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¿Esta vaina será dengue?

¿Dios? Mi moto y mi bicha
Un malandro disertando sobre religión

Veintitrés años podrán parecer nada, pero más de la mitad de la gente con la que creció está fuera de combate. La clave, siempre lo ha pensado, está en trabajar solo. Los socios, tarde o temprano, terminan cayéndose a tiros mientras arreglan cuentas.

Socios, compinches, dinero, pajazos, trampas, venganzas.

Han pasado tres cuadras y no ha perdido al conejo. Una vez se montó en el Metro y prensó a uno cinco estaciones más allá. Sabe que si no lo pierde de vista a las tres cuadras, se confían. Después, sólo queda esperar el sitio. Se quedan fríos cuando los adelanta y les saca la bicha. Se sorprenden como si se les hubiera olvidado que cargan una pelota de dinero encima, que miles de ojos los vigilan, que el dinero es escandaloso y los bolsillos son transparentes. Que están en Caracas.

Él trabaja solo y así rinde más. Pero otros pagan el dato. Y ese dato vale. Se trabaja sobre seguro. Cajeros, vigilantes, parqueros, mesoneros, quiosqueros, mensajeros (fiscales no, ellos trabajan para su gremio), todos esperan su parte por dar la flecha. Él los desprecia. Son atracadores cagones, dice.

Si quieren dinero que agarren una bicha, concluye.

El tipo camina confiado. Quiere demostrar aplomo comprando cigarros en un quiosco. Ve para los lados, nervioso, y paga. Lo espera a unos quince metros. Quiere salir rápido de ese negocio porque esa vaina-rara con la que le amaneció el cuerpo lo está friendo por dentro. ¿Qué coño será esta vaina?, se pregunta. Lo que sea que tiene va volando por su torrente sanguíneo, como azogue hirviente.

Amaneció como si todo el esqueleto se le hubiese oxidado. Y aunque tiene por norma no hacerse mentes con el cuerpo, en menos de dos horas estaba dispuesto a permitirse excepciones. Sentía que los ojos se le cocían en sus cuencas. Que un casco se le encogía en la cabeza. Que le estaban echando taladro en las piernas.

El conejo sigue su camino y él se le pega, consciente de que no está en su mejor forma. Lo sigue dos cuadras más. Está a punto de perder la paciencia cuando lo ve sacar la llave del bolsillo y mover la cabeza en todas las direcciones, como si no pasara nada. Como si no hubiese un pulso invisible entre los dos, desde varias cuadras atrás. La calle está bastante sola. Se encomienda a La Corte Malandra. Aprieta el paso. El conejo desactiva la alarma del carro y cuando está metiendo la llave, ya él está detrás, clavándola la pistola entre las costillas.

¡El sobre o te quemo el culo!*

Para fortuna del conejo, de su vida, de sus posibles deudos, no se trataba de un súper héroe. Cooperó: Entregó el sobre sin subir la vista (la vida toda es un póker, un largo e infinito if, un cuaderno que se reescribe con cada condicional), sin saber que si el delincuente que lo estaba atracando tuviese que ponerle un porcentaje a sus capacidades, le pondría un veinte por ciento. Pero en sus manos estaba la decisión de que su víctima desayunara mañana en su casa, o no. Y eso hace la diferencia.

Le quitó el sobre y se fue, con sus escalofríos, sus dolores en las coyunturas, su ardor en los ojos, su cabeza como un saco de arena.

¿Esta vaina será dengue? se pregunta asustado.

***

Rodando en la moto, ve una farmacia y decide que no puede esperar más. Para a una cuadra, por una precaución que no puede evitar. Entra en la farmacia. El aire acondicionado le atraviesa la piel. Siempre le han incomodado los espacios cerrados, y más si están lejos de su zona. Además, no le gusta la gente distinta. Y el sitio está lleno de gente distinta.

Agarra el numerito y ve en la pantalla que tiene siete personas por delante. Le provoca sacar la bicha y resolver como lo sabe hacer, pero se contiene. Necesita que le receten algo, y ya se siente como si le hubieran entrado a batazos. Putea. Mira los estantes. Los zapatos de la gente.

Faltan cinco personas y trata de distraerse con el escote de una chica que está con el novio esperando turno. Un pantalón de mono y unas pecas grandes en el pecho. La chica lo ve con miedo y se abraza más al novio. Le provoca atracarla, solo porque le arrecha cómo lo mira. Busca su rostro en el espejo de la sección de los lentes y lo que ve es un malandro con fiebre. Mira alrededor y se da cuenta que todo el mundo lo mira igual. Comienza a ponerse paranoico. Le provoca atracarlos a todos, pero opta por la prudencia.

Levanta la vista y faltan dos números. Le va a pedir a la mamita de la bata azul algo para ese malestar y se va a desaparecer, antes de que se ponga monstruo ahí mismo. ¿Será dengue? Está imaginando la conversación cuando escucha un tipo pegando gritos.

Cuando levanta la vista ve a un bichito con un pistolón agarrado con las dos manos y los brazos extendidos moviéndolos de un lado y al otro, saliendo de entre los anaqueles. A pesar de lo lerdo que lo tiene la fiebre, se pega a una pared y mira hacia la entrada para verificar si está solo. Hay otro en la puerta. Cuando el que entrompa lo apunta, concluye que esa pistola que no tiene puesto el seguro está cargada, por lo que baja la vista y obedece las órdenes. Se pregunta si le dará tiempo de sacar su bicha, pero sabe que los reflejos no lo van a ayudar. Las coyunturas le queman del dolor. ¿Esta vaina será dengue?

Decide que no puede dejarse agarrar armado. El bichito que entrompa está muy nervioso. Los malandros deberíamos tener carné y sindicato, le suelta en chiste una de las neuronas que le quedan vivas. El que está en la puerta tiene la pistola apuntando al piso, como debe ser. Los ventanales de la farmacia dejan ver medio cuerpo, y desde afuera solo se verá a un tipo atento a la calle pero tranquilo. Echa un vistazo a la calle y verifica que no hay un tercero. Están trabajando en pareja. Yo te voy a echar cuento de socios, piensa. Seguro el que está entrompando saldrá primero y el otro lo cubrirá. Ya están sometiendo a los cajeros. Si no se meten con los clientes, quizá decida quedarse tranquilo hasta que se vayan.

Pero el que estaba en la puerta entra en escena:

Sin payaserías, celulares y blackberrys aquí, dice agarrando una de las cestas de la farmacia. Él lo deja pasar a su lado y se fue acercando a la puerta con mucho cuidado. El dolor de cabeza, la concentración, los ojos, salvar el pellejo. El tipo entrompando a los clientes. Ya está cerca de la puerta. Esta mierda tiene que ser dengue, concluye. Está a dos pasos de la puerta. Uno más y está listo, porque luego lo protegerá la pared.

Si tengo que soltar dos plomazos para cubrirme lo hago, decide.

Escucha que ya limpiaron las cajas y sólo queda terminar con los clientes. Puede ver la acera en esa tarde fresca y comprueba que no hay carro esperándolos. Es decir, los tipos van a pie. Es decir, saldrán de la farmacia caminando. Es decir, tiene chance porque no lo van a perseguir.

Da otro paso. Le zumban los oídos. La brisa se cuela por las rendijas de la puerta de vidrio. Ve una señora gorda caminar lentamente hacia la farmacia. Mide a los tipos. Los ojos le arden, pero se concentra. El pellejo primero. Ve por última vez hacia dentro y se tira el resto. Empuja con todo su cuerpo la puerta pero el que se acercaba con la cesta, sin ninguna expresión en el rostro, apunta hacia él. Escucha la detonación y escucha los gritos. Escucha los gritos y escucha los vidrios. Siente que lo empujaron y que se le empieza a mojar un costado.

Desde la acera vio a la señora gorda reírse con todos los dientes. Vio también los zapatos de los tipos saltando sobre él, en dirección a la calle. Comenzó a sentir, cerca del costado húmedo, una quemazón. Alguien gritaba algo de un celular y por primera vez en todo el día sintió que se le aliviaba el dolor de cabeza.

Entendió que la vieja gorda no se estaba riendo cuando vio a la de las pecas consolándola. Debe ser la mamá, pensó.

*******

* Los ancestros de tan viejo oficio señalaban, con más pudor: “La bolsa o la vida”.

Fotografía portada: doug88888