Artes

Un guionista al que se le secaron las ideas

Héctor Torres y un barrendero de la noche que lo sabe todo

Por Héctor Torres | 15 de noviembre, 2010

“Bloodied angels fast descending
Moving on a never-bending light”
Black Sabbath / Neon knights

Barrer toda la acera de una avenida, de punta a punta, a la una de la madrugada, es de esas tareas que nadie quiere hacer. Pero que alguien termina haciendo. Escoba y pala, metro a metro, un rato arriando los montoncitos de basura y otro atisbando el peligro en el horizonte, los barrenderos parecen los guionistas de la ciudad nocturna. De tanto andar, terminan viendo “los patrones”, como si se le volvieran visibles los hilos que mueven la vida. Apenas se asoma, todo cuanto sucede encuentra pronto su acomodo en esa infinita película que se rueda en la calle.

Los barrenderos son tan invisibles como la luz roja, los teléfonos públicos y los bancos de plaza. Son, gracias a eso, espectadores privilegiados. Como fantasmas, atraviesan las escenas sin salir en cámara ni ser vistos por los actores. De allí que distingan el bien del mal, el culpable del inocente, la víctima del victimario.

Sea cual sea el disfraz que le toque ponerse.

Ramón tiene varios años barriendo la San Martín. Huele el peligro una cuadra antes de que se corporice. Por eso se quedó tranquilo cuando vio la bandita de cuatro muchachos que se acercaban hablando bajito y caminando rápido. No necesitaba pedirles la cédula para saber que estaban limpios.

Pero los policías son otra cosa. El que está armado de una pistola automática y una chapa nunca tendrá los sentidos tan agudos como el que sólo puede blandir una escoba y una pala. Las herramientas del primero no sólo le embrutecen los sentidos, que ya es malo, sino que le envilecen el carácter con ese estruendoso veneno llamado poder.

Por eso, porque el que puede apuntar un arma no está obligado a ser sabio, es que Ramón vio una cosa y los dos policías que iban en la patrulla vieron otra. Por eso no podían dejarlos pasar. Por eso, como ángeles de furia de utilería, les cortaron el paso montando la trompa de la patrulla sobre la acera. Por eso, al ver las caras de terror que fotografiaban los faros se les activó el poderoso. Por eso se bajaron de la patrulla con las pistolas en la mano, ladrando órdenes que los muchachos acataron aún antes de entenderlas. Mansamente se colocaron contra la pared, con las manos tan altas como les fuese posible, con la cédula en una de ellas.

Había en el gesto algo de miedo pero también algo de la excitación de protagonizar esa experiencia de la que se jactan los panas mayores. Aunque nunca se tome en cuenta las variantes del “número”. En este caso, consistía en que uno de ellos, pongámosle Kevin, no tenía en la mano, como los demás, el consabido papelito laminado.

Si se tratara solamente de limpiar la calle, Ramón los habría dejado ir. Pero no se razona igual teniendo una escoba que una pistola y una chapa. Por lo que los policías, al ver esas caras y esa mano que no blandía la cédula, intuyeron al momento la presencia de eso que se conoce como el extra, el redondeo, el regalito. El negocio, pues.

Eso que Ramón halla, acaso una vez al año, en forma de cadena o reloj en el piso.

De inmediato comenzó a rodar la escena que hacían con tal frecuencia que casi les producía bostezos entre parlamento y parlamento: ¿De dónde vienen ustedes? ¿Pa´ dónde van? ¿Y tu cédula, chamo? (Cejas enarcadas respondiendo al balbuceo del que sabe que está complicado en el delito de haber dejado la cartera en casa. Cuchicheos teatrales apartándose ligeramente del grupo. Caras de gravedad al volver).

-Móntate en la patrulla, le dijo uno.

-Es que nosotros estábamos en mi casa, y bajamos a acompañarlos a ellos a conseguir un taxi, porque estábamos celebrando mi cumpleaños, señaló un temerario que pudo haberse quedado invisible.

-¿Yo estoy hablando contigo, muchacho pajúo? ¿Quieres que te meta en la maleta y te dé unas vueltas?

Negativa del aludido.

-Me hicieron arrechá. Ahora se montan todos en la patrulla, dictó un corrompido dios de furia con la cara llena de barros y una poderosa halitosis.

Los cuatro muchachos obedecieron con torpeza. Ramón, invisible, atravesando la escena, negó con la cabeza mientras seguía barriendo. Llevar la contraria a un dios colérico sólo lo puede hacer el que tenga el don de la invisibilidad.

El Zeus de anime jugaba a los naipes abanicando las tres cédulas que tenía retenidas. Las cédulas simbolizaban sus vidas en su poderosa mano. Conversaba distraído con su compañero afuera de la patrulla. Todo está previsto. Por “sorpresa” la gente entiende asistir por primera vez a una escena vieja, repetida. Todo lo nuevo parece real. Los muchachos, adentro, conversaban bajito entre ellos. Todos hablaban para ahuyentar sus propias versiones de la visita a una cárcel en la madrugada. Los fogonazos de imágenes enterraban agujas heladas en sus espinas dorsales en tanto se sintetizaban en vocablos en sus cabezas: Malandros, piedreros, incomunicados, celdas, violación, noche, amanecer, policías, silencio, oscuridad, espaldacontraespalda, no vayas a llorar, marico…

El aliento de Zeus interrumpió el silencioso foro, anunciando cual heraldo su cara llena de barros que se asomó por la ventana, e informó:

-El cumpleañero y los otros dos se me pierden. El indocumentado se queda.

Y abrió la puerta.

Ninguno de los muchachos se atrevió a moverse.

-¿Ah, quieren pasear todos? Bueno, vámonos pa la zona siete, pues?

Y dio un portazo a manera de punto final.

El compañero de Zeus se montó en el asiento del piloto y cerró la puerta dando un cholazo que hizo rugir el motor de la patrulla. Kevin, hacinado con los panas en el asiento de atrás, sintió un sudar frío resbalar por su nuca. Alguien halaba un hilo que estaba pegado a la pared de los estómagos de los cuatro.

Pero Ramón conoce todo cuanto sucede en la calle apenas se asoma. Como el viejo proyeccionista de un cine de pueblo, conoce el final de todas las películas. Por eso asistió con aburrimiento a la escena en la que Zeus asomó de nuevo su aliento de rata por la ventana de la patrulla y sugirió la salvación:

-Vamos a hacer una vaina. Yo tengo hambre y quiero un pollo.

***

Dos cuadras más y ochenta bolívares menos, desvalijados en comuna, sin taxi pero sin pesadillas, los muchachos se devolvían a casa del cumpleañero. Visto con optimismo, habían pagado por un guión que se estiraría hasta alcanzar volúmenes épicos durante las próximas semanas.

Ramón los siguió hasta que se perdieron de vista, a los policías por un lado y a los muchachos por el otro, con una mezcla de lástima y tedio. Al volver a su rutina, vio un periódico casi intacto en el piso. Lo recogió y, antes de meterlo en la cesta, leyó acerca de un tipo que le pidió millón y medio de dólares a otro para no meterlo preso.

Este no quería un pollo sino la pollera completa, se dijo, incapaz de asombrarse de nada.

Y siguió barriendo y andando, invisible, escoba y pala, metro a metro, un rato viendo los montoncitos de basura y otro atisbando el horizonte, aburrido ya, como un guionista al que se le secaron las ideas.

Héctor Torres  es autor, entre otras obras, del libro de crónicas "Caracas Muerde" (Ed. Punto Cero). Fundador y ex editor del portal Ficción Breve. Puedes leer más textos de Héctor en Prodavinci aquí y seguirlo en twitter en @hectorres

Comentarios (13)

Ligia Isturiz @seleccionada
15 de noviembre, 2010

Un sentido morboso me lleva a leer las crónicas de Héctor Torres- de los primerísimos relatores urbanos nuestros- para indagar sobre sus últimas visiones de la ciudad, que no por repetirse dejan de producir- -ahora sí cabe el empleo de la palabra- una sensación de escalofrío y de terror ante la realidad que acosa cercana. En el último minuto, todo vuelve a la normalidad. Un respiro de alivio. Apenas la plata para el taxi falta. Ay, Héctor el título es tan “congruente”….

Luis
15 de noviembre, 2010

Me gusta la manera con las que narras una historia real que se repite día a día y minuto a minuto a lo largo y ancho de nuestra geografía nacional. Esto ocurre y no hay nadie que le ponga freno al abuso en que incurren los agentes policiales y militares sólo por el hecho de que tengan un status superior y amenzador frente a la gente común. Gracias.

Alfredo Ascanio
15 de noviembre, 2010

Héctor me gustó el contraste entre las reacciones del barrendero y las reacciones de los policias. Son comportamientos diferentes,porque diferentes son sus poderes. Que lamentable que un país tenga una fuerza policiar tan abusiva y que un pobre hombre tanga que hacer su trabajo en horas inhumanas. Tantas cosas que tenemos que corregir…

Alexandre D Buvat Irazábal
15 de noviembre, 2010

La cotidianeidad vista por alguien a quien nadie observa…como la luz roja.¡¡que bueno eso de ponernos atodos en el rol de barrendero para restregarnos el que ya la violencia y corrupcion sean cosa comun y que solo disgusta y aterra cuando la padecemos directamente al no podernos enfrentar racionalmente a los que tienen poder circunstancial!! Bien logrado el juego de humor negro con todas las sensaciones humanas en esas circunstancias. gracias

carlia
15 de noviembre, 2010

Que final tan sorprendente, me esperaba una tragedia. Eres el mejor escritor de “sucesos” que tiene este país. Sin ser amarillista, dibujas el realismo venezolano que tanto nos atormenta. Es un placer leer tus crónicas.

ATAMAICA MAGO
15 de noviembre, 2010

Esas son las calles y sus barriadas mentales; las miradas clandestinas de su gente; el bostezo ante lo predecible; la indiferencia que ronda las madrugadas de una ciudad que ya no sorprende en fechorías, que conoce el motín de los “cedulados” No obstante, a pesar y contra ello, la indignación aún camina, garabatea su recorrido o quizá cojea con bastón en mano, cabeza gacha, distante de la escena del crimen encranada en la figura de un hombre, un farol, la sombra del oficio que se halla barriendo en escobazos los rostros de muchos venezolanos que paradójicamente se sienten satisfechos, honrados, casi héroes del propio susto por haber salido airosos de las amenazas y burlas fantoches de unos delicuentes uniformados que por hacer la plata de la jornada nocturna se ganan un sueldo que rinde por semanas en en mafias y vicios. La corrupción obra así y no de otra manera porque la queja o repudio nos hacen sentir totalmente desubicados del contexto. Los equivocados son los honestos, los que buscan justicia, los que labran con esfuerzo el centavo del día a día. Por eso es muda la impotencia ante lo irremeidable del acoso. Resta seguir al compás de la orquesta que tocan la indiferencia y resignación a capelita, melodía lúgubre con la que quieren corear las fisuras de este país vuelto estigma, cicatrices. Un guión verdaderamente costoso. No extrañarse de lo que sucede a nuestro alrededor es una manera de desconectarse del mundo, pero la realidad sigue allí latente. No se deja de sentir, por más que se quiera. Las noticias de un periódico viejo, su edición pasada, se repiten; no pasan de moda y lo lamentable es que no hya expectación, el mutismo prevalece.

Me gustó mucho esta nueva entrega. La ciudad se sigue reseñando de experiencias. Por esa razón se comparte invitándonos al asombro. Gracias por ello. Saludos afectuosos, Héctor.

Sydney Perdomo
15 de noviembre, 2010

El chuleo a los ciudadanos por parte de la supuesta seguridad policial que se supone nos cuida, protege y vela por nuestros intereses, ha sido menester diario en este país… ¬¬

Tristemente no hay nadie que logre enmendar la falta de ética disciplinaria en nuestros cuerpos policiales y militares, y pues lamentablemente la situación cada vez se torna más engorrosa y ofensiva.

Como siempre caballero usted ejemplificando las escenas en una escritura llena de fluidez y realidad urbana. Gracias por compartir sus relatos.

Saludos y mis respetos sinceros. 😀

manuel marrufo
15 de noviembre, 2010

Yo sí corrí con peor suerte que estos 4 panas, porque a mi si me ruleteraon y me terminaron llevando a la Comandancia Policial.

La razón: “tenia mucho dinero en efectivo…”

Cuando el escribiente de la Comandancia me dijo que firmara en aceptación de los bienes que me quedaban en resguardo, me di cuenta de la cruda situación. Al ver que el dinero en efectivo que poseía mermó supe que la verdadera causa por la que me detenían no era por exigir firmemente mis derechos, sino porque ellos ya tenían planes hechos con mi dinero.

Cuando le comenté al escribiente que tenía 10 veces la cantidad que allí me anotaban me dijo: “déjame llamar a los funcionarios que tuvieron en el procedimiento. Será tu palabra contra la de ellos…”

Y quién puede contra la palabra de la LEY?

Rosa Prat
15 de noviembre, 2010

Siempre leo tus crónicas con el corazón en la boca.:) Primero con angustia, luego con alivio. ¡Me encantan!

Jaco
16 de noviembre, 2010

Excelente historia desde un personaje tan humilde como lo es el barrendero. Me encantó la frase: “porque el que puede apuntar un arma no está obligado a ser sabio”…ciertamente, reafirma otra de las tantas enfermedades de nuestra sociedad, el abuso de poder. Felicidades!

Rakelota
17 de noviembre, 2010

Muy buen relato que tristemente describe la realidad que vivimos en un país descompuesto el cual se representa en un hogar donde el padre no tiene valores y los hijos por lo general seguirán sus torcidas pisadas, los que están obligados, por lo que representan para la sociedad, a cumplir la constitución y las leyes la utilizan como herramienta para amancillar el derecho y la justicia.

Héctor Torres
25 de noviembre, 2010

En los textos que han alimentado esta columna, procuro contar historias que efectivamente hayan ocurrido, editadas con ingredientes que contribuyan a aprovechar al máximo su tensión narrativa. Es decir, que busco como ejercicio agarrar un pasaje de la vida y contarlo como si fuese literatura y no cotidianidad. Es por eso que no me gusta contar casos muy sonados, porque sobre ellos hay tanta información que sobrarían los lectores prestos a descubrir gazapos. Además, esas historias ya tienen suficientes lectores. En la cotidianidad, en la pequeña derrota, hay una mina de material para la modesta literatura que ejercito en esta columna. Vale decir que esta crónica está dedicada a Fabrizio Torres, mi hijo, y es a la vez mi pequeña venganza contra los policías malandros que le regalaron, de cumpleaños, una dosis de “el país donde vivimos”. Agradezco a todos sus lecturas, sus comentarios, sus aportes. Estos textos terminen siendo un motivo para congregarnos a hablar de nuestras miserias, sin dejar de lado el asombro que nos produce la palabra y sus magias. Gracias nuevamente, amigos.

Carolina De Abreu
27 de noviembre, 2010

Me gusta como escribe. Nos mantiene pegados y expectantes.

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