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Una necesaria y merecida tregua

Con voz gangosa, el anciano pregunta al cajero hasta qué hora funciona la agencia. Se mueve entre los clientes como un viejo camión de estacas que tose y echa humo, sin avanzar demasiado. Cuesta entender lo que dice y a él le cuesta entender al mundo. Si ese es el pórtico, la inmortalidad no luce demasiado atractiva.

Al tercer intento del cajero por hacerse entender a través del agujero de la taquilla, aumentando el volumen de la voz en cada ocasión, comienzan a oírse risitas. Al contrario de lo que parecen, no son risitas malintencionadas ni viles. Aún sin ellos saberlo, son risitas nerviosas, asombradas. Risitas de admiración y desconcierto. El que sabe escuchar, escucha en esas risitas apagadas la pregunta:

¿Cuántos podrán darse el lujo de desgajarse intacto, atravesando la vida y la muerte de punta a punta, en esta ciudad de fugacidad y pólvora?

***

La niña le dice a su papá, recordando súbitamente, que a ella le gustaba mucho cuando se subían al vagón ese dúo de muchachos que cantaba canciones graciosas en el Metro. Eran dos feos simpáticos que cantaban unas canciones a mitad de camino entre el rap y el country, recuerda también su papá. Eran muy alegres, acota la niña, y ya no se ven más. El papá cae en cuenta que, efectivamente, no sólo ellos, sino que todos los músicos y su universo circundante desaparecieron del Metro, sin dejar rastros de su existencia. Nadie podría recordar qué día marcó su desaparición.

Como llegaron, se fueron.

¿De verdad que en una época se viajaba en Metro escuchando baladistas, rockeros, vallenateros, boleristas, raperos y músicos que tocaban versiones instrumentales? Fue tan abrupta y tan completa su desaparición, que hasta los que los vieron dudarán de su memoria.

Y hay quien dice que en este valle de humo no ocurren hechos portentosos.

***

La mujer tiene como cuarenta años. Morena, gruesa, alta. Sus brazos parecen los robustos percheros de alguna quincalla china: la cartera, la lonchera, unas carpetas, una bolsa de esas de cartón con asitas largas cuelgan de sus brazos como un árbol mutante.

De sus manos resbala de pronto un papel. La mujer (cartera, carpetas, tacones, medias, calor, várices, cansancio, columna) se detiene en seco, siguiendo la trayectoria del documento hasta verlo aterrizar en el piso. Con más gesto de pesar que de contrariedad, tarda un instante en entender que no tiene alternativa y debe agacharse.

Suspira y se dispone a hacerlo.

Un hombre viene con prisa en dirección contraria. Todo el mundo lleva prisa en Caracas. El hombre se detiene con una precisión casi violenta frente a la mujer. La mujer sabe que en Caracas el que se para pierde. Y más si lleva los brazos ocupados. El hombre se agacha con ligereza y, con gesto solícito, recoge el papel, lo sacude y lo pone al alcance de los dos dedos libres que esperan prestos para atenazarlo. La morena libera una sonrisa espléndida, total, hermosa, como si el galán de sus sueños le hubiese pedido matrimonio. El hombre le devuelve la sonrisa y se pierde entre la gente.

¡All you need is love!, canta para sus adentros alguien que recibió el fortuito regalo de presenciar la escena.

***

Tres chicas van bajando hacia la avenida. Simples, sin mayor gracia, no se puede decir que acaparen las miradas masculinas con las que se cruzan. Alegría sí tienen. Y ganas de hacerse de su espacio propio sobre la tierra. Ríen y cuchichean las tres a la vez. Llegan a la esquina. El ciego que vende tarjetas telefónicas las oye pasar y comenta:

¡Qué hermoso canto el de esas muñequitas! ¡Es para enamorarse de las tres!

Los hombres que están alrededor voltean a mirarlo, incrédulos, escépticos, desdeñosos.

Sólo uno de los presentes cierra los ojos y agarra en el aire los restos de la música que se va alejando. Tras unos segundos, siente felicidad y siente también vergüenza de que la vista le entorpezca ver realmente la belleza.

***

Un chamo va subiendo por una solitaria calle llena de talleres mecánicos. Viene del liceo. Las manchas en la camisa azul delatan los estragos de los juegos durante la hora del recreo. Camina por el medio de la calle, despeinado y sudoroso. Se lleva un dedo a la nariz y hurga metódicamente, con expresión ausente. Dos tipos vienen detrás, a mayor velocidad. Lo alcanzan y, al pasar a su lado, uno de ellos (gordo, alto, canoso) le dice, sin verlo ni perder el hilo de la conversación que mantiene con el otro:

Coño, chamo, te vas a espichar el ojo.

Y sueltan unas ruidosas carcajadas, pero de inmediato siguen conversando, como si apenas decirlo ya lo hubiesen olvidado.

Viejo marico, dice bajito el chamo, con rencor, mirando fijamente la ancha espalda que se aleja.

El tipo se lleva la mano al bolsillo y, al sacarla con brusquedad deja caer disimuladamente un billete de veinte que vuela con torpeza y aterriza en la acera. El chamo sigue el billete con la vista y apura el paso, se agacha para tomarlo y se lo mete en el bolsillo, con una sonrisa satisfecha y vindicadora.

El del chiste le dice al otro, guiñándole el ojo:

Tampoco vamos a reírnos a costa del panita sin alegrarle el rato, ¿no?

Y vuelven a reír ruidosamente.

***

Son las siete y media de la mañana. La brisa está helada. El cielo gris desde hace varios días, le ha negado al caraqueño esa cosa luminosa y fresca de todo diciembre. Un año duro parece querer cerrar igual.

El microbús gana metro a metro la avenida, entre corneteos y bramidos. Entre motos que van chocando retrovisores y gente que salta charcos y putea. Hace días que no se le ve la cara al sol. Lo que se habla es de derrumbes y deslizamiento de tierras. Hay miedo en el ambiente. Miedo y un malhumor enorme por los tantos días teniendo que salir a ganarse el pan en esas circunstancias.

Un tipo persigue al bus y se trepa sin que este termine de detenerse. Sólo él sabe el por qué de esa cara de alegría. Parece ser de esos fastidiosos que hablan en voz alta, buscando conversación a los desconocidos. La gente, al verlo, comienza a negarle esa posibilidad, ocultando la vista dentro del diario, en la pantalla del ipod, por la ventana del microbús. Chorreando agua, el tipo se acomoda en el estrecho pasillo y suelta un chistecito malo. Verlo empapado y sonriente produce algo contagioso en esos rostros malhumorados. El tipo se ríe, moviendo los hombros. La señora del sweter azul, cede a la tentación y también se ríe. Al verla, la muchacha con la carpeta entre las piernas y los lentes de montura de metal, busca con la vista brevemente al señor que está sentado a su lado y, disimulando que busca algo en su cartera, también se ríe. Su vecino decide reírse sin esconderlo, moviendo la barriga como la proa de una lancha que pasea de cayo en cayo. Los dos muchachos de la cocina se suman a la risa.

El chiste es malo, sin duda. Nadie podrá recordarlo cuando quiera referir el cuento al llegar a su destino. Pero no es el chiste, es un hormigueo que les recorre la cara, los brazos, el corazón, y les hace sentir que ya es como tiempo de darse una necesaria y merecida tregua.