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La república alucinada, Ana Teresa Torres y el pasado que se quedó

El héroe es el guerrero; va de uniforme. El héroe desarma, no construye. El héroe es el mesías, el salvador de la patria, y la patria siempre requiere ser salvada para nacer de nuevo. Estas ideas, sostiene Ana Teresa Torres, están ancladas en el imaginario del venezolano y son también una derivación de lo que la sociedad valora y recuerda del proceso de emancipación y de la guerra que la hizo posible. En esa valoración, la Independencia es un evento que no se equipara con ninguna obra que hayan podido o puedan ejecutar los venezolanos, y en la memoria colectiva sigue siendo un proceso inconcluso que pesa como una deuda pendiente.

¿Cómo describe usted la idea del héroe y de la heroicidad que ha construido el imaginario venezolano a partir de la Independencia?

En la medida en que la Independencia se consideró el principio de la patria, toda la idea de Venezuela se concibió a partir de allí. La Independencia es la creación de la República, aunque Venezuela existía antes, pero a ese proceso se le dio un carácter de nacimiento total, de que toda la idea de Venezuela comenzaba en ese momento. Es así que todo el panteón de héroes es una consecuencia directa de la Independencia: en el sentido simbólico de la palabra, los primeros héroes del panteón son los caudillos que han luchado en la guerra, comenzando por Simón Bolívar. ¿Cuál sería la consecuencia de esto? Que todos son héroes militares, guerreros, y se plantea entonces un panteón guerrero, heroico, pero en el heroísmo militar. Esto tiene consecuencias en el sentido de que todo eso pertenece a un momento histórico que ya pasó y, sin embargo, esos valores se han seguido perpetuando en el discurso. Yo insisto mucho en que sería un error atribuir esto al discurso político del gobierno actual; esto es algo que viene de mucho tiempo atrás y el gobierno actual lo que hizo fue ponerle una suerte de amplificador. Ese discurso de lo heroico lo hemos oído siempre a través de la retórica oficial, de la educación formal y de los medios de comunicación, que han contribuido a multiplicarlo. La consecuencia de esto es que la construcción social del país ha quedado siempre en un segundo lugar, en una cierta oscuridad, en un silencio, como algo que ocurre sin más: hay gente que trabaja, que hace cosas por construir una nación, pero la valoración última del país está puesta en esta idealización de la patria.

Incluso las acciones colectivas que se ejecutaron en el marco de la Independencia –por ejemplo, las discusiones jurídicas o políticas en torno al país que se quería construir, a la forma que debía adoptar la República– pasaron a segundo plano con el hecho heroico de la guerra. Los héroes, como individualidades, opacaron todo aquello.

La actividad de los héroes no la dividiría en colectiva contra individual, sino en guerrera o no guerrera. El pensamiento y las discusiones políticas de la emancipación lo que pretendían era construir la República, que era el objetivo final de todo el asunto. El objetivo último no era la guerra: la guerra se hacía para construir la República. Pero todo eso quedó en segundo lugar, reservado sólo para los estudiosos y prácticamente desconocido para el ciudadano común, que recuerda sólo la guerra y el valor del heroísmo. Eso ha traído una consecuencia nefasta, que es la no valoración del pensamiento, de la vida intelectual y de la construcción social de un país, que siempre es anónima, modesta y que no se lleva a cabo en los campos de batalla, sino en las tareas sociales pequeñas, medianas o grandes. El guerrero no construye, destruye. El guerrero tiene como finalidad destruir para alcanzar los fines que se haya propuesto. Y esa no valoración de la construcción social es una consecuencia grave que estamos y seguiremos pagando, mientras esto no sea un motivo de reflexión de la sociedad. La otra consecuencia es el mesianismo militar. Venezuela, a diferencia de otros países latinoamericanos, no tiene la misma visión de lo militar: la visión de lo militar como lo represivo, lo peligroso, lo no civil, sino que tiene la visión de que el Ejército, la Fuerza Armada, es la heredera de las glorias del Libertador. Es decir, es el elemento, el actor, que libera y salva al cuerpo de la patria. Dentro de esa idea utópica está la idea del hombre providencial, del hombre salvador; y ese hombre, fundamentalmente, debe ser militar. Eso nos diferencia mucho de otros países latinoamericanos y tiene mucho que ver con la aceptación que ha tenido el actual gobierno en Venezuela, y con el hecho mismo de los intentos de golpes de Estado en 1992. Esas dos consecuencias son muy negativas para lo que es un imaginario social: la del mesianismo militar y del hombre providencial. Ya la idea del hombre providencial, que ha sido muy estudiada por los historiadores, es poco favorable para la democracia, que justamente sería una construcción colectiva en la que obviamente habrá líderes que se sustituyen de acuerdo a las preferencias de la gente. Pero el fantasma del hombre providencial está en el imaginario nacional permanentemente: siempre que las cosas van mal con el líder que esté en el poder, la idea es que venga otro a salvarnos. Estoy segura de que en este momento esa idea está presente también.

De hecho, de los 200 años de vida republicana que hemos tenido bajo el nombre de Venezuela, al menos durante 160 el país ha sido gobernado por militares.

Sí, la proporción es enorme. Pero es que ya el concepto del hombre providencial en sí es una idea no democrática, no digamos que antidemocrática. Es la idea de poner en una persona la salvación de la patria, que es una aspiración que también tiene que ver con los efectos de la Independencia. Realmente a la patria no hay que salvarla, la patria no se está ahogando, no es una persona en estado de agonía. La patria es una construcción social que puede tener mejores o peores momentos. Pero siempre hay una visión patética de la patria. Eso es permanente: casi todos los presidentes, incluso los del período democrático, hablan de que hay que salvar a la patria que está en la penuria. Esa es una idea melancólica de la patria; no hay en ella una reflexión acerca de cuáles son los problemas que hay y cuáles son las posibles soluciones, no para ser ejecutadas por un hombre sino por colectivos, que vienen no de la idea de salvación sino de la preferencia popular.

¿Esa idea recurrente de salvar a la patria también deviene en la necesidad constante de refundarlo todo, porque el pasado siempre es tan patético que hay que empezar de cero?

Sí, siempre hay que hacer la patria nueva. La salvación de la patria se maneja con la idea de que la patria renazca, de que se haga nueva. El origen de esto también lo encuentras muy fácilmente en la Independencia. ¿Qué significaba rehacer la patria? Que no quedara nada del período colonial. Esto, además, es imposible, porque en términos históricos no existe el «día cero», no se decreta; hay siempre una continuidad, una evolución. Esa idea fue impulsada por el propio discurso del Libertador, en lo que respecta a que con la emancipación se perdió el pasado y empieza todo de nuevo. Esto conlleva a la imposibilidad de la continuidad, de conservar lo útil. Aunque no con la misma radicalidad que el gobierno presente, los gobiernos democráticos también cayeron bastante en esta trampa de una patria nueva, que pasaba incluso por despedir a los altos funcionarios de los ministerios. Después la revolución bolivariana llevó eso al extremo, en la metáfora de que una patria está muriendo, la de la Constitución moribunda, para que nazca otra nueva. Hay allí varias cosas que son clave: una patria que debe volver a nacer; el mesianismo militar, unido al hombre salvador que ha sido ungido por la Providencia para salvar a la patria; y la hípervaloración de lo militar versus lo civil, versus la construcción. Con todo ese imaginario, no es de sorprender que Venezuela sea un país con una orientación tan débil hacia el progreso, en comparación a estas otras valoraciones. Porque el progreso, como se entiende generalmente en las democracias avanzadas, es el resultado del trabajo cotidiano, anónimo, de cada ciudadano; todo el mundo es una pieza de esa construcción. Esa sería una de las consecuencias más negativas del imaginario que dejó el proceso de Independencia. Claro que también hay algunas consecuencias positivas, como el orgullo nacional. Todos los países tienen que tener una identidad, una referencia colectiva, algo que le dé un peso en la historia, y eso es algo para lo cual la Independencia pudiera ser uno de los fundamentos.

Cuando hablamos del hombre providencial habría que referirse también a cómo un solo hombre, que es Simón Bolívar, y su pensamiento, terminan arropando todo el proceso de Independencia.

No cabe duda de que Simón Bolívar es la figura fundamental de la Independencia, que probablemente ésta no hubiera ocurrido, o al menos no de la misma manera si no es por su acción directa. El problema es que después de que ocurre la Independencia, el país sigue secuestrado por Bolívar, pero no por obra de él mismo sino por el «bolivarismo»: por la idea de que todo el destino de la patria está prefigurado en el pensamiento de Bolívar. El pensamiento de Bolívar traspasa el tiempo: ahí está el destino, pueden pasar los siglos y el pensamiento del Libertador sigue siendo orientativo; nada puede ser contrario a ese pensamiento y todo lo que esté dentro de él está bien. Ahí hay un secuestro, incluso político, que fueron produciendo las élites intelectuales. ¿Cómo puede ser que el destino de un país esté concebido en el pensamiento de un solo hombre? Han pasado 200 años, el mundo de ahora ya no tiene nada que ver con el de aquella época y si Bolívar estuviese vivo no podría entender nada de lo que ocurre.

El suyo, sin embargo, sigue siendo el pensamiento orientador. Es inevitable que la contienda y el proceso de Independencia estén secuestrados por Bolívar, porque realmente es su conductor fundamental y pareciera imposible pensar la Independencia, tal y como se hizo, sin Bolívar. Pero después se produce este otro secuestro que continúa hasta el día de hoy: la idea de que ahí, en ese pensamiento, en esa valoración, en ese ejemplo, todas las generaciones encontrarán su guía. Eso nos diferencia, incluso, de otros países bolivarianos, como Colombia o Perú.

En su libro La herencia de la tribu usted habla de que el héroe encanta y convence a través de la utopía, más que con proyectos y propósitos. ¿Cómo se vincula esta idea con el proceso de Independencia?

La utopía siempre es muy seductora, mucho más seductora que un proyecto de trabajo, viable. Todos los seres humanos tienen en su corazón el ansia de algo perfecto, de un lugar maravilloso, de una realización plena. Eso es parte de la naturaleza humana. La idea de la utopía, además, tiene una cosa extraordinaria: que las utopías no fracasan, porque la utopía nunca es ahora. Como la utopía siempre es luego, si tú no llegas a ella se espera que más adelante lleguen las próximas generaciones. Eso fue un poco lo que ocurrió con la utopía socialista en lo que se llamó el socialismo real en Europa: la utopía no llegaba, se desplomaron estos gobiernos y la utopía nunca llegó. La utopía basta que la imagines. Los proyectos factibles, en cambio, son áridos, hay que trabajarlos, hay problemas en el camino, son mucho menos atractivos. En el corazón de todos los hombres está la esperanza de que alguien le prometa el paraíso; de hecho, las religiones cumplen un poco esa función. En el caso de Simón Bolívar, él tiene una utopía a la que se llama «el sueño de Bolívar»: la utopía de la Gran Colombia. Como ese sueño no se realizó, porque fue un proyecto político que no tuvo aceptación por parte de sus posibles firmantes, queda como una deuda histórica. Es como si Venezuela y América Latina, la patria grande, no hubieran alcanzado la felicidad plena, la libertad de los hombres, porque no se cumplió el sueño de Bolívar. Bolívar tenía un proyecto político como cualquier político lo tiene y el proyecto no caminó. Pero la idea de que era un sueño, de que ahí estaba la felicidad, no estoy segura de que él la hubiese planteado de esa forma sino que ese fue el imaginario que desató. Él fracasó como político, como es normal que ocurra, pero se le puso a ese fracaso la carga de que de este dependía la felicidad que nos esperaba a todos los países de la América Latina, que no se logró por la traición a Bolívar. Ese es otro problema para el imaginario: que entonces la nuestra siempre es una historia donde hay unos malos y unos buenos. Y también es difícil construir las identidades nacionales siempre con la lectura de los traidores, porque eso va minando la confianza de la sociedad en sí misma. La sociedad, para construirse, tiene que confiar en sí misma. Por supuesto, en ella hay distintos intereses y eso implica luchas, diversidad de puntos de vista, contradicciones, pero tiene que haber una confianza básica y reconocimiento del otro. Si entramos en la idea de que hay unos traidores que, son las oligarquías, y unos traicionados, que es el pueblo, lograr esa confianza se pone cuesta arriba. Es como si fuese el pueblo el que pensó esa utopía, como si algo hubiera asegurado que esa Gran Colombia que Bolívar imaginó hubiera llevado a la felicidad de los pueblos. ¿De dónde sale la idea de que eso pudo haber ocurrido? No hay una relación entre que esa articulación hubiera traído como consecuencia la felicidad de los pueblos, la justicia social; sin embargo, cierta corriente del pensamiento latinoamericanista lo cree así. Bolívar tenía un proyecto imposible como hombre, pero el carácter utópico se lo da después la continuidad del mito, como el profeta que tenía una verdad para revelar y fue traicionado.

Es curioso también cómo, dependiendo de la época, la misma figura puede ser instrumento político de derechas y de izquierdas. Es el caso de Simón Bolívar, que en Venezuela y Colombia ha servido de símbolo para ambos bandos.

Hay un historiador muy interesante que se llama John Lombardi; es norteamericano y conoce muy bien Venezuela. Él habla del significante vacío, que es un ícono al que se le puede dar el significado que interese: de derecha, de izquierda, religioso. Bolívar queda convertido en un objeto de uso y es el discurso el que le da la valoración. El mismo Bolívar ha sido representado como un hombre conservador, de derecha, o como socialista. El asunto es revestir a ese significante vacío o a ese objeto con la valoración que solícitamente se le quiera dar, porque hay una garantía: que el objeto no lo tienes que explicar; ya todo el mundo lo conoce y lo venera. Lo que hay que hacer es darle las cualidades y orientarlo como quieras. De hecho, es muy claro cómo el discurso actual de la revolución bolivariana coincide con la idea del Bolívar socialista, del bolivarianismo unido al socialismo que estaba en algunos de los guerrilleros de los años sesenta. Tampoco es una invención absoluta de Hugo Chávez. En el fondo, hay una degradación del Libertador en ese uso muy politizado y absolutamente abusivo de su figura.

¿Qué es lo que hace que los héroes venezolanos de la Independencia sean parte del debate político presente, que no estén descansando en los panteones como ocurre en otros países?

Para que los héroes estén tranquilos en el panteón tendrías que confinarlos al pasado, aceptar que los padres de la patria pertenecen al pasado y merecen el respeto y la veneración que todos los países y todas las sociedades sienten por sus referentes colectivos y fundadores. Pero eso no ocurre en Venezuela porque han sido tomados como elementos de valoración. Por esa razón están vivos y en ello ha contribuido muchísimo el discurso oficial de los gobiernos, la educación formal, la educación de niños, los medios. Es decir, quienes los mantenemos vivos somos nosotros, es el propio discurso de las sociedades. De otro modo, ocurriría como en otros países: si vas a Estados Unidos hay una reverencia por George Washington, por Thomas Jefferson o por Martin Luther King, por ejemplo, por quienes son considerados las piedras fundamentales de una sociedad. Pero cuando se otorga a esas figuras el carácter de valoración viva, de ejemplo en constante circulación, cualquiera se siente héroe. De hecho, el imaginario venezolano tiene un gran culto por lo que es irreverente, valiente, atrevido, alzado; esa es una degradación de los valores heroicos.

¿Por qué esa valentía no necesariamente está asociada a la realización?

No, es sólo el gesto de ser valiente, irreverente, alzado, que puede incluso estar asociado a cuestiones antisociales, como ocurre con las valoraciones que puede tener la delincuencia del guerrero. El delincuente también se vive como guerrero. Entonces, esa valoración no está asociada a ninguna realización; por el contrario, si algo se está realizando, alguien surge para desestabilizarlo y desmontarlo, con la idea de que lo nuevo siempre es mejor que lo viejo y de que hay que ser revolucionario. ¿Revolucionario para qué? Detrás de eso suele haber un pensamiento completamente vacío. Es también un sentimiento degradado de esa sensación de que los héroes siguen sueltos y que cualquiera puede encarnarlos.

Y cuando las aspiraciones del revolucionario no se concretan, la razón suele ser que hay un agente externo que lo impide.

Sí, puede ser, porque existe un antihéroe o porque la utopía no se cumple. De hecho, la utopía no se puede cumplir, es fundamental que no se cumpla. Tal vez exagero al decir que esto es así en todo el imaginario venezolano, pero no creo que exagero al decir que esta valoración predomina de alguna forma.

Hasta el momento hemos hablado de mitos asociados a la Independencia que nos anclan como sociedad. ¿Existe algún mito derivado de ella que pudiésemos valorar como positivo?

Lo positivo es que todo ese proceso independentista, esa revolución social que fue la Independencia, es un referente común, que asienta las esencias nacionales, las identidades nacionales, que son indispensables para que la sociedad se reconozca como un colectivo. Es un proceso que construye historia y, vinculado a eso, hay una especie de orgullo de la venezolanidad, pues es Venezuela la que lidera la emancipación y exporta todo el proceso a otras provincias de la región. Pero sería más positivo aún que este proceso se quedara en el pasado, que la Independencia se diera por consolidada y resuelta, y no como algo que hay que seguir haciendo. Que asumamos que la Independencia de Venezuela está resuelta y no hay que volverla a hacer sería más saludable. En cambio, se le ve como un proceso no culminado, porque no se ha logrado la revolución total.

Por otra parte, la sociedad venezolana ha asumido que ninguna de sus realizaciones futuras podrá equipararse con la Independencia, ¿cierto?

Sí, la Independencia es un techo. Yo lo he podido observar conversando con personas muy jóvenes, con estudiantes, a quienes les es muy difícil imaginar algo importante en la historia de Venezuela más allá de la Independencia. Obviamente, eso no es culpa de la Independencia ni de los héroes. El problema y la responsabilidad es qué se ha contado de la historia de Venezuela para que los jóvenes, las nuevas generaciones, no puedan identificar ningún episodio importante distinto a la emancipación. No es que esté mal que se reconozca la importancia de la Independencia; el problema es que han pasado doscientos años ¿y no hay nada positivo en esos doscientos años? ¿No ha ocurrido ninguna otra cosa interesante? La responsabilidad allí no es totalmente de los jóvenes, sino de la manera en que se concibió la valoración de la Independencia, que entonces se convirtió en un techo. Es como si lo único importante que ha hecho la sociedad venezolana es la guerra de hace doscientos años. ¿Qué más se ha construido? Los jóvenes responden que nada más. Esto representa una pobreza extrema para el imaginario colectivo, respecto a la cantidad de circunstancias de la historia de la sociedad venezolana de las cuales las personas pudieran sentirse orgullosas, con las cuales los venezolanos pudieran sentirse reconfortados.