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Sobre Brujas y Troles

“Todas las personas, vivas o muertas, son pura coincidencia y no tienen por qué ser entendidas. Ningún nombre ha sido cambiado para proteger a los inocentes. A los inocentes los protegen los ángeles como cosa de rutina celestial.”

Kurt Vonnegut, Jr. (Bagombo Snuff Box)

Luego de fallidas negociaciones monopolizadas por la indecisión, el obsesivo compulsivo que llevo por dentro, resolvió que la respuesta debía quedar en manos del Universo: “Son las 3:03 y el taller comienza a las 3:15. Entonces, si luego de dar dos vueltas a Bryant Park, me encuentro en la puerta del edificio exactamente a las 3:10, entonces y sólo entonces, la decisión será: entrar.” El Universo habló. Para las 3:11 ya estaba en el ascensor rumbo al piso 14.

La cosa empezó mal. En vez de encontrarme a un futuro Nobel de literatura, la silla del profesor estaba ocupada por una diminuta viejecita con cierto aire de senilidad y un enorme yeso en la pierna. Su mirada, tan descompuesta como su peinado. Comenzó por excusarse por su temporal invalidez y por la presencia de lo que parecía un pakistaní (significativamente más joven que ella), a quien nos presentó como “su esposo.” “Mi esposo nos acompañará en nuestras sesiones.” Luego, entre tos y flema, advirtió que su trabajo no era enseñarnos a escribir sino hacernos escribir, por lo que, cualquier iletrado que no supiese escribir, debía retirarse del recinto. Inmediatamente, mi latinidad, difícilmente disimulable por mi afincado acento, se alertó.

Mientras imaginaba un centenar de excusas para que la Universidad de Nueva York me devolviese el dinero, la profesora Garrison afincaba su bastón en el suelo y, mientras hacía un esfuerzo sobrehumano por levantarse de la silla [espalda arqueada y ojos posados sobre el infinito] comenzaba a recitar un conjuro que cambiaría el rumbo de mis últimos días en la Gran Manzana:

“There’s a witch near my ear riding shotgun-
trying to pick off my sentences before they can crawl to the page.”

Ofrezco mi mejor traducción al criollo:

“Llevo una bruja [de parrillera] cerca de mi oído-
intentando robar mis oraciones antes de que logren arrastrarse hasta la página.”

El retumbe de sus palabras automáticamente borró la senilidad de su cara. Nos contó que éstas palabras no eran de ella sino de un alumno que había tenido hace muchos años y cuyo nombre, lamentablemente, no recordaba. A menudo me pregunto que será de la vida de ese alumno, poeta y filósofo, que con tan breves palabras describió a la perfección uno de los más grandes tormentos de los escritores. Admito que también me he llegado a preguntar, si aquello del estudiante no sería un cuento de carretera de nuestra vetusta profesora para escudarse (irónicamente) de ser juzgada por el grupo. Los ancianos suelen ser mentirosísimos, los escritores también.

La autocensura existe. Es muy difícil desligar a la ficción de la realidad, no importa lo fantástico del escrito. Siempre queda la duda de si este personaje se parece a la tía Julia o si tal personaje es la personificación del alcohólico del primo Adolfo. Por más imaginación que tengan los escritores de ficción, las mejores fuentes de inspiración siguen siendo la experiencia personal y la familia. Muchas veces, tanto la familia como el pudor del escritor, no estarán contentos con el resultado.

“¡Al diablo con el pudor!” La profesora nos leyó una de sus historias publicada en una revista literaria de Michigan, sobre sus aventuras (bastante subidas de tono) en un barrio de color del Milwaukee de los años cincuenta. Mientras leía, yo no podía dejar de ver al “esposo” y pensar “debe haber un largo trecho entre Milwaukee y Pakistán.”

Censurar es trabajo de otros, no de uno mismo.

Una de las mejores lecciones sobre escribir ficción corta que he recibido, fue a manos de mi mentor, Kurt Vonnegut, Jr. Un mentorazgo completamente ficticio que se ha estrechado desde que el mentor se convirtió en fantasma. Vonnegut tenía una lista de 8 reglas:

1. Usa el tiempo de un total extraño de manera que tu lectores sientan que no ha sido una pérdida.
2. Dale al lector, por lo menos, un personaje por el cual vitorear.
3. Todo personaje debe querer algo, así sea un vaso de agua.
4. Cada oración debe hacer una de dos cosas, revelar carácter o avanzar la acción.
5. Empieza tan cerca del final como sea posible.
6. Sé un sádico. No importa lo dulces e inocentes de tus personajes principales, hazlos pasar por horribles situaciones (para que el lector pueda ver de que están hechos).
7. Escribe para complacer a una sola persona. Si abres la ventana y decides hacerle el amor al mundo, a tu historia le puede dar neumonía.
8. Dale a tus lectores la mayor cantidad de información lo antes posible. Al diablo con el suspenso. Los lectores deben tener un entendimiento perfecto de lo que está ocurriendo (donde y por qué), como para que puedan terminar la historia por ellos mismos (en caso de que las cucarachas se coman las últimas páginas).

Para terminar, el maestro Vonnegut, utilizando su retórica hilarante, cerró la clase diciendo que, Flannery O´Connor, una de las mejores escritoras de cuentos cortos de su época, tenía la maña de romper todas sus reglas menos la primera. “Los grandes escritores suelen hacer eso.” Sobre el tema, la profesora Garrison opinaba que las reglas limitaban la creatividad de los escritores. Opinión que adopté, cómoda y gratamente.

El dinamismo de los medios electrónicos ha reemplazado la carta al editor por el COMMENT. Post y listo, el editor, el escritor y las madres de ambos, podrán conocer la opinión de sus sagaces lectores. Una maravilla que ha cambiado la experiencia de escribir y, más importante aún, la de leer. Lamentablemente, toda moneda tiene dos lados. En esta era ciberespacial, nuestros héroes (los escritores), están expuestos a uno de los personajes más abominable de las vías electrónicas: el Blog Troll. Los Blog Trolls normalmente merodean las páginas de noticias y cualquier foro con formato de blog, posteando comentarios incoherentes o incendiarios solamente para comenzar un pleito. Algunos son inofensivos y muy fáciles de identificar por su fijación en anotarse de “primero” en cuanta página encuentren o también, por sus comentarios candentes en toda foto del sexo opuesto. Los más molestos, tienen una tara que los lleva a asociar absolutamente todo con política. Son fáciles de ofender y tienen muy poco sentido del humor. Estos Troles están obsesionados con las reglas de ortografía y sintaxis aunque, a menudo, no se las saben bien. El miedo que imparten estos seres de la oscuridad puede ser tan grande que, a veces, hasta el más osado de los escritores, se lo piensa dos veces antes de presentar algún tema hipersensible.

Me los imagino perfectamente, bajo el puente de Las Mercedes, con un par de niños en el refrigerador, sentados frente a sus laptops, salivando, a la espera de cruzarse con un pobre cristiano que haya fallado en acertar una tilde o colocar una coma. Ah, porque es importante aclarar que tildes, s por c (o viceversa), comas y puntos son sus manjares predilectos. Tenemos que dar gracias a la Academia, por confundirlos con sus cambios de seña y reglas ambiguas. ¡Qué viva la RAE!

[Si algo he aprendido de la redacción legal es que, con un buen argumento, hasta las reglas más rígidas se pueden doblar.]

Según la mitología escandinava, Thor solía espantar a los Troles lanzándoles sus martillos en forma de rayos. La profesora Garrison, en vez de armarnos con un martillo, nos entregó una lista de 50 libros. “Los Grandes escritores son grandes lectores, esta es la mejor forma de evitar errores.” No es ningún secreto que yo aprendí a leer con los subtítulos del cine. De la lista me había leído como doce y había visto, al menos, veinticinco en película. En entregas anteriores he comentado que soy un lector a conveniencia. Rara vez me puedo concentrar en un libro si ya sé lo que va a pasar. Leí “Grandes Esperanzas” en un cine y el guión de “Pantaleón y las Visitadoras” me pareció maravilloso. [Antes de que algún Trol salga a señalarme, sí he leído a Vargas Llosa. Me gustó mucho más el libro de la Fiesta del Chivo que la película. Pero de haber visto la película primero…]

Guardé la lista con mucho cariño, pero sólo porque me gustan las listas. A nuestra pintoresca profesora también le gustaban las listas. “Listas, listas, sobre lo que tienen en el baño, sobre sus temores, sobre la música que les gusta, con cuantas personas se han acostado, etc. Excelente punto de partida para arrancar a escribir.” Completamente de acuerdo con esto último. Miren, yo lo hice arriba. Alberto Fuguet también lo hizo en su novela “Las Películas de mi Vida,” donde parte de una lista de cincuenta películas (que lo marcaron) para echar el cuento de su vida. Fantástica idea para un gran lector de películas como yo. Lástima que se le ocurrió a él primero.

Lo que comenzó como un travieso pecadillo, ahora se robaba mis horas de estudio y concentración para el examen de la Barra de Nueva York. Volteaba a ver mi vida y solamente veía historias listas para ser disecadas, reinventadas, reestructuradas e inyectadas con mucho botox y silicona. Todo gracias a la excéntrica sensatez de una vieja bruja.

Los meses pasaron y llegó el día de la última sesión. Al despedirse de mí, frente al edificio, Peggy Garrison, escritora, poetisa y bruja de profesión, me regaló una copia de “Miss Julie” del dramaturgo sueco August Strindberg. Con su misterioso e hipnotizante tono me dijo “lee el prólogo.” Luego se volteó e informó a su esposo, cariñosamente, que ya era hora de marcharse. Yo no soy de las personas que huyen de las despedidas, más bien, me hundo y revuelco en ellas. Me quedé parado, viendo como poco a poco, cojeando, con su bastón en una mano y su “pakistaní” en la otra, se iba haciendo invisible ante la practicada indiferencia de los neoyorquinos. La vi llegar hasta la esquina, un cambio de luz del semáforo [“WALK”] y se desvaneció, completamente.

[Afortunadamente, los sitios dedicados a ideas, crónicas, ensayos, entrevistas y algo más, son (casi) a prueba de Troles.]