más, pero con un ardor en el estómago que le subía hasta la boca, ese horrible sabor en el paladar, la cabeza la daba vueltas, ganas de vomitar. Se incorporó de un salto. El periódico y la subametralladora Beretta rodaron hacia un lado del sofá. Nunca llegó a dormirse profundamente, sabía que estaba en la Mansión Meleán, que podía correr hacia un baño, hacia la nevera para tomar agua fría o la zona de la piscina para respirar aire fresco. Optó por esto último. Caminó rápido hacia la puerta, le dio una palmada a Ortuño, salió, rozó el marco con el antebrazo y se hizo daño en el raspón de su caída por la escalera. Cerró los ojos y respiró con fuerza. El mareo y la sensación de que todo giraba a su alrededor disminuyó. Segundos después, cuando abrió los ojos, vio el peñero amarillo, con una franja azul, motor Yamaha negro apagado, deteniéndose lentamente frente al muelle de la mansión. Venían tres hombres, vestidos como todos en la zona, bermudas viejas, franelitas gastadas, gorras de pelotero que no dejaban ver bien las caras. Dos de ellos saltaron a tierra mientras el tercero seguía en la embarcación, manteniéndola al lado del muelle. La sensación de peligro surgió de repente, quizás porque no reconocía a esos hombres, quizás porque caminaban más deprisa de lo que se acostumbraba en la región, más agitados que la calma que parecía mandar entre los lugareños, serios, ceño fruncido, sin la alegría permanente del oriental, pero sobre todo por esa mano en la cintura que algo parecía empuñar… Su instinto le decía que debía correr a la casa, avisarle a Ortuño, a Gumersindo, que fue una pendejada salir sin su arma, que si Meleán le pidió cuidar la casa era por alguna amenaza o peligro, pero se dijo que debía estar equivocado, que los hombres serían pescadores de Guirintal, Turpialito, Marigüitar o de San Antonio del Golfo, además, a su edad, con su sobrepeso y ese dolor de cabeza, no iba a correr para ninguna parte. Uno de ellos pasó a su lado, apurado, nervioso y se dirigió hacia la casa, el otro se le paró delante y cuando sacó el revólver y se lo puso frente al pecho, no pudo hacer ni decir nada. Solo comprobar que no lo conocía, no era de la zona y no tenía la menor idea de lo que pretendían, que parecía estar tomado o con algo de coca en el cuerpo, pero se molestó consigo mismo, estaba fallando en la misión encomendada de cuidar la casa. El hombre hizo un gesto rápido con el cañón del arma.

—Cuidado con vainas, gordo… Me vas a acompañar.

Los efectos del alcohol se disolvieron por arte de magia. La adrenalina, la endorfina, con todos sus efectos, se dispararon en su organismo. El comisario Carballo dudó en obedecer, pensaba opciones, pero al ver como el hombre amartillaba el revólver, el cilindro giraba y escuchaba el «clic» del martillo en posición, lo convencieron. Caminaron por el muelle hacia el peñero. Carballo respiró con fuerza, tratando de pensar qué podía hacer, qué podía decir.

—Baja, gordo… Métete en el barco. Con cuidado o te quiebro.

Carballo se resistió, pero el cañón del revólver en el costado lo empujó hacia abajo. Torpemente pasó a la embarcación, estuvo a punto de perder el equilibrio. Se estabilizó dejándose caer en una de las tablas que servían de banco en la proa. El hombre del revólver descendió con cierta dificultad y se sentó frente a él. No pasaron dos minutos antes que regresara el tercer hombre. Con alivio el comisario Carballo constató que no traía nada en las manos, o sea, no se habían robado nada en la casa. Los hombres alejaron el peñero del muelle, uno de ellos tomó los remos y navegaron en silencio. Carballo, sentado en la proa, los miraba. Eran tres desconocidos, jóvenes, no mayores de veinticinco años, no parecían pescadores ni habitantes de la zona, el que remaba lo hacía con dificultad, no hablaban entre ellos, pudo ver que los tres estaban armados y tensos, los nervios a flor de piel, quizás drogados. Se notaba que no eran hombres de mar. Tampoco tenían la piel curtida de la gente de por aquí. Se dijo que serían unas malandritos de Puerto La Cruz, Maturín o quizás de Carúpano que tenía barrios malos; rateros de poca monta en busca de alguna oportunidad. Él sabía como manejarlos. A pesar de que el movimiento del peñero le traía de regreso el mareo, trató de iniciar conversación.

—Muchachos, anoche agarré una pea… Así que no se sorprendan si vomito.

Ninguno respondió. El que remaba dejó los remos. Otro, que estaba en la popa, encendió el motor, hizo girar la lancha y tomaron rumbo hacia las montañas áridas y marrones de la península de Araya. Carballo inició otra estrategia.

—Ustedes no saben quién soy yo… Soy policía. Aquí todo el mundo me conoce.

El hombre del revólver levantó la vista y lo miró con cierta curiosidad. Carballo insistió.

—Lo mejor que pueden hacer es dejarme por aquí, en cualquier playa…

El hombre del revólver jugaba nerviosamente con el arma. De repente la levantó y lo apuntó. Carballo, instintivamente, alejó el cuerpo hacia atrás. Ahora, en tono conciliador, agregó:

—Está bien, si no quieren que hable, me quedo callado…

El comisario Carballo tuvo la certeza de que el hombre iba a disparar. Todo ocurrió al mismo tiempo. El vómito subió a la boca, se le soltaron los esfínteres, creyó haber levantado los ojos hacia el sol por la luz cegadora que entró de golpe en su cabeza, se dijo que debía caer y cayó hacia atrás, el estampido del disparo saltó en sus oídos, por encima del ruido del motor, su cabeza estaba en el fondo del peñero; se le llenó la boca del charco de agua de mar mezclada con gasolina que cubría unos centímetros el fondo de la embarcación, trató de llevarse la mano a la cabeza para ver qué le ocurría, el horrible sabor en la boca le hizo decirse que podía ahogarse, la mano no le obedeció, nunca pudo entender que no podía ahogarse porque ya estaba muerto.

Marcos Tarre Briceño 

Comentarios (2)

Nixon
14 de diciembre, 2010

Acaso ningún venezolano escribe sobre vampiros 😉

Nacho
13 de enero, 2011

Que lujazo… Super guai, me a gustao mucho…ya había leido a Tarré en Bala Morena,

Enhorabuena al autor, y acertada iniciativa

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