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El bosque de las palabras

¿Cabe imaginarse la vastedad en un rectángulo de treinta centímetros de papel? ¿Cuántos títulos tienen el dolor o la fábula? ¿Dónde vive la voz de los poetas? ¿Se puede llevar debajo de un brazo la palabra entera de alguien inabarcable llamado Dios? ¿Puede contenerse en una mano todo el delirio de Dante Allighieri, la palabra ciega de Homero o los laberintos de Borges? ¿Cómo invocar en la sala de espera de un dentista la poética de Aristóteles o la última extravagancia de Harry Potter? Tantos prodigios sólo resultan admisibles a través de un episodio llamado libro. Allí, en esa comarca, donde el alfabeto salta, se mezcla, hace cabriolas, se empina y llena lo blanco, está reunida la gran escenografía de la imaginación humana. No hay mayor templo para lo íntimo y lo monumental. No hay otro lugar donde quepa toda nuestra fragilidad y magnitud. En esa zona de vocales y adverbios está el testimonio del paso del hombre por el universo. El libro es la desembocadura de nuestra dimensión. El hombre, entre sus muchos registros, es imaginación, ofuscación de palabras, aventura y léxico. El hombre verbaliza su el mundo en los signos sobre piedra, en la luz de los papiros, en la tinta seca de las hojas. Necesita el inventario de sí mismo, de las esquirlas de su imaginación y por eso inventa el libro. Pero todo libro para existir demanda, exige, pide un lector. Alguien que procure el simple y poderoso ritual de abrirlo y dejarse ir en él. Alguien que se convierta en silencio y página.

Mucho se ha dicho, leer es tener un pasaporte sin pausa. Leer es viajar sin equipaje. Sólo al regreso, se evidenciarán en nosotros las valijas, los trofeos, los recuerdos de la ruta. Se lee para habitar Berlín en tiempos de guerra, para sentir la nieve de Zurich, los pasos de la noche en Medellín, perseguir a una ballena blanca y memorable, deambular tras La Maga en París, respirar el cielo de San Petesburgo mientras Raskolnikov comete un crimen, o morir de amor en la Inglaterra Isabelina. Se lee para ser mejor, para ser otro, para hacernos inacabables. Se lee para vencer o procurar el desasosiego. Para asombrarnos o sabernos iguales. Para más nunca ser el mismo.

En un diálogo con Umberto Eco, Jean-Claude Carriére comentaba que en la cumbre de Davos en el año 2008 se le preguntó a un futurólogo sobre los fenómenos que alterarían a la humanidad en los próximos quince años. Nombró sólo cuatro: 1) El barril de petróleo costaría quinientos dólares, 2) El agua valdría tanto como el petróleo; 3) Africa se convertiría en una potencia económica y ; 4) El libro desaparecería. La idea de Carriére era colocar en el menú de temas una de las más recurrentes sentencias de los últimos tiempos: la muerte del libro. Pero Eco respondió, tajante: “El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor.” Y ante la acuciante hipótesis de que el libro sería finalmente desterrado por el imperio del video nos recuerda que “con Internet hemos vuelto a la era alfabética. Si alguna vez pensamos que habíamos entrado en la civilización de las imágenes, pues bien, el ordenador nos ha vuelto a introducir en la galaxia Gutenberg y todos se ven de nuevo obligados a leer”. Y, efectivamente, es así. Leer es un verbo que se ha reinventado a sí mismo. Leemos el mundo en 140 caracteres, a través de ese profuso jardín llamado Twitter. Ojeamos datos en Wikipedia. Buscamos respuestas en Google. Los fragmentos del discurso amoroso se redactan en mensajes de texto. Revisitamos el género epistolar gracias a los correos electrónicos. Cordializamos en Facebook. Brincamos de un blog a un foro o a una página de chateo para leer criterios, ideas, desparpajos. Hasta el sexo se ha vuelto a hacer con palabras. En definitiva, la aldea se estrecha, pero a la vez requiere de nosotros lectoría y verbo.

Pero, y bienvenidos sean los puntos de vista, se podría también escribir un párrafo menos entusiasta. En el edificio donde resido, los vecinos hemos adoptado una estrategia para domesticar la inseguridad: hacernos amigos. Así, a veces, salir a distraerse sólo implica subir dos pisos a casa del vecino fabricante de cocinas o caminar 50 metros hacia la Torre B y aterrizar en la sala del propietario que se gana la vida vendiendo analgésicos y preservativos. Bebemos, comemos, hablamos, construimos la noche, resguardados de la letal intemperie urbana. Eso me ha permitido conocer sus espacios, el olor de sus cocinas, sus gustos estéticos, la tramoya de sus vidas en pareja. Algo común recorre esos espacios, algo inmensamente perturbador: no hay bibliotecas. No digamos alguna estantería animosa o precaria, decorativa o simuladora de estatus, ni siquiera un tramo donde reposen ominosamente un breve puñado de best sellers. Son personas solventes, viajadas, gente de vida confortable y conectada con el día a día del país. Pero ninguno es lector. Allí, la palabra escrita está desalojada. Nunca le han abierto la puerta de las bienvenidas. Me hicieron, entonces, constatar una antigua noticia: la mayor parte de la humanidad no lee. Siempre he sido militante de la frase de Nicolás de Avellaneda: “Cuando un hombre tiene el habito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él”. Pero esta vez, suscribirla era sentirme emboscado en un vecindario de gente torva y sospechosa por definición. Y ya estoy harto de mudarme.

A cada tanto, la industria del libro ensaya maniobras de seducción en busca de un objetivo: conquistar gente nueva para un viejo oficio: leer. Porque, digamos, se leen facturas y memorándums, se leen cartas de amor y manuales de uso, se leen instrucciones al dorso, se leen miradas y labios, se lee el designio de los astros, el rumbo de la nubes, las líneas de la mano, las boletas de la infancia, los titulares del periódico, el menú de los almuerzos, ¿pero cuántos realmente se introducen en el bosque de palabras que es cada libro? ¿Cuántos se exaltan de entusiasmo ante 600 páginas de José Saramago, por más Premio Nobel de la Literatura que sea? ¿Cuántos se zambullen, afanosos, en los tejidos lingüísticos de Victoria de Stefano? ¿Quién cita a Roberto Bolaño o a Salvador Garmendia en los burdeles de esta ciudad? ¿Cuántos buscan, con agitación, el último título de Paul Auster o aquel libro de Julio Ramón Ribeyro que más nunca han vuelto a editar? Parecemos ser un club, un club que busca, de vez en cuando, más miembros. Nos sabemos dueños de un portentoso vicio. Un vicio de ermitaños. Entendemos que la lectura es arma contra el desconsuelo, la orfandad existencial y la voracidad del jamás. Abrir un libro, sentirlo, sostener su peso, pasearse por su silencio lleno de adjetivos y pronombres, abandonarlo al rato, retomarlo, dejarlo caer a un costado, marcar sus páginas, subrayar el libro que está debajo del libro que creemos leer, son gestos de solitario. Sabemos que el placer de la lectura no admite terceros. Es una de las pocas instancias en las que el egoísmo se viste de virtud. Porque todo lector es un redomado y espectacular solitario. Un solitario lleno de voces. Más sucede que, como lo dice Aberto Manguel: “Cerramos ciertos libros y nos sentimos más inteligentes”.

La lectura nos permite conversar a cualquier hora, lugar y ánimo con maestros del ingenio, señores de la palabra, clásicos de todos los tiempos, herejes del conocimiento, arquitectos de la emoción, escribas de lo nimio y lo absoluto. La lectura es la experiencia estética de más íntima cocción. La gran paradoja es que hay gente que dice leer para matar el tiempo siendo quizás la mejor manera de otorgarle vida. Siempre he pensado que abrir un libro es como entrar en una ciudad desconocida: una ruta llena de asombros, extravíos y revelaciones. Hay quien lo equipara a la emoción de abrir los muslos de una mujer. Borges siempre dijo que la lectura debe ser considerada, no como una carga, sino una fuente de felicidad. Lástima que no terminamos de ser eficaces en el contagio del virus. La escuela, muchas veces, es la peor amiga del proceso. Además, leer es peligroso. Eso lo saben todos los regímenes totalitarios que han hecho del libro una de sus víctimas preferidas. Por eso, a lo largo del tiempo, los libros han sido quemados, prohibidos, censurados, perseguidos. O simplemente cercados a través de herramientas económicas que lo vuelven inalcanzable (Cadivi dixit). Algo muy poderoso tienen entre sus páginas: el olor de lo imperecedero, de la lucidez, de la belleza, del conocimiento, o simplemente, el testimonio de la verdad humana, en su más descarnada intemperie.

Cuando escribía este texto y recordaba las opiniones de escritores de linaje, levanté la vista y contemplé a mi hija de 8 años. A quemarropa, le pregunté: “¿Por qué te gusta leer?”. Su respuesta tuvo la velocidad de un silbido: “Leer es demasiado divertido. Es como si vieras tele, pero en la cabeza”. Allí, de alguna manera, estaba resumido el portentoso placer de la lectura. Algo se te activa en tu interior, un gatillo se dispara, una aventura se inaugura, una fiesta se inicia, donde los únicos invitados son las palabras y la desmesura de ser humanos. Octavio Paz decía que uno de sus libros preferidos era el diccionario, su consejero, su hermano mayor: “el diccionario nos ofrece una lista de palabras y la tarea de los hombres, no sólo de los escritores, es asociarlas para que algunas de esas precarias asociaciones configuren la verdad del mundo”. Y así, gracias al alfabeto o al diccionario, gracias a la pulsión creativa, en el gran bosque que es el libro, conseguimos enciclopedias, novelas, ensayos, fábulas y poemarios, historia o autoayuda, recetarios y manuales, entrevistas y cuentos, biografías y fe, magia y crónica, conocimiento y desazón, maravilla y tiempo. El tiempo detenido de la palabra.

Por eso, cada vez que alguien decide reunir en un mismo espacio el enjambre de libros que deambulan en editoriales y librerías para convertirlo en feria y muestra, es imposible ausentarse del ritual. En Venezuela, en una zona de nuestro entusiasmo llamada Valencia, se celebra todos los años la liturgia sin pausa de convertir al libro en mandamiento, paisaje y noticia. Se trata de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo. Se trata de lo que hoy nos tiene respirando el mismo oxígeno. Una semana incesante en la que el libro será nuestro horizonte y desembocadura, una semana para manosear solapas, descubrir escritores, cultivar el regateo, celebrar reediciones, intoxicarnos de títulos y llevarnos un equipaje de tesoros con firma y voz propia. Entremos a ese bosque de las palabras que es cada libro elegido.

Señoras y señores, declaremos entre todos, formalmente inaugurada la fiesta mayor del libro en Venezuela. Bienvenidos todos a la FILUC, 2010.