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Miss Venezuela mutantis (o vuelta a la patria)

a RVU

Hay patrias que nos prexisten. Es común el relato de viajero que, llegando por primera vez a una ciudad, siente que su alma pertenece a ese nuevo paisaje donde consigue una excusa potable para su extranjería. Es un derrotero natural, una querencia: todos tenemos la impresión, en algún momento, de haber llegado al lugar donde debimos haber nacido.

Por motivos más que biográficos, éste ha sido mi primer Miss Venezuela en soledad. Mi dupla habitual, su mordacidad cómplice y atinada, la más vital de mis compañías está en un lugar del mundo que se parece más a la patria que sueña. Lo dicho: hay patrias que nos prexisten y en ellas cada quien se reconoce por sus ritos. Desde 1986, con aquella Bárbara Palacios, todos los años me adivino desocupando en mi agenda la noche del Miss Venezuela… así toque hacerlo en soledad.

1. Potencias en resumen (o el Miss Venezuela como metáfora)

“Life is bigger/ It’s bigger than you”
R.E.M.

Creo firmemente que el Miss Venezuela es el único evento capaz de resumirnos. Allí están nuestras dos caras, la luminosa y la oscura, confesándonos antes que complementándonos. Ese accidente invisible del oppening, donde Miss Lara y Miss Nueva Esparta fueron víctimas de la combinación escalones/nervios/tacones que convierte a esas niñas en verdaderas atletas, por ejemplo, puede funcionar como un síntoma: el aplauso rabioso del público solidario con las misses que se levantaban puso en evidencia un desastre que nadie había notado en casa y que el director habría preferido mantener así. Es la dulce contradicción del trópico.

No es casual que el único evento que nos aglutine sea un concurso de belleza que todos sospechamos trucado, ensayado y con las coronas acordadas. Todos. Hasta las misses. O, mejor dicho, principalmente las misses cuyos senos operados desde hace varias ediciones superan los noventa centímetros pero siguen leyéndose en las tarjetas de los presentadores como medidas perfectas. El espectáculo central de la noche permite volver a decir que Joaquín Riviera es un antropólogo brillante antes que un simple productor de televisión: en el primer Miss Venezuela en tierras zulianas se anuncia a Lila Morillo —Lila, la diosa jamás caída, nuestra Liza Minelli— como el axis conceptual de lo que podría convertirse en una nueva república de la belleza. Si existiera algo de comprensión lectora en la paranoia de los poderosos, dejarían de buscar los síntomas secesionistas en partidismos y gestos electorales: en esta acción histérica se pone en evidencia que sólo seguimos a quienes son capaces de conmovernos.

Habrá quien crea que el Miss Venezuela es sólo una coronación, es cierto. Pero también los ingleses tienen en su reina a un símbolo capaz de resumirlos hasta en los más pequeños detalles. No es azarosa la versión instrumental de “Losing my religión” de R.E.M. como eterno fondo musical del certamen marabino ni la cantidad de marcas de zapatos involucradas en el patrocinio. Así como las zapaterías se adueñaron de todos nuestros bulevares, los redactores creativos de las marcas de zapatos hicieron del prime-time más costoso de la televisión venezolana una vitrina que, como debe hacer todo buen par de tacones, puede distraer a la inteligencia y convertirnos en una horma alejada de cualquier ley posible… en especial la de gravedad.

2. Color calor… (o los tapices de Luis, al fin, en HD)

“Allons enfants de la Patrie / le jour de gloire est arrivé!”
La Marsellesa

Fundado en 1952, una mudanza del Miss Venezuela colocó a la edición de 2010 en unas coordenadas geográficas que, creo, nos llegan con cierto retraso. Oír el “En una noche tan linda como ésta…” por las cornetas de mi televisor, sin la prepotencia acústica de la Ríos Reyna del Teresa Carreño ni la poligonía republicana del Poliedro de Caracas, sino rebotando en la cálida estructura del Palacio de los Eventos, me pareció una pequeña victoria, una ganancia histórica, una deuda saldada con el Zulia. Algo como una ontología de la Gala de la Belleza, como si el Miss Venezuela no se hubiese mudado a ninguna parte, sino que siempre estuvo allí. Cualquier lector de Walter Benjamin encontraría de dónde asirse para plantear la más hermosa de todas las tesis posibles sobre la historia. Incluir a Chiquinquirá Delgado en el cuerpo de animadoras fue casi tautológico.

Ya lo dijo Debord: estamos en la sociedad del espectáculo y eso es una realidad que debemos interiorizar. Este año, por primera vez en la historia, Osmel Sousa tuvo en sus manos un poder que antes sólo poseía La Chinita… bueno, la Feria de La Chinita: dar inicio a la temporada gaitera. Semanas antes del 18 de noviembre, millones de televidentes pudimos oír los octosílabos de las voces más representativas del único género regional capaz de abrazar al país por entero. La grey zuliana convertida en una Marsellesa pop con medidas perfectas y capaces de comerse el mundo con la tijereta de su paso. Desde el neoclasicismo de Neguito Borjas hasta el postmodernismo de Gustavo Aguado, en nuestros televisores estaba en vivo y directo un despliegue en luces y resoluciones digitales que usaban como fondo las tramas de los tapices de Luis Montiel. Batas goajiras en cristal de Swarovski y las flores de LUIS en LEDs, todo con el “Cuando voy a Maracaibo / y empiezo a pasar el puente…” en las boquitas pintadas rosado-play-back de casi una treintena de muchachas.

Todo parecía un sueño. Incluso el inolvidable boquete a la altura del abdomen en la bata goajira de Chiquinquirá Delgado pudo convencernos de que su maternalidad reciente fue una alucinación colectiva. El Miss Venezuela nos muda. Es un trance. Una revelación así sólo podía ser eclipsada por un astro. Por Lila Morillo.

3. We love Lila. In Boris We trust (o los próceres viven en la tele)

“La envidia existe”
Lila Morillo, en una entrevista a Nelson Hipolytte

Bordados wayuu en las camisas de los gaiteros; cinturones con medallones floridos que hacían que los bailarines parecieran alados campeones de boxeo; batas goajiras para Liliana y Lilibeth Morillo. Como en una borrachera de souvenirs, se desplegaba un andamiaje con apetito voraz, queriendo alcanzar la altura estética capaz de traducirse en lenguaje televisivo y espectacular. Y de pronto, Lila Morillo enfundada en brillantes pliegues…

“¿Por qué Lila saldría con un vestido, si está tan bonita la idea de las batas goajiras… la cosa maracucha?”, se diría una señora algo confundida, intentando agarrar el sueño. Querida señora, Lila no precisa las estrategias del camuflaje para parecer inundada de zulianidad. Esos recursos son propios de los actos culturales, de los montajes de chicha-maya en los colegios durante el mes de julio. Lila se lleva a sí misma: ese vestido ceñido, la turgencia del pecho y las turquesas en el cuello son un inventario baladí. En cambio, Liliana y Lilibeth no son las niñas de antes: Miami cambia a cualquiera; ellas sí necesitaban la reafirmación, a pesar de tener el pedigrí más incuestionable de la farándula nacional. Mientras los gaiteros les incomodaba el asunto de doblar sus propias voces y usaban el puño o el bigote para distraernos de su modulación, Lila brillaba y gesticulaba a su antojo. Lila está completa. Usted y yo sabemos que el Miss Venezuela en Maracaibo necesitaba más de ella que la aparente viceversa.

Sólo la participación de Boris Izaguirre podía tener la misma altura épica. No dejo de pensar que la epifanía de los productores sucedió el año pasado, justo cuando Boris bajó aquellas largas escaleras y confesó el sueño cumplido. De un solo golpe quedó atrás el acartonamiento de Gilberto Correa, la risa fácil de Daniel Sarcos y se alejó mucho más el sueño de Samir Bazzi. La televisión cambia: es un medio. Pero el Miss Venezuela es una institución, y en las instituciones las mutaciones siempre son más lentas. Boris Izaguirre y el Miss Venezuela en Maracaibo, repito, parecen eventos que todos sabíamos (queríamos) que sucederían.

Una novedad de este año fue la delicada descripción de los vestidos, la magia narrativa escondida detrás de cada traje. Nombres de tela diciendo nada. Las voces femeninas fueron planas, abúlicas… ¡pero Boris! Boris entonaba, dejaba correr la crítica justa en el volumen de su voz: cada descripción era un ensayo literario, un juicio estético, no la simple lectura de una ficha. Además, demostró entendernos a todos cuando supo que a esa hora ya no era sólo la señora preguntándose por Lila quien estaba viendo la televisión: le pidió a Chiquinquirá Delgado un giro lento, breve, incluso coordinado por él con ritmo televisivo. Boris demostrando que a esas alturas del concurso el target había cambiado y hay que darle a todos. Jamás podremos echar de menos tanta tela.

Miami. España. Las Grandes Ligas. Todos los héroes se han ido. Pero parece que vuelven de vez en cuando, como Pérez Bonalde, mirándonos aparecer desde una costa ajena y extrañando a la madre, las tajadas y este asunto pintoresco que es querernos.

4. Algo debe cambiar para que todo quede igual (o el fundo de Mayte Delgado)

“Bellísima, por demás”
Carmen Victoria Pérez

Si lo de dar las medidas de las muchachas es anacrónico (por no decir ficticio), el asunto de los miembros del jurado no lo es menos. Escuchar la expresión “dama de sociedad”, hoy en día y con los números que cada quien carga en su periódico preferido, es —por decir lo menos— llamativo. Socialités, grandes empresarios, patrocinantes y otras misses conviven con el voto de cualquiera de nosotros por Internet. Cifras que nadie ve, pero que creemos a pies juntillas: si en algo nos define el Miss Venezuela es en esa tropical capacidad para exigir justicia con un televisor de por medio. Todos estamos expuestos a estas representaciones. En ellas, Mayte Delgado estuvo regia.

Puede que haya sido la víctima más sufrida de la pésima iluminación de la primera mitad de la transmisión y de los tiros de cámara tan distantes, pero nada puede sucederle a quien tenga un ángel de la guarda apellidado Sánchez. Se comportó como la voz autorizada. El Miss Venezuela es una república y, así como heredó la ronquera elegante de Carmen Victoria Pérez y su capacidad insuperable para la dicción y los aforismos descriptivos, fue Mayte quien tuvo la responsabilidad de ser nuestra anfitriona. Dirigía la escena a su antojo, a pesar de todas las variantes posibles.

“Mayte es Mayte”, dice mi madre (años atrás decía “Carmen Victoria es Carmen Victoria”, pero así de rápido nos encariñamos con las figuras que se dejan ver en la tele). Era la única en la cuarteta con experiencia suficiente como para no tener que demostrarle nada a nadie. Jugó, siguió el guión, supo enmendarlo y aprovechó lo mejor de cada uno de sus tres compañeros. Pero, quizás sin darse cuenta, la terna de animadoras era una esperanza para las chicas que no ganaran esa noche: tanto Mayte como Viviana y Chiquinquirá son de esas “niñas que no llegaron”, misses que no alzaron la corona, muestras vivas de que el verdadero triunfo en el Miss Venezuela puede que no esté escondido debajo de las joyas de George Wittels, sino en lo que puedas hacer al ir desde la Quinta Miss Venezuela hacia la colina de Venevisión. Más que un premio de consolación, la pantalla también ofrece la profesionalización de la belleza.

5. Coda breve (u Osmel las prefiere rubias… de nuevo)

“A pesar de los pesares / siempre hay alguien que nos quiere /
siempre hay alguien que nos cuida. / ¡Ay, qué bonita es esta vida!”
Jorge Celedón

Marelisa Gibson, la reina saliente, usó un vestido cuya descripción sería el terror de cualquier modelo que tema verse gorda (es decir, de cualquier modelo): franjas horizontales, blancas las más anchas y negras las más delgadas, dispuesto en capas y con un corte de cabello con el cual nos demostró, sutilmente, haber aprendido la lección de ese fatídico Miss Universo donde su alto moño se convirtió en el chivo expiatorio de su descalificación. Llevar franjas horizontales puede ser un acto heroico en una pasarela tan vigilada.

Las preguntas de rigor a las diez finalistas, redactadas por otros personajes del show-business, eran acertijos imposibles de resolver: preguntarse si la música que escuchas te define; cómo es el hombre perfecto; la posibilidad de una mujer perfecta; u otras más cargadas como saber cuál profesión jamás ejercería una mujer… confieso que esta última pregunta activó una voz en mi cerebro que le sugería a la niña decir algo como “dictadora” o “conductora de camiones volteo”, algo con tuétano para ponerse morbosos. El sincretismo indigenista de una Miss Amazonas en Zulia saludando en wayuu hizo que me decantara por la morena, pero al parecer es hora de que vuelvan las catiras. Pero, citando una pregunta que quedó insatisfecha el año pasado, estas jovencitas aún no saben si deben arriesgarse tanto como para pedir perdón o medirse lo suficiente como para pedir permiso. No les toca saber. Apenas llevarán uno o dos años en el REP.

Es verdad que un texto como éste debe terminar en la coronación… pero será un remate tibio, lo advierto. Yo le iba a Miss Amazonas. No me arrepiento. El pase de cetro de Miss Miranda a Miss Miranda ha sido, me atrevo a decir, el menos entusiasmado de todos los Miss Venezuela que he visto. Creo que al saberse ganadora confesó la belleza de la candidez de esas muchachas tan jóvenes que visten como enormes muñecas: si no me equivoco en la lectura de labios, lo que moduló fue un bellísimo “¡Ay, chama!” incrédulo y tibio, como de reina del liceo… como de Miss Venezuela en mudanza, reina de un país que ha cambiado más de lo que debería.

La espigada odontóloga Vanesa Goncalves me recuerda, desde el desfile en traje de baño donde se lesionó Miss Guárico, a Emma Rabbe y a Marena Bencomo a la vez: una rara amalgama de rubias que han vuelto a la televisión en circunstancias muy diferentes. La primera hasta hace nada pertenecía al plantel actoral de un canal de televisión cuyo nombre casi no recuerdo. La segunda volvió a las páginas de prensa por un caso de secuestro resonado y con un final que hemos aprendido a tolerar como feliz.

Vainas que piensa uno cuando no gana la Miss que uno ligaba. En fin: que hay lugares que nos prexisten y premios que nos resumen… vueltas a la patria.