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Sobre la búsqueda del paraíso

Los reinos

Una vez acompañé a Marcelino Madriz a una fiesta a San José de Río Chico. Fue un viaje al interior, sin mar ni sello en el pasaporte, acompañado de una grata conversación que se adentraba en ancestros y paisajes. Mientras cruzábamos la densa frondosidad de Barlovento, Marcelino advirtió que yo no sabía distinguir un jabillo de un cedro, entonces me dijo preocupado:

—Tienes que aprender a distinguirlos… ellos vienen siendo tus primos lejanos.

A partir de esa frase caí en un mágico encantamiento. Me sentí atravesando el jardín de mi casa, pero esta vez era un hogar enorme, esférico, con recintos multicolores abiertos a la plenitud del cielo. Mi mirada se hizo por unos instantes generosa, familiar, panteísta, animal y vegetal a un mismo tiempo. Duró poco esta visión. Al poco tiempo volví a tener los mismos ojos displicentes de quien observa el paisaje desde la ventana de un carro y sólo percibe imágenes distantes, fugaces. Ese día caí en cuenta de mi ambigua relación con la naturaleza, llena de ignorancias y confusos anhelos.

Octavio Armand me contó de una experiencia similar. Acompañaba a un viejo a buscar hierbas curativas en el bosque, cuando, de pronto, lo vio adelantarse y hablarle a un samán. Cuando Octavio preguntó qué significaban aquellos rezos, el ayudante del curandero explicó:

—Le está pidiendo permiso al árbol para entrar al monte.

Dice Octavio que aquel anciano lo inició, sin dogmas ni teologías, en el mundo de lo sagrado: “Supe que los bosques tienen puertas”. Pocos hombres son capaces de advertir que los animales, las plantas y las piedras coexisten en un único reino, en una misma familia, en un solo hogar ecuménico donde todo comulga una misma fe.

En un texto llamado Jardines, Octavio nos sugiere que “barajados como naipes, pasamos de un reino a otro, adivinando un probable exilio”. Primero nos da varios ejemplos de cómo la botánica a veces se rinde ante la zoología; de esas alusiones vienen “las aves del paraíso, las cucarachitas, los pavones amarillos”. Todos son “nombres de árboles y arbustos que insinúan el acecho del reino animal”. Hay también “colas de pez, cachos de venado, crestas de gallo, dientes de león y uñas de danta”. El reino vegetal incluso “se acerca a nuestro propio cuerpo con enmarañados indicios de crímenes, dramas e intrigas, como en las lenguas de suegra, gotas de sangre y corazones de hombre”. Y termina Octavio dando un ejemplo que ilustra nuestra historia americana: “el bastón del emperador y el indio desnudo todavía resumen la conquista y la colonización de América”.

Los hombres hemos pretendido sustraernos a este concierto, a esta fusión de los reinos pretendiendo constituir un reino exclusivo y aparte. Petrarca criticaba la pretensión averroísta de conocer los secretos de la naturaleza: “¿De qué me serviría conocer la naturaleza de las bestias feroces, de los pájaros, de los peces y las serpientes, si ignorase o despreciase la naturaleza del hombre?”. Tiene mucha razón cuando señala la importancia de saber “el fin para que hemos nacido, de dónde venimos y adónde vamos”, pero muy poca cuando separa la naturaleza del hombre de las otras criaturas. Este error constituye un círculo vicioso que nos ciega y nos degrada. Desde hace ya demasiado tiempo los equívocos de nuestra relación con la naturaleza se han ido haciendo incendiariamente ciertos. Nos estamos sumergiendo en una creciente espiral que nos deshiela y nos sofoca. Alguien decía que cada vez que una especie se extingue perdemos más referencias y conocimientos que en la quema de la biblioteca de Alejandría. Muchos limitan las causas, consecuencias y soluciones a lo ecológico, cuando el origen del problema debe andar por algún lugar de nuestras almas y sus pretensiones de aislamiento, de nuestras más orgullosas conciencias y persistentes inconciencias.

El primer parque y el primer jardín

Examinemos el primer ejemplo de una relación entre Dios, el hombre, la mujer, los animales y la naturaleza. En el Génesis, apenas Yhave termina la creación del mundo, decide inaugurar el Edén, primer parque temático en la historia de la humanidad, el cual incluía un rectángulo llamado Paraíso, donde se podía andar desnudo y sin ninguna preocupación. ¿Cómo pensar que allí estaban dadas las condiciones para un conflicto en el que participarían las culpas y las dudas, las verdades y las mentiras, el bien y el mal, las seducciones, las promesas y amenazas? En este idílico contexto, que sólo anunciaba paz y felicidad, se van a inaugurar los efímeros premios y los inevitables castigos que han conducido nuestra altiva y errática relación con la creación.

Este Paraíso, de precisos límites, tenía “árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en el medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Todos conocemos lo que estaba por suceder: Yhave le prohíbe a Adán que coma de los frutos del “árbol del bien y del mal”, pues moriría sin remedio. Luego aparece la serpiente, “la más astuta de todos los animales del campo”, y le dice a Eva que es mentira tal advertencia: “Es que Dios sabe muy bien que el día que coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como los dioses, conocedores del bien y del mal”. Y como Eva vio que la fruta era apetitosa y excelente para adquirir sabiduría, comió de ella y se la dio a Adán. Entonces el jardín dejó de ser un lugar de paz y mansa desnudez y se convirtió en un escenario de culpa y confusión. Adán y Eva se sintieron desnudos y se taparon con unas hojas de palma. Yahveh, que “se paseaba por el jardín a la hora de la brisa”, notó que el hombre y la mujer se ocultaban, y en seguida supo que habían comido la fruta prohibida. Vinieron entonces los desmedidos castigos de Dios: la incitante serpiente fue condenada a arrastrarse sobre su vientre y a comer polvo; a la mujer le dijo: “parirás con dolor y tus apetencias irán hacia tu marido, quien además te dominará”; y, por último, maldijo a Adán: “con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado”.

Al final Yahveh comenta y ordena: “¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre”. Para evitar esta posibilidad los echó del jardín del Edén y puso en la puerta una “llama de espada vibrante” que guardaría por siempre el camino al peligroso y tentador “árbol de la vida eterna”.

De esta primera historia bíblica vale la pena explorar algunos cabos sueltos. Lo más notable es que la culebra, desde entonces tan vilipendiada, estaba planteando la verdad: el fruto prohibido no acarreaba la muerte sino la conciencia del bien y del mal, una pertinaz condición que nos acercó a los dioses, y el primer paso para llegar al otro árbol, el que nos daría vida eterna y, por lo tanto, nos haría exactamente iguales a Dios. El omnipotente y paranoico Yahveh era el que mentía.

Esta expulsión cambiará las condiciones en la totalidad del parque. El hombre ha sido expulsado de un jardín que era un paraíso, al cual siempre soñará con volver, pues sabe que allí lo aguarda el árbol de la vida eterna, aunque resguardado con una llama de espada vibrante. Al mismo tiempo, el hombre sentirá que la sabiduría, la curiosidad, la ciencia, la conciencia de su propia condición, se oponen a ese lugar de absoluta felicidad y dificultan tremendamente su acceso. Sólo en un estado de perfecta inocencia será posible acceder otra vez a ese jardín. La paradoja es terrible, pues, mientras más la entendemos, más parece alejarse la solución. Lo intuyó Marcel Proust en su frase:

No hay más paraísos que los perdidos.

Y también Rafael Alberti en su poema:

¡Paraíso Perdido!
Perdido por buscarte,

Uno de los dos hijos de Adán y Eva buscará una alternativa. Después de matar al cazador Abel, el agricultor Caín fundará Enoch, la primera ciudad citada en la Biblia. Como el parque ahora era inhóspito, lleno de espinas y abrojos, hacía falta una ciudad que constituyera una suerte de segunda naturaleza donde el hombre intentara encontrar la bienaventuranza, el regocijo y todas las confortables condiciones del paraíso perdido. Algo similar sucede con Roma, que también cuenta en su origen con un asesinato, pues Rómulo mata a Remo por violar una de las leyes fundacionales y no tomarse en serio los límites de la ciudad. Pareciera existir una relación entre lo urbano y los fratricidios.

A partir de esa abrupta, y quizás injusta, salida del paraíso, los hombres han ido dando bandazos entre la búsqueda del “árbol del bien y del mal” y el “árbol de la vida eterna”; entre las amenazas de Dios y las aclaratorias de la serpiente; entre considerar a la tierra como un polvo seco, que es nuestro origen y destino, o como una promesa paradisíaca; entre añorar al parque como una parte integral de nuestras vidas o como un jardín que sólo puede recrearse a través de artificios; entre asumir a la naturaleza como algo profano y peligroso, o como un lugar sagrado y propicio al encuentro con Dios y sus reglas inexplicables.

La búsqueda del Paraíso

Todas las civilizaciones han participado en la búsqueda del paraíso perdido. Este afán es un requisito inevitable de toda cultura que pretenda hacer de su “cultivar” una aventura trascendente. El nombre “Edén” es una palabra de origen akkadiano que define a una región geográfica; mientras que la palabra “paraíso” se refiere a un lugar más específico: un huerto o jardín situado en la parte oriental del Edén. “Paraíso” procede del persa pairidaeza, “cercado”, que es un compuesto de pairi-, “alrededor” y –diz, “crear”, “hacer”. De manera que “paraíso” es casi un verbo al llevar en su etimología la acción de cercar, de crear un adentro y un afuera, una exclusión y una inclusión.

Algunos dicen que los griegos desarrollaron un concepto de jardín más ligado a la religión que al esparcimiento. Yo diría que era más filosófico que religioso. Las largas avenidas plantadas de árboles donde se intercalaban estatuas de los dioses eran paseos ideales para conversar y meditar. Algunos filósofos fueron fanáticos de la jardinería. Teofrasto escribió, además de Los caracteres éticos, los tratados De Historia Plantarum y De Causis Plantarum, y cuentan que recibió en herencia un jardín de su maestro Aristóteles. También Epicuro poseía un jardín que sería un lugar ideal para impartir sus enseñanzas sobre cómo enfrentar el temor a los dioses, a la muerte y al futuro. La sabiduría se expresaba y se recreaba en bellos jardines. Tres siglos más tarde serían célebres los de Ptolomeo en Alejandría; era tan lógico que un geógrafo, acostumbrado a representar el mundo, incluyera entre sus posesiones un pequeño paraíso.

La afición fue llevada a Roma por Lúculo, un general célebre por sus fastuosidades. No fue un filósofo y escribió poco, pero aficionó a los romanos a la cereza, el melocotón y el albaricoque. Los frescos de Pompeya y la arquitectura de la Villa de Adriano son un homenaje y una celebración al esplendor de los jardines en las casas de los ciudadanos y de los emperadores.

Al finalizar el mundo clásico se fueron esfumando estos ejemplos magníficos de jardinería. Serían los poderosos de Bizancio y luego los árabes en España quienes mantendrían esa recreación del paraíso perdido en sus jardines. Estos de una manera más explícita, pues el concepto islámico de un jardín es, literalmente, la representación terrenal del paraíso que el Corán promete a sus fieles.

Renacen en Europa los jardines

La palabra “jardín” se comienza a utilizar en Europa durante el siglo XII. Al principio está circunscrita a la practicidad de un huerto. “Jardín” parece provenir del anglosajón a través de gart, “círculo”, o de geard, “cercado”. De nuevo aparece el cerco, pero esta vez referido más bien a protegerse de animales salvajes y ladrones.

El jardín botánico surge con verdadera fuerza durante el Renacimiento como parte de un gran interés enciclopédico. En 1545 se inauguró uno en Padua y otro más en Florencia. El de Padua adquirió gran importancia por formar parte de su prestigiosa universidad. Sus alumnos y profesores considerarían a este jardín como un libro de texto abierto al cielo y arraigado en la tierra.

Al mismo tiempo, los artistas comenzaron a buscar en la naturaleza lecciones, referencias, escalas y modelos. Lorenzo Ghiberti explicaba: “Para lograr dominar los principios básicos del arte me he dedicado a investigar la manera en que la naturaleza funciona”. Siglos después, el filósofo del arte, Heinrich Wölfflin, ampliaba esta misma idea: “La naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura”.

Este regreso al mundo clásico se alimentaría de todos los recetarios que ofrecían los antiguos tratados. Renacían experiencias olvidadas por más de un milenio, luego era factible que los hombres también pensaran en la recuperación del paraíso, sólo que ahora pretendían ser más escépticos, más científicos y racionales. Aparecen nuevos tratadistas, quienes ahora dispondrán de un mundo más explorado. Carolus Clusius, un médico de la corte de Maximiliano II, realiza en 1573 descripciones científicas que seguían los principios de Teofrasto. Viviendo en Leiden, pudo obtener las muestras de plantas y animales que llegaban a Holanda en barcos provenientes de remotas latitudes. Su libro describe numerosas especies desconocidas hasta entonces en Europa, como la quina, de la cual se extrae tanto la quinina como el amargo de Angostura, y el llamado Pingüino de Magallanes.

América, una segunda naturaleza

La quinina y el pingüino de Magallanes que tanto maravillaron a Carolus Clusius venían de América, un continente que ampliaría el registro y las resonancias del paraíso perdido. A Europa le tomó mucho tiempo entender la precisa ubicación, el tamaño definitivo y la verdadera naturaleza de este nuevo continente.

Cristóbal Colón escribe en su tercer viaje las primeras y más decididas referencias al ubicar el paraíso terrenal en la península de Paria. Comienza por explicar que el mundo no es redondo, “sino que tiene forma de una pera, salvo allí donde tiene el pezón o punto más alto; o como una pelota redonda que tuviere puesta una teta de mujer en la parte más alta y más próxima al cielo”. Colón llama a esta región “Tierra de Gracia” y concluye: “muy asentado tengo en mi ánima que allí se halla el Paraíso Terrenal”. Luego añade, para ceñirse aun más a nuestro tema: “llamé a este lugar Jardines porque esto asemeja”.

El eurocentrismo iba a prevalecer sobre esta posible ubicación del paraíso. Todavía en el siglo XVIII, el categórico Conde de Bufón propone en su estudios de Historia Natural que América es un mundo joven y pantanoso, donde proliferan los insectos monstruosos, escasean los cuadrúpedos y los animales domésticos del Viejo Mundo se achican o se hacen estériles. “El clima de estas tierras extensas, hostiles a la grandeza, son causa de que todo lo europeo se degrade. Sólo los batracios son gigantescos y, en compensación, los animales feroces resultan ridículamente pequeños”. Incluso los hombres salen malparados: “el salvaje es débil y pequeño en cuanto a sus órganos de generación. No tiene ni vello ni barba y carece de ardor para la hembra”. Voltaire agregará que los leones son calvos. Según el holandés Cornelius De Pauw el americano no es débil por ser bueno, como proponía Bartolomé de Las Casas, sino por ser un degenerado. Hegel pronunció la sentencia más contundente: “América del Sur es antes naturaleza que historia”, por lo tanto quedaba fuera del reino del espíritu.

Para estos eurocentristas desaforados, América era un continente apenas recién salido de las aguas, nuevo, inmaduro, aún intacto, en el cual el hombre no ha podido hacer todavía nada memorable. Al menos Bufón le abría posibilidades al futuro: “Dentro de algunos siglos, cuando se hayan roturado las tierras, talado los bosques, encauzado los ríos y controlado las aguas, esta misma tierra ha de devenir la más fecunda, la más sana y la más rica de todas”.

Para otros, América fue desde el principio tierra de buenos salvajes, de liberación y de promesas, la Nueva Jerusalén, cuna de varias utopías. En este nuevo continente se buscará el Paraíso Terrenal, la Fuente de la Juventud, el Dorado, la Isla de las Amazonas, las siete ciudades de Cíbola y Quivira, prodigiosas regiones de oro y turquesas.

Lo que va a prevalecer es un mundo con dos caras, con dos acepciones. Hasta los caníbales de Montaigne, tomados de nuestros caribes, constituían una prueba de inocencia y de maldad. Shakespeare se inspirará en ellos para crear su salvaje Calibán en La Tempestad. En tierras del rechoncho y deforme Calibán, naufraga un europeo y proclama que allí “dispondría todas las cosas al revés de como se estilan, no admitiría comercio alguno, ni nombre de magistratura; no se conocerían las letras, nada de ricos y pobres y uso de servidumbre, nada de contratos, sucesiones, límites, áreas de tierra, cultivos, viñedos…….”. Shakespeare ha calcado la descripción sobre la sociedad caribe que había hecho Montaigne en su ensayo. Del paraíso americano se extrae al mismo tiempo una utopía y un salvaje indigno de ella.

El psicólogo James Hillman escribió en La cultura y el alma animal que nuestra entrada a la historia oficial se inició con un espíritu de novedad. La civilización estaba harta de envejecer cuando logró recomenzar gracias a la fantasía de un Nuevo Mundo. En la historia del “antes” y el “después”, América fue concebida como una especie de anterioridad posterior e inferior. Hillman culmina con un axioma: “La novedad continúa siendo la prisión de las Américas”. Oscar Wilde ya lo había dicho de otra manera: “La juventud de América es su tradición más vieja”.

Por muchos siglos sería difícil concebir parques y jardines en un territorio donde la naturaleza era inmensa, amenazante, incomprendida, diferente a los modelos de los conquistadores. Cuando América se independiza y se da cuenta del enorme recurso que tiene en sus manos, surgen miles de experiencias. Examinemos brevemente dos ejemplos magníficos. Uno es la labor de Frederick Law Olmsted en la segunda mitad del siglo XIX. Su cartesiano Central Park en Nueva York representa el triunfo de la ciudad sobre la naturaleza. Ya no se trata de un Edén infinito que rodea a lo urbano; se ha invertido la receta; ahora un paraíso de 341 hectáreas está definido y delimitado por la obra del hombre, por una mancha urbana inmensurable que da un poder casi mágico al rectángulo verde. Olmsted celebra la suerte de poder “diseñar las líneas, describir los colores, dirigir las sombras de una pintura tan grande que la naturaleza se desarrollará en ella por generaciones, antes de revelar la totalidad de sus intenciones”.

A mitad del siglo XX, Luis Barragán diseñará en ciudad de México una obra más sutil al crear la urbanización del Pedregal de San Ángel en tierras agrestes y volcánicas. Aquí realizará una fusión entre arquitectura y naturaleza que será a la vez vernácula y universal. Tomando elementos del Mediterráneo y de su Jalisco natal, Barragán articula un lenguaje donde se juntan gruesos muros, brillantes colores, el agua en reposo y en movimiento, jardines y recintos, gradaciones de luz y de sombra. Con estos episodios y secuencias, Barragán abre paso a un mundo donde pueden dialogar más íntimamente la ciudad de Caín y el paraíso de Adán, a través, según sus propias palabras, de “belleza, embrujo, sortilegio, encantamiento, serenidad, silencio, misterio, asombro y hechizo”.

De los jardines de Caracas a los parques de Venezuela

En el primer plano de Caracas, dibujado por Diego de Henares en el siglo XVI, los árboles aparecen como unos hombrecitos aleteando los brazos desde las faldas y topes de las montañas, pero ninguno se atreve a acercarse al riguroso damero. Así fue por mucho tiempo. El acto mismo de fundación consistía en cortar ramas a golpe de espada. Por mucho tiempo la oposición entre ciudad y naturaleza fue total. En la historia de este enfrentamiento nadie supera al gobernador Francisco Cañas y Merino. Arístides Rojas lo califica de “cruel, feroz, asesino, voluntarioso, vengativo, codicioso y corrompido”. En 1713 Cañas y Merino mandó a talar todos los árboles de Caracas. Su campaña sanitaria insistía contra el cují, pero también se talaron aguacates, plátanos y naranjos. Esto explica porqué Alexander von Humboldt se preguntaba un siglo después por qué no había árboles seculares en Caracas.

Fue en 1800, justo entre dos siglos, cuando Humboldt subió al tope de la Silla de Caracas —el primero en hacerlo— y comentó ante la inmensidad del paisaje: “Un país sin población se presenta al habitante de la Europa cultivada como una ciudad abandonada por sus habitantes. Cuando se ha vivido por varios años en las selvas de las regiones bajas o en las faldas de las cordilleras americanas, ya no nos asusta una soledad tan vasta. Uno se acostumbra a la idea de un mundo que no sustenta sino plantas y animales, donde el hombre no ha dejado de oír jamás el grito de la alegría o los acentos lastimeros del dolor”. Esas palabras fueron dichas pocos años antes de la independencia. La ciudad colonial permanecía rodeada y temerosa de una naturaleza aún hostil; para algunos demasiado fecunda, para otros obstinadamente inmensurable.

Antonio Guzmán Blanco fue uno de los primeros en abrir, de una manera franca y decidida, las puertas de la ciudad a los árboles. De accidentes profanos pasaron a ser majestuosos ornamentos en la plaza Bolívar y en bulevares alrededor del Capitolio. El Calvario dejó de ser cerro y comenzó a llamarse parque.

Medio siglo más tarde la ciudad comienza a extenderse hasta ocupar buena parte del escenario contemplado por Humboldt. La Caracas del damero, de parroquias y cuadras, patios y plazas, pasó a ser una sumatoria de urbanizaciones, quintas, jardines y parques; también de marginalidad y despiadadas informalidades. La ciudad traspasó los límites de su escenario histórico para emprender una aventura geográfica y avasallarse sobre colinas, quebradas y valles, hacia el sur, hacia el este y el oeste. Mi padre una vez me dijo: “Caracas es una ciudad atacada por sus habitantes y defendida por su topografía”.

¿Quiénes intentaron comprender y valorar el paisaje durante ese proceso? ¿Quiénes hicieron relevante lo que estaba ante nuestros ojos? Lo iniciado por Bellerman y Tovar y Tovar en el siglo XIX lo continuaron los pintores de la escuela de Caracas a principios del XX, como Cabré, Monasterios y Pedro Ángel González, comenzando por los extremos de Catia y Petare.

La pintura señaló una riqueza que se concretaría en las investigaciones y las propuestas de hombres de ciencia. Muchos vinieron de Europa sin injustos eurocentrismos, con el amplio espíritu de Humboldt y, muy pronto, como verdaderos enamorados de América. Voy a nombrar apenas algunos de los héroes que abrieron las puertas a nuestros bosques, llanos, selvas y montañas.

Adolfo Ernst, quien realizó estudios de etnobotánica, trabajos antropológicos sobre guajiros, ayamanes y waraos, sobre las placas líticas de Los Andes y sobre petroglifos.

Henry Pittier quien a la edad de 62 años culminó su labor de botánico y fitogeógrafo en Venezuela y fue el creador del primer Parque Nacional del país.

Francisco Tamayo, de quien, con sólo enumerar algunos de sus libros, uno ya admira la amplitud de sus pasiones: Exploraciones botánicas en la península de Paraguaná, Ensayo sobre el arte pictórico de los caquetíos y gayones, Datos sobre el folklore de la región de El Tocuyo, Estudio del medio xerófilo venezolano, Conservación de recursos renovables en el estado Trujillo, Árboles en flor de Venezuela, Ensayo de clasificación de las sabanas de Venezuela, Zonas de vida de los llanos centrales, Léxico popular venezolano.

Y Tobías Lasser, un fundador que murió hace pocos años, creador del Jardín Botánico de Caracas, de la Facultad de Ciencias y la Escuela de Biología en nuestra Universidad Central.

Una vez más artistas y sabios revivían la búsqueda del paraíso. Sólo faltaba la acción creadora de los arquitectos paisajistas. Hoy recuerdo a dos que ya no están con nosotros: Roberto Burle Marx y Fernando Tábora. Tuve la suerte de ver a Burle Marx preparar una enorme ensalada de frutas adornada con hojas y flores; me conmovió pensar que esas mismas manos de niño feliz habían diseñado el Parque del Este.

La gesta de esos hombres parece ahora languidecer. Hay que partir de una acuciosa historia de nuestro paisajismo y sentar desde ella las bases para una nueva acometida. Nuestra legislación urbana debe declarar a la naturaleza protagonista principal en el diseño de nuestras ciudades. En Túnez una ley establece que ningún edificio será más alto que la palmera más alta. Hay un hermoso ejemplo de esta política en las avenidas de La Florida que llevan los nombre de sus árboles: “Los samanes”, “Los jabillos”, “Las acacias”… Estos “primos lejanos” aún prevalecen sobre los edificios que han ido sustituyendo a las antiguas quintas.

En sus consideraciones sobre las partes de la arquitectura, Leon Battista Alberti analizaba en el siglo XVI a los “aires pestilenciales y a las brisas amables que antes han pasado por bosques, a los ángulos del sol, a las vísceras de la tierra y a los altos cielos anunciándose en diversos tipos de nubes”. Todo esto para Alberti es tan parte de la arquitectura como los muros y las particiones de la casa. El paisajismo tiene mucho que ver con esta sucesión de fenómenos y contextos, por lo tanto debería ser la primera instancia, el punto de partida del pensamiento arquitectónico; sin embargo, hoy suele ser la última etapa en el proceso de diseño. Los paisajistas son considerados los últimos convidados a la fiesta del diseño. Ellos están siempre entre los que llegan después, a veces demasiado tarde. Vienen a cumplir con la máxima que establece: “los médicos cubren sus errores con tierra, los arquitectos con hiedra”. El paisajista ha pasado a ser en la ciudad un invitado de relleno, cuando la verdadera tarea del paisajista es fundacional.

La esencia de la personalidad de Caracas está en su naturaleza. Ella es tan bella y omnipresente que nos adormece. El Ávila, la luz y las brisas nos convierten en alucinados espectadores de profusos dones. Comprender de una vez por todas que en esta ciudad el paisaje es el principal escenario le otorgará a nuestra arquitectura un justo, sereno y clarividente segundo lugar; sólo así nuestro esplendor dejará de ser la causa solapada de nuestra miseria física y espiritual. El paisaje es nuestro principal patrimonio y debe ser nuestro más fecundo matrimonio, la primera y la última referencia. Los paisajistas tienen que plantear las directrices fundamentales de lo urbano, deben ser los sumos sacerdotes de esta ciudad que se abre al cielo como una invocación.

No debemos temerle a la sentencia de Hegel: “América del Sur es antes naturaleza que historia”. Ya hemos recorrido muchos caminos, eventos y episodios; pero no es sólo la historia la que nos otorga la llave al reino del espíritu, también la geografía tiene una espiritualidad, una poesía, unas lecciones, una ética y una estética. Así como existe un ancestro de órdenes griegas, de Leyes de Indias, tratados de Alberti y casas de Palladio, hay también un parentesco de aguaceros, de ardiente luminosidad y otras exuberancias que nos unen a lo largo de la franja del Trópico a los de Cáncer y Capricornio, a los de Occidente y Oriente. En tiempos de perplejidades históricas bienvenida sea la inexorable geografía.

Pertenecemos a una geografía de jardines y parques, de plazas y patios, costas y desiertos, montañas y valles, penumbras y deslumbramientos, humedad y rocas, mares y ríos, jardines que se deben a imaginativos creadores y jardines que existen gracias a prudentes protectores. Quien participe en esta aventura encontrará un mundo siempre por conquistar y ser habitado, un paraíso donde estamos por enfrentar nuevas tentaciones. El jardín de ese inmenso hogar es nuestra patria. Bastará con unir nuestra historia a nuestra geografía para consustanciar ambas realidades en un mismo paraíso.

La naturaleza es siempre un renacimiento, un reencuentro, una sorpresa. Todo árbol es una lección sobre el bien y el mal. Todo árbol es una promesa de vida eterna. Si queremos disfrutar de esos dones debemos comprender que “la naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura”. Puede que no sea cierto que el mundo sea como una pera, pero si debemos convertir en una atesorada verdad que habitamos una “tierra de gracia” con múltiples versiones del “paraíso terrenal”.

Un texto del siglo XII llamado Sakutei-Ki, contiene instrucciones para construir un jardín japonés. Sus enseñanzas se basan sobre el principio de un “equilibrio inestable”, siempre a punto de romperse. Son ejercicios que enseñan a cumplir los deseos de las rocas, a respetar el genio del lugar, a encontrar belleza en lo imperfecto y en lo inacabado. Si se violan estas normas, “el dueño de la casa caerá enfermo, la casa caerá en ruinas y llegarán los demonios”.