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Ya te lo dije: traigo de todo

Si enciendes un habano al aire libre en la zona vieja de Cartagena tienes que enfrentar al viento. Una brisa constante, con ráfagas caprichosas, que se empeña en arruinar tu cigarro de 10 dólares sin respeto alguno por el arte. También debes vértelas con el calor y la humedad que se confabulan para derretir los tres hielos que pediste con tu whisky hasta dejarlo como un caldo insípido.

Y eso no es todo.

Apenas al sentarte, digamos en un lugar del restaurante San Pedro, para fumar y apreciar la esplendorosa fachada de la añeja iglesia de San Pedro Claver pintada de amarillo por la luz de los focos, el campo de visión sufre constantes interrupciones: alguien a lo lejos siempre te ofrece algo.

Y allí estás, rodeado de esculturas de metal que representan con cierto grado de orgullo al cartagenero común, al de los oficios tradicionales, la mujer cosiendo, la morena de las frutas, gente humilde de material macizo condenados por un artista a ejercer su trabajo quién sabe si hasta la eternidad. Supones que están todos los que funcionan para la postal turística. Todos menos esos personajes de carne y hueso que se sientan justo al frente, allá en la acera, casi a las puertas de la iglesia.

Tienen café, cigarrillos, bolsos tejidos. Tienen o pueden tener lo que quieras, menos la libertad de acercarse a importunar al cliente. El humo de tu puro además crea un efecto: de alguna manera convoca a un desfile de vendedores que agitan ante ti cajas de pretendidos habanos, cajas de Cohiba que desde la distancia ya revelan su condición de estafa: burdas imitaciones para incautos que creen que el Caribe es una ganga.

Lo que se siente extraño es que no llegan hasta tu mesa. Pareciera que un muro invisible, algún campo magnético, les impide la aproximación hasta tu espacio. Algunos pasan, como una vitrina ambulante, sacudiendo su mercancía para llamar la atención. Otros sencillamente esperan, conversando entre ellos pero atentos a cualquier movimiento que ocurra de este lado de la muralla intangible en el que la vida parece un privilegio.

Y la verdad es que eso puede generar intranquilidad: ¿en qué momento llegarán hasta aquí?

De pronto, uno de esos a los que atrae el humo parece a punto de romper esta curiosa dinámica social. Y entra en acción alguien que hasta ahora permanecía casi estático: un vigilante privado que, sin decir nada, cruza en horizontal marcando con sus pasos la línea que no debe ser violada. Y el vendedor entiende de inmediato el mensaje y se ubica con sus semejantes pero con la mirada aún clavada en esta gente cuyos bolsillos presume rebosantes de pesos y billetes verdes.

Debe quedarse allá: nosotros, los de aquí, podemos traspasar la raya y de hecho, alguien se levanta y regresa con una caja de cigarrillos a la comodidad de su mesa con vino y morena incluida.

II

La Plaza de Santo Domingo es un espacio rectangular en el que no hay cabida para una mesa más. Unos ocho locales bordean el lugar y al frente la iglesia con sus puertas cerradas luce acosada por los mercaderes del templo.

El mobiliario al descampado es uniforme. Sólo se diferencian por las combinaciones de color de los manteles: naranja con azul, rojo con blanco, salmón con blanco, amarillo con rojo.

La estatua de una gorda de Botero –negra, como corresponde- le sirve a un trío de guitarristas como escenario de fondo mientras serenatean a una turista. De vez en cuando uno de los músicos recuesta su espalda contra la nalga rotunda cincelada por el célebre escultor que nunca supo de modelos anoréxicas: siempre será un alivio contar con esas geografías para descansar el cuerpo.

El desfile de vendedores es casi tan atormentante como el ruido: un bululú de voces que caen a los gritos, cascos de caballos de los coches que pasan por una de las calles Santo Domingo –es raro: todas las que bordean la plaza reciben el mismo nombre- y un sonido indescifrable de algarabía que lejos de amainar irá in crescendo mientras esta tarde se convierte en noche y me revela algo nuevo de Cartagena: debe ser el único destino turístico donde todos los iPods descansan enterrados en el fondo de los morrales.

No hacen falta: el soundtrack urbano es más poderoso.

Repito la ceremonia del puro y el escocés, atendido por Japi –así le dicen-, un mesonero del restaurante Marazul, a quien le intriga la libreta de notas y se anima a dar su visión sobre el problema de los comerciantes ambulantes: “Yo digo una vaina, es que a uno aquí le falta aprender mucho. Nos falta mucho. No han educado a los vendedores para que no molesten a los turistas. A mí, que soy de aquí, me molesta la vaina”.

– Pero los de acá no parecen tan insistentes.

– Una gente lo ve de una manera y otros de otra. Ahora mismo las señoras de allá me estaban diciendo que esto es muy bonito, que la comida estaba buena, pero se quejaron por los vendedores.

Conde de La Cruz es un restaurante vecino a Marazul. Tiene un segundo piso con balcones y -hay que decirlo- luce superior en un aspecto en particular: dos bellas trigueñas atienden aquí afuera y son un gancho efectivo a la hora de convencer a quien se acerca. Especialmente esa espigada de jean a la cadera que deja ver dos hoyuelos endiablados justo al final de su espalda. Y tiene además dos vigilantes: pantalón negro, camisa beige y un cinturón militar del que cuelga un rolo de madera. Casi no se mueven, en realidad. También deberían cuidar a los clientes de Marazul pero no parecen ponerle mucho empeño al asunto: “Es que allá les pagan más”, aclara Japi.

Así que termino recibiendo propuestas: cigarrillos, discos piratas, más tabacos falsos que bajan de precio ante un no, hamacas, pinturas con imágenes de la ciudad, camisetas deportivas, sombreros, collares y hasta la posibilidad de una caricatura trazada en vivo y directo.

Saturnino Castro vende en Santo Domingo y en la Plaza Santa Teresa. Le pregunto por qué tantos, como uniformados, utilizan la misma camisa azul: “Es que ésta es la identificación de Asovenarca, nuestra asociación, y es lo que indica que estamos autorizados para trabajar aquí”. Pero no le gustan mucho las preguntas: “¿Para qué quiere mi nombre?”. Dice que con la prensa no: “Aquí han venido, nos sacan fotos y después sale en el periódico que los vendedores somos esto o lo otro, o que nos quejamos y entonces nos perjudican”.

Japi regresa para insistir sobre la falta de educación de los comerciantes, pero sus propuestas para un mundo mejor son interrumpidos: “Gorras, lentes, gorras señor”.

Un poco más allá ocurre un extraño fenómeno: un tipo solo que debe ser un imitador: enciende un tabaco y pide un whisky en vaso corto. Por suerte no sacó una libreta Moleskine. Hubiera sido para salir corriendo. Al rato comienzo a envidiarlo: sí, mi Hoyo de Monterrey es un mejor puro que esa falsificación que él fuma, pero a su mesa acuden las dos trigueñas mientras que a mi me atiende Japi.

Unas mesas a la izquierda, Mr. Steve se queja de que no consigue un buen restaurante de comida italiana en la ciudad: estos gringos son una vaina… El mismo moreno flaco que hace rato va y viene le ha saludado a los gritos. Y le habla en inglés. Alguien intenta venderle joyas pero el míster sólo se ocupa de mirar a la coqueta mesonera que le atiende. Si hubiera cargado el iPod no me entero de que Steve vive en Costa Rica y que hoy en la mañana quiso llevarse a la muchacha a alguna isla vecina, pero nada: la negra escurrió el bulto –los bultos más bien-. Y se ufana ante el flaco de que tiene dos mujeres en Costa Rica. “Two is better than one”, le dice el moreno: “Ah, bandido”, le adula y el gringo es feliz porque alguien reconoce aquí su estatus de padrote: una tiene 40 años y la otra 30. “Ah, veteranas”, se decepciona el costeño.

Alguien, aparecido de repente, me entrega una tarjeta de la joyería cercana y me ametralla con palabras y preguntas. Es el Lucky, un moreno relleno y entrador capaz de hablar de cualquier cosa, y que esgrime un argumento que más tarde me llevará a hacer el tonto un rato viendo esmeraldas: el patrón le paga un curso de inglés y por cada persona que arrastre a la tienda acumula puntos para ese gasto.

– Do you speak english? Aaah, so, so…

Japi lleva 10 años de mesonero en esta plaza. Ahora cumplió 40 y se conoce a todo el mundo por acá. Vuelve al tema de los vendedores: “Si le compras a uno te caen varios y hasta te rodean”. Dice que los dueños de los restaurantes aquí no pueden hacer mucho contra eso: nadie quiere echarse de enemigo a esta gente.

Aunque hay algunos que sí.

No existe ninguna disposición legal que impida a los vendedores ofrecer su mercancía. Y no existe tampoco disposición alguna que permita a los dueños de restaurantes impedirles la aproximación a sus clientes. Pero se hace. El San Pedro, cuenta Japi, es una de las tantas propiedades de un italiano que posee una cadena de hoteles. Y no quiere que perturben a sus comensales: los vigilantes allí son implacables.

En cambio en Santo Domingo son más permisivos. Por eso suceden cosas así: “Ajá Venezuela, ese tabaco tiene tremendo aroma, ¿ah? Ese es de los originales, de los buenos…” Es Lucky que regresa atropellando frases que se me escapan hasta que, ya sentado y compartiendo mesa –mí mesa-, suelta lo que en realidad quería decir:

– ¿Venezuela, ya fuiste al Lombai?

– ¿Al qué?

– Al Lombai. Seguro no lo conoces porque es nuevo. Es un lugar bacano, con puras nenitas bien buenas, de 16 y 17 años, con las teticas así (señala hacia arriba con los dedos índices) Cuando quieras vamos, me llamas, ‘oye Lucky, vamos’, apunta ahí mi celular…

III

El sonido de un bandoneón procesado por la electrónica, un buen bife de chorizo, un lugar nada bullicioso, una plaza arbolada con artesanos que esperan sentados. De alguna manera evoco una noche en San Telmo en este rincón sorpresivamente tranquilo, pero de repente Cartagena se instala al otro lado de la Plazoleta San Diego con una descarga de tambores y bailes folklóricos que deja bien claro que no hay que confundirse: nada más lejos de ese barrio argentino que esta ciudad colombiana.

Allá al frente, en uno de los tres Juan del Mar, el presidente Alvaro Uribe suele matar el hambre cuando se queda en el Hotel Santa Clara. Aquí, en el resto-grill Tango Feroz estoy yo, mirando cómo sigue la oferta: “Tengo los habanos”, pasa uno de largo alzando las cajas de cigarros. Al rato otro ni siquiera habla: en pleno desplazamiento mira, saca al azar una cajetilla de Marlboro Light y mantiene su trayectoria cuando la respuesta es un giro de cabeza.

Hay vigilantes aquí en San Diego. Y no podría ser de otro modo. Los del Hotel Santa Clara imponen respeto y los vendedores ni se acercan a sus puertas. Y otros, de gris y azul, se encargan de espantarlos eventualmente de los Juan del Mar. Pero en realidad no tienen tanto trabajo. Beto, un joven bogotano que llegó hace unos pocos días a encargarse de Tango Feroz –un negocio familiar- explica que existe un acuerdo con los comerciantes de a pie: no pueden acercarse cuando los clientes están comiendo. Sólo después del postre.

Y sin joder demasiado.

Beto parece cartagenero aunque el tono pálido de su piel diga lo contrario y su acento cachaco lo delate. Pero sí, es como de Cartagena al menos en una cosa: no para de hablar. Ahora estamos en el segundo piso, en el balcón de un lounge con un solo cliente. Desde arriba hay una excelente visual de la plaza. Beto habla y sigue hablando: de la música del lounge, de cómo es esto cuando el presidente Uribe se hospeda en el Santa Clara, de cuando vio a Bill Gates… hasta que aparece el ciego.

De anteojos oscuros y bastón, el hombre carga una pequeña caja con mercancía variada. Se acerca golpeando una mesa en la que tres mujeres hace ya rato terminaron el café. Y Beto decide exigirle la retirada: “No puedes andar peleándote con ellos, a fin de cuentas están tratando de ganarse la vida, pero es que también pueden ser muy molestos”.

No ha terminado de bajar las escaleras Beto y el hombre gira sobre sus talones. “El ciego me vio y se fue”, informa al regreso.

– ¿Te vio?

– Sí, ese man no es ciego nada. Míralo un rato para que te des cuenta.

Decido emprender la caminata otra vez a la Plaza Santo Domingo para tratar de encontrar al líder de la asociación de vendedores de camiseta azul. Pero no hay suerte.

Japi aún no termina su turno así que se acerca aún interesado en los avances de mi historia:

– ¿Y entonces? ¿Qué más aprendiste hoy?

Sólo sonrío: no sería amable decirle que he aprendido que aquí casi todo el mundo tiene algo que vender porque llegan compradores para todo: desde un chicle hasta una niña. Y que casi todo el mundo siempre quiere sacarte algo. O ya te lo está sacando.