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La tentación de estrellarse contra la realidad más dura

Captamos y sentimos más que lo que realmente tocamos o conocemos, en esta época de información desaforada y redes entrometidas. No es casual que las cifras de los romances a distancia se hayan disparado, cuando prácticamente cualquiera puede convertirse en un Cyrano que no sólo oculta las miserias del físico, sino que además no requiere para ello de ningún lenguaje especialmente elaborado o poético. De hecho prima la frase corta, el disparo certero y la franqueza cruda en el lenguaje de los chats, tan propicio para las abreviaturas y los acrónimos. Es así como amparados en la audacia que propicia el ocultamiento, los antiguos compañeros de clase dejan fluir sentimientos largamente postergados, los colegas de diferentes sucursales se seducen casi sin querer, la cuñada o el cuñado concluye que algo tuvo que fallar para haberse decidido por el hermano o la hermana de quien se ha convertido en su verdadero objeto de deseo.

Las nuevas costumbres acarrean nuevos riesgos. El pensador Zygmunt Bauman nos dice que, en aras de obtener mayor libertad, hemos renunciado a buena parte de nuestra seguridad. Nada más útil que el amor virtual para ilustrarlo. En casos extremos uno podría estar enamorándose de un impostor, como pasa con el dermatólogo Larry Gray en Closer, ese icono del cine contemporáneo sobre la fragilidad de las relaciones, e incluso ser citado a un acuario londinense en donde no se encuentre precisamente con la fotógrafa Anna Cameron, encarnada en el grácil cuerpo de Julia Roberts.

Pero más allá de esas buenas historias teatrales, quizá no exista mayor peligro que el de materializar la experiencia. Decidirse a sostener un encuentro real con el amante virtual equivale a internarse en una zona radioactiva de la que difícilmente se saldrá indemne. Y es que la realidad seguramente será incapaz de igualar las expectativas forjadas por nuestra irrefrenable libertad de imaginar, y menos aún de superarlas. Puestos a elegir, lo más probable es que al final de todo se preferiría no haber cometido la imprudencia de darse a conocer o de conocer al otro, de explorar la textura de esa piel ignota e imperfecta, de beber el aroma de un aliento nervioso y delirante. Es duro tropezar con la realidad y percatarse de que nuestros sueños más elevados están compuestos de imágenes inviables.

Pero además, el sentimiento de culpa sigue siendo una constante de nuestra tradición judío-cristiana. Junto a éste, la experiencia fallida puede dejar de ser una simple frustración —un hecho más o menos irrelevante cuando los pequeños fracasos abundan en la vida de un ser humano estándar—, y transformarse en un verdadero desastre emocional. Por lo visto existen cada vez más razones para que la terapia psicológica sea considerada como un símbolo de nuestro Zeitgeist o espíritu del tiempo, y también un producto de primera necesidad. No en vano lo virtual ha devenido en una fuente permanente de placer y de curiosidad. Y el duro aterrizaje en la realidad, en una tentación irresistible.