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El problema con el pelo

Los velos de las monjas y de las musulmanas practicantes existen porque es pecaminoso verle el pelo a una mujer que no sea la esposa. También las judías ortodoxas lo ocultan, pero de un modo más sutil: llevan peluca, con lo cual el pelo que les vemos no es el propio. Uno de los negocios más grandes del mundo es el de los champús, las tinturas y los tratamientos para el cabello. Vaya uno donde vaya la primera palabra que aprende, de tanto verla por la calle, es peluquería: parrucchiere, cabeleireiro, hairdresser, Friseur, coiffeur, kapper, perruquer… Y digan lo que digan, y aunque no duela cortárselo, la ceremonia de ir a cortarse el pelo es algo que nos pone siempre en estado de ansiedad. Va uno al cabeleireiro y sale con cara nueva, por no decir con otra personalidad.

No es casual que el mito de Sansón tenga que ver con el pelo. En el libro de los jueces Dalila le pregunta una y otra vez al marido cuál es el secreto de su fuerza. Al fin Sansón se lo revela: “si fuese rapada mi cabeza, se retirará de mí la fuerza mía, y perderé el vigor, y seré como los demás hombres”. Y una vez rapado durante el sueño, al día siguiente lo atrapan los filisteos y le sacan los ojos además. Algún motivo secreto habrá para que en el español colombiano cortarse el pelo se diga motilar, una palabra tan cercana a mutilar. No es mala palabra: el recién peluqueado, y ni se diga la mujer, está en cierto sentido mutilado.

Cuando los primeros europeos llegaron a América encontraron que aquí los leones (a diferencia de los que conocían en el viejo mundo) no tenían melena, ni los varones barba. Los naturalistas resolvieron entonces que era el clima malsano de estos trópicos lo que producía la inferioridad de nuestras razas: el puma y el indio eran inferiores al león y al europeo por la falta de melena en el primero y de vellos y barba en el segundo. En aquellos siglos los hombres no habían adoptado la moda medio andrógina de afeitarse todos, y llevar una buena barba era una señal tan importante como lo es hoy entre los talibanes, para quienes no hay ofensa más grave que hacerlos afeitar. Afeitarse, para ellos, es casi lo mismo que afeminarse, volverse mujeres.

Mucho se ha discutido sobre ese cambio generacional reciente de depilarse también el vello del cuerpo, en el caso de las mujeres, no solamente en las piernas y en las axilas, como se usa hace mucho, sino también en la zona púbica. Me dicen que muchos hombres también se depilan ahí. Este infantilismo, este deseo de ser siempre como Peter Pan, es curioso. Todos ansían salir de la infancia y entrar al fin en la pubertad. Pubertad viene, precisamente, de pubescencia, es decir de tener vellos en el pubis. Pero aunque esa ansiedad persista, se quiere ocultar su signo más evidente, que es el vello. Desconocen los partidarios de la depilación que el vello es una especie de lubricante, y también de protector, y que si está ahí es por algo y para algo.

En el pelo juzgamos muchas cosas: la salud y la edad, sobre todo. La calvicie y las canas, incluso más que las arrugas, revelan muchas cosas, y nos abren o nos cierran puertas a los hombres. Y las mujeres saben que llega un momento en que llevar el pelo largo y suelto se vuelve una vulgaridad para su edad, y entonces, si no se lo cortan, se hacen al menos una moña. ¿Por qué está bien que las mujeres se tiñan pero los hombres no? No sé.

Escribo todo esto porque tengo que resolver cómo deben llevar el pelo los personajes de una novela que estoy escribiendo. Si tienen barba o no; si se tiñen o no; si se depilan o no; si los motila la esposa, la novia, la amante o un peluquero. Y como el asunto es importante en la vida real, lo es también en la ficción. Un novelista, en últimas, tiene que ser también peluquero. El que no haya pensado en el pelo, mejor no escriba novelas.