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Un guionista al que se le secaron las ideas

“Bloodied angels fast descending
Moving on a never-bending light”
Black Sabbath / Neon knights

Barrer toda la acera de una avenida, de punta a punta, a la una de la madrugada, es de esas tareas que nadie quiere hacer. Pero que alguien termina haciendo. Escoba y pala, metro a metro, un rato arriando los montoncitos de basura y otro atisbando el peligro en el horizonte, los barrenderos parecen los guionistas de la ciudad nocturna. De tanto andar, terminan viendo “los patrones”, como si se le volvieran visibles los hilos que mueven la vida. Apenas se asoma, todo cuanto sucede encuentra pronto su acomodo en esa infinita película que se rueda en la calle.

Los barrenderos son tan invisibles como la luz roja, los teléfonos públicos y los bancos de plaza. Son, gracias a eso, espectadores privilegiados. Como fantasmas, atraviesan las escenas sin salir en cámara ni ser vistos por los actores. De allí que distingan el bien del mal, el culpable del inocente, la víctima del victimario.

Sea cual sea el disfraz que le toque ponerse.

Ramón tiene varios años barriendo la San Martín. Huele el peligro una cuadra antes de que se corporice. Por eso se quedó tranquilo cuando vio la bandita de cuatro muchachos que se acercaban hablando bajito y caminando rápido. No necesitaba pedirles la cédula para saber que estaban limpios.

Pero los policías son otra cosa. El que está armado de una pistola automática y una chapa nunca tendrá los sentidos tan agudos como el que sólo puede blandir una escoba y una pala. Las herramientas del primero no sólo le embrutecen los sentidos, que ya es malo, sino que le envilecen el carácter con ese estruendoso veneno llamado poder.

Por eso, porque el que puede apuntar un arma no está obligado a ser sabio, es que Ramón vio una cosa y los dos policías que iban en la patrulla vieron otra. Por eso no podían dejarlos pasar. Por eso, como ángeles de furia de utilería, les cortaron el paso montando la trompa de la patrulla sobre la acera. Por eso, al ver las caras de terror que fotografiaban los faros se les activó el poderoso. Por eso se bajaron de la patrulla con las pistolas en la mano, ladrando órdenes que los muchachos acataron aún antes de entenderlas. Mansamente se colocaron contra la pared, con las manos tan altas como les fuese posible, con la cédula en una de ellas.

Había en el gesto algo de miedo pero también algo de la excitación de protagonizar esa experiencia de la que se jactan los panas mayores. Aunque nunca se tome en cuenta las variantes del “número”. En este caso, consistía en que uno de ellos, pongámosle Kevin, no tenía en la mano, como los demás, el consabido papelito laminado.

Si se tratara solamente de limpiar la calle, Ramón los habría dejado ir. Pero no se razona igual teniendo una escoba que una pistola y una chapa. Por lo que los policías, al ver esas caras y esa mano que no blandía la cédula, intuyeron al momento la presencia de eso que se conoce como el extra, el redondeo, el regalito. El negocio, pues.

Eso que Ramón halla, acaso una vez al año, en forma de cadena o reloj en el piso.

De inmediato comenzó a rodar la escena que hacían con tal frecuencia que casi les producía bostezos entre parlamento y parlamento: ¿De dónde vienen ustedes? ¿Pa´ dónde van? ¿Y tu cédula, chamo? (Cejas enarcadas respondiendo al balbuceo del que sabe que está complicado en el delito de haber dejado la cartera en casa. Cuchicheos teatrales apartándose ligeramente del grupo. Caras de gravedad al volver).

-Móntate en la patrulla, le dijo uno.

-Es que nosotros estábamos en mi casa, y bajamos a acompañarlos a ellos a conseguir un taxi, porque estábamos celebrando mi cumpleaños, señaló un temerario que pudo haberse quedado invisible.

-¿Yo estoy hablando contigo, muchacho pajúo? ¿Quieres que te meta en la maleta y te dé unas vueltas?

Negativa del aludido.

-Me hicieron arrechá. Ahora se montan todos en la patrulla, dictó un corrompido dios de furia con la cara llena de barros y una poderosa halitosis.

Los cuatro muchachos obedecieron con torpeza. Ramón, invisible, atravesando la escena, negó con la cabeza mientras seguía barriendo. Llevar la contraria a un dios colérico sólo lo puede hacer el que tenga el don de la invisibilidad.

El Zeus de anime jugaba a los naipes abanicando las tres cédulas que tenía retenidas. Las cédulas simbolizaban sus vidas en su poderosa mano. Conversaba distraído con su compañero afuera de la patrulla. Todo está previsto. Por “sorpresa” la gente entiende asistir por primera vez a una escena vieja, repetida. Todo lo nuevo parece real. Los muchachos, adentro, conversaban bajito entre ellos. Todos hablaban para ahuyentar sus propias versiones de la visita a una cárcel en la madrugada. Los fogonazos de imágenes enterraban agujas heladas en sus espinas dorsales en tanto se sintetizaban en vocablos en sus cabezas: Malandros, piedreros, incomunicados, celdas, violación, noche, amanecer, policías, silencio, oscuridad, espaldacontraespalda, no vayas a llorar, marico…

El aliento de Zeus interrumpió el silencioso foro, anunciando cual heraldo su cara llena de barros que se asomó por la ventana, e informó:

-El cumpleañero y los otros dos se me pierden. El indocumentado se queda.

Y abrió la puerta.

Ninguno de los muchachos se atrevió a moverse.

-¿Ah, quieren pasear todos? Bueno, vámonos pa la zona siete, pues?

Y dio un portazo a manera de punto final.

El compañero de Zeus se montó en el asiento del piloto y cerró la puerta dando un cholazo que hizo rugir el motor de la patrulla. Kevin, hacinado con los panas en el asiento de atrás, sintió un sudar frío resbalar por su nuca. Alguien halaba un hilo que estaba pegado a la pared de los estómagos de los cuatro.

Pero Ramón conoce todo cuanto sucede en la calle apenas se asoma. Como el viejo proyeccionista de un cine de pueblo, conoce el final de todas las películas. Por eso asistió con aburrimiento a la escena en la que Zeus asomó de nuevo su aliento de rata por la ventana de la patrulla y sugirió la salvación:

-Vamos a hacer una vaina. Yo tengo hambre y quiero un pollo.

***

Dos cuadras más y ochenta bolívares menos, desvalijados en comuna, sin taxi pero sin pesadillas, los muchachos se devolvían a casa del cumpleañero. Visto con optimismo, habían pagado por un guión que se estiraría hasta alcanzar volúmenes épicos durante las próximas semanas.

Ramón los siguió hasta que se perdieron de vista, a los policías por un lado y a los muchachos por el otro, con una mezcla de lástima y tedio. Al volver a su rutina, vio un periódico casi intacto en el piso. Lo recogió y, antes de meterlo en la cesta, leyó acerca de un tipo que le pidió millón y medio de dólares a otro para no meterlo preso.

Este no quería un pollo sino la pollera completa, se dijo, incapaz de asombrarse de nada.

Y siguió barriendo y andando, invisible, escoba y pala, metro a metro, un rato viendo los montoncitos de basura y otro atisbando el horizonte, aburrido ya, como un guionista al que se le secaron las ideas.