Actualidad

Una necesaria y merecida tregua

Héctor Torres y escenas de la ciudad

Por Héctor Torres | 10 de diciembre, 2010

Con voz gangosa, el anciano pregunta al cajero hasta qué hora funciona la agencia. Se mueve entre los clientes como un viejo camión de estacas que tose y echa humo, sin avanzar demasiado. Cuesta entender lo que dice y a él le cuesta entender al mundo. Si ese es el pórtico, la inmortalidad no luce demasiado atractiva.

Al tercer intento del cajero por hacerse entender a través del agujero de la taquilla, aumentando el volumen de la voz en cada ocasión, comienzan a oírse risitas. Al contrario de lo que parecen, no son risitas malintencionadas ni viles. Aún sin ellos saberlo, son risitas nerviosas, asombradas. Risitas de admiración y desconcierto. El que sabe escuchar, escucha en esas risitas apagadas la pregunta:

¿Cuántos podrán darse el lujo de desgajarse intacto, atravesando la vida y la muerte de punta a punta, en esta ciudad de fugacidad y pólvora?

***

La niña le dice a su papá, recordando súbitamente, que a ella le gustaba mucho cuando se subían al vagón ese dúo de muchachos que cantaba canciones graciosas en el Metro. Eran dos feos simpáticos que cantaban unas canciones a mitad de camino entre el rap y el country, recuerda también su papá. Eran muy alegres, acota la niña, y ya no se ven más. El papá cae en cuenta que, efectivamente, no sólo ellos, sino que todos los músicos y su universo circundante desaparecieron del Metro, sin dejar rastros de su existencia. Nadie podría recordar qué día marcó su desaparición.

Como llegaron, se fueron.

¿De verdad que en una época se viajaba en Metro escuchando baladistas, rockeros, vallenateros, boleristas, raperos y músicos que tocaban versiones instrumentales? Fue tan abrupta y tan completa su desaparición, que hasta los que los vieron dudarán de su memoria.

Y hay quien dice que en este valle de humo no ocurren hechos portentosos.

***

La mujer tiene como cuarenta años. Morena, gruesa, alta. Sus brazos parecen los robustos percheros de alguna quincalla china: la cartera, la lonchera, unas carpetas, una bolsa de esas de cartón con asitas largas cuelgan de sus brazos como un árbol mutante.

De sus manos resbala de pronto un papel. La mujer (cartera, carpetas, tacones, medias, calor, várices, cansancio, columna) se detiene en seco, siguiendo la trayectoria del documento hasta verlo aterrizar en el piso. Con más gesto de pesar que de contrariedad, tarda un instante en entender que no tiene alternativa y debe agacharse.

Suspira y se dispone a hacerlo.

Un hombre viene con prisa en dirección contraria. Todo el mundo lleva prisa en Caracas. El hombre se detiene con una precisión casi violenta frente a la mujer. La mujer sabe que en Caracas el que se para pierde. Y más si lleva los brazos ocupados. El hombre se agacha con ligereza y, con gesto solícito, recoge el papel, lo sacude y lo pone al alcance de los dos dedos libres que esperan prestos para atenazarlo. La morena libera una sonrisa espléndida, total, hermosa, como si el galán de sus sueños le hubiese pedido matrimonio. El hombre le devuelve la sonrisa y se pierde entre la gente.

¡All you need is love!, canta para sus adentros alguien que recibió el fortuito regalo de presenciar la escena.

***

Tres chicas van bajando hacia la avenida. Simples, sin mayor gracia, no se puede decir que acaparen las miradas masculinas con las que se cruzan. Alegría sí tienen. Y ganas de hacerse de su espacio propio sobre la tierra. Ríen y cuchichean las tres a la vez. Llegan a la esquina. El ciego que vende tarjetas telefónicas las oye pasar y comenta:

¡Qué hermoso canto el de esas muñequitas! ¡Es para enamorarse de las tres!

Los hombres que están alrededor voltean a mirarlo, incrédulos, escépticos, desdeñosos.

Sólo uno de los presentes cierra los ojos y agarra en el aire los restos de la música que se va alejando. Tras unos segundos, siente felicidad y siente también vergüenza de que la vista le entorpezca ver realmente la belleza.

***

Un chamo va subiendo por una solitaria calle llena de talleres mecánicos. Viene del liceo. Las manchas en la camisa azul delatan los estragos de los juegos durante la hora del recreo. Camina por el medio de la calle, despeinado y sudoroso. Se lleva un dedo a la nariz y hurga metódicamente, con expresión ausente. Dos tipos vienen detrás, a mayor velocidad. Lo alcanzan y, al pasar a su lado, uno de ellos (gordo, alto, canoso) le dice, sin verlo ni perder el hilo de la conversación que mantiene con el otro:

Coño, chamo, te vas a espichar el ojo.

Y sueltan unas ruidosas carcajadas, pero de inmediato siguen conversando, como si apenas decirlo ya lo hubiesen olvidado.

Viejo marico, dice bajito el chamo, con rencor, mirando fijamente la ancha espalda que se aleja.

El tipo se lleva la mano al bolsillo y, al sacarla con brusquedad deja caer disimuladamente un billete de veinte que vuela con torpeza y aterriza en la acera. El chamo sigue el billete con la vista y apura el paso, se agacha para tomarlo y se lo mete en el bolsillo, con una sonrisa satisfecha y vindicadora.

El del chiste le dice al otro, guiñándole el ojo:

Tampoco vamos a reírnos a costa del panita sin alegrarle el rato, ¿no?

Y vuelven a reír ruidosamente.

***

Son las siete y media de la mañana. La brisa está helada. El cielo gris desde hace varios días, le ha negado al caraqueño esa cosa luminosa y fresca de todo diciembre. Un año duro parece querer cerrar igual.

El microbús gana metro a metro la avenida, entre corneteos y bramidos. Entre motos que van chocando retrovisores y gente que salta charcos y putea. Hace días que no se le ve la cara al sol. Lo que se habla es de derrumbes y deslizamiento de tierras. Hay miedo en el ambiente. Miedo y un malhumor enorme por los tantos días teniendo que salir a ganarse el pan en esas circunstancias.

Un tipo persigue al bus y se trepa sin que este termine de detenerse. Sólo él sabe el por qué de esa cara de alegría. Parece ser de esos fastidiosos que hablan en voz alta, buscando conversación a los desconocidos. La gente, al verlo, comienza a negarle esa posibilidad, ocultando la vista dentro del diario, en la pantalla del ipod, por la ventana del microbús. Chorreando agua, el tipo se acomoda en el estrecho pasillo y suelta un chistecito malo. Verlo empapado y sonriente produce algo contagioso en esos rostros malhumorados. El tipo se ríe, moviendo los hombros. La señora del sweter azul, cede a la tentación y también se ríe. Al verla, la muchacha con la carpeta entre las piernas y los lentes de montura de metal, busca con la vista brevemente al señor que está sentado a su lado y, disimulando que busca algo en su cartera, también se ríe. Su vecino decide reírse sin esconderlo, moviendo la barriga como la proa de una lancha que pasea de cayo en cayo. Los dos muchachos de la cocina se suman a la risa.

El chiste es malo, sin duda. Nadie podrá recordarlo cuando quiera referir el cuento al llegar a su destino. Pero no es el chiste, es un hormigueo que les recorre la cara, los brazos, el corazón, y les hace sentir que ya es como tiempo de darse una necesaria y merecida tregua.

Héctor Torres  es autor, entre otras obras, del libro de crónicas "Caracas Muerde" (Ed. Punto Cero). Fundador y ex editor del portal Ficción Breve. Puedes leer más textos de Héctor en Prodavinci aquí y seguirlo en twitter en @hectorres

Comentarios (15)

ATAMAICA MAGO
10 de diciembre, 2010

Cada día tiene su chiste y es momento de recordar las risas, las alegrías (y sus múltiples facetas) que se han dibujado en nuestros rostros y que a menudo dejamos pasar de largo porque el correr de la vida siempre lleva apuro y complicaciones. Es bueno detenerse en cada pasaje y recordar que afuera hay un mundo que nos sigue sonriendo a pesar de todo. La ocurrencia se halla no en rememorar la historia sino en la forma de contarla.

Héctor, siempre es un honor leerte. Gracias por la entrega.

manuel marrufo
10 de diciembre, 2010

En diciembre, las penas pesan menos…

En diciembre, todos en algún momento bajan la guardia, y hay quien sabe aprovechar ese instante.

Estamos en diciembre, será por eso que este relato me ha hecho suspirar…

No soy de Caracas y nunca he estado allá más de tres días seguidos, pero: ¡a un caraqueño lo conozco, hasta cuando no está haciendo ná!

Ligia Isturiz @seleccionada
10 de diciembre, 2010

Leer a Héctor Torres, casi siempre es un receso feliz para mí. Sus estampas urbanas , tanto en blanco y negro como las de colores brillantes, muy bien difuminados – como a éstas- me obligan a detenerme , con la misma urgencia que entro a una sala de cine para ver una película que ya van a quitar de cartelera. Y es que uno sabe que hay muy pocos hectortorres por ahí. Tal vez, ninguno igualy no sabe cuando se lo volverá a topar. Él es como una merecida tregua, acaso muy corta

Laura Fernandez
10 de diciembre, 2010

Héctor, es maravillosa la manera como has ido llenando de esperanza las pequeñas historias de la adversidad cotidiana de Caracas. Refrescar nuestras vidas con el relato del ciego que sabe apreciar en las risas de las tres jovencitas sin gracia el esplendor de la belleza y la felicidad. Maravilloso leerte. Cuanta razón tienes, es tiempo de darnos una necesaria y merecida tregua.

krina
10 de diciembre, 2010

bello, Hector! Bello, auténtico y conmovedor. Ya era tiempo para una pequeña tregua en medio de tanta estampa despiadada.

Maripili Salas
10 de diciembre, 2010

Me encantan los detalles; realzarlos es vivir, es saber que nada se nos escapa. A pesar de la rapidez caraqueña, queda espacio para observar.

Ulises
10 de diciembre, 2010

Excelente. Los que caminamos Caracas y hemos seguidos una a una las postales urbanas de Torres sabemos muy bien lo que significa esa tregua. Torres tiene el don del fotográfo y acaso el de todo artista: sabe mirar, sabe capturar el momento, hace de lo mínimo algo para recordar. Bien por esa, broder.

Sydney Perdomo
10 de diciembre, 2010

¡Saludos estimable caballero! 😀 Ya lo creo que si, todas las situaciones urbanas que narra tiene un tono muy adecuado como para hacernos cambiar de humor al instante ;D. Gracias por hacernos pasar un momento grato leyendo sus pasajes pintorescos de nuestra cotidianidad, sin duda entre tanta tristeza que se asoma a diario sobre todo en estos días, hace falta un poco de buen humor para no perder el animo y las esperanzas. Por eso espero que se encuentre muy bien. 🙂

No podía esperar menos de sus relatos 🙂 ¡Muy divertidos! 😉

Saludos y mis respetos sinceros. 🙂

Anmary Faría
11 de diciembre, 2010

Hola estimado Héctor.

Gracias a la recomendación impelable de una querida amiga, me encuentro con esta maravillosa página y sus historias. Me topo con ésta que cierra un año y ciclo en la vida de cada uno de nosotros. Y lo hace no con desaliento ni amargura, como tampoco indiferencia y rencores sino con alegría, optimismo, dándose la mano los buenos y malos momentos porque se complementan para definir esto que llamamos existencia, contexto espiritual que debería seguir haciendo las paces para evitar un cúmulo de tristezas y divisiones entre los venezolanos. Me gusta que la risa, la anécdota, los buenos recuerdos sean las banderitas izadas para un porvenir que aún cree en nosotros y en un país que merecemos con bien, sin polarizaciones. Hoy lloro con estas palabras y fíjese: lloro de alegría. Eso es complementariedad. Muchas gracias por las emociones cosechadas.

Ruben Mesa
11 de diciembre, 2010

Bueno yo leyendo esta narración sentí que salí a dar una vuelta por la ciudad y me vacilé el ambiente en diez minutos, muy bueno ese repaso centelleante. Y a los que no viven en Caracas, les digo, aquí también reconocemos al que viene del interior hasta cuando no hace nada, es más sin que hable, pero se les quiere igual. Me gustó!

María Eugenia
11 de diciembre, 2010

Por esos meandros de tu relato, por ese doblar esquinas, y seguir tus ojos perspicaces, se entra a la mejor narrativa; muchas gracias

Mitchele Vidal
12 de diciembre, 2010

Mi querido Hèctor, hacìa falta, mucha falta esta tregua. Nos muestras la otra cara de la moneda del apuro y el atropello, cuando no de la violencia.

Héctor Torres
14 de diciembre, 2010

No hay que llamarse a engaño: el país está en una honda crisis. Pero, por otra parte, no es sano sobreestimarse: esta lucha es larga. Es la lucha de la ciudadanía contra el poder. Y eso no se resuelve por mantenerse en una batalla constante. DE allí que hagan falta de vez en cuando esos recesos, esas treguas. El camino es largo y lo único que no podemos perder es nuestra condición de humanistas. Si ganar la batalla significa actuar como el enajenado mental que nos adversa, entonces sí sería una victoria pírrica. Gracias por sus comentarios. Se vale comer hallacas y cantas gaitas. Este cuento es largo y las treguas nos hacen bien para aguantar el largo camino. Un abrazo a todos, muchas gracias por leer y por compartir. Feliz año

Isis
6 de abril, 2011

Recuerdo el personaje que buscó sacarme las palabras con cucharilla el primer día de clases en el liceo, increible, la personalidad sigue siendo la misma, curioso, observador y siempre buscando un descenlace, recuerdo cuando en clase de castellano,(Bilbao) tu elección de artículo de prensa fué el de las ofertas de las hortalizas, desantando carcajadas entre todos los que habían rebuscado los artículos más aburridos….genio y figura. TE FELICITO, eres tú.

Héctor Torres
7 de abril, 2011

Qué memoria, Isis! Gracias por los recuerdos. Los adolescentes suelen estar desesperadamente necesitados de atención. pero a veces como que algunos de esos rasgos persisten en acompañarnos:) Un gran abrazo!

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