Artes

Las estrategias de la entereza

Luis Yslas sobre Paleografías (trazos oscuros sobre líneas borrosas), de Victoria de Stefano.

Por Luis Yslas | 23 de octubre, 2010

Hace poco más de una década, Olga Dragnic, lectora de exquisito gusto y, por aquellos años, compañera de maestría en la UCV, me preguntó mientras tomábamos el riguroso café de la panadería del C. C. Los Chaguaramos: “¿Has leído a Victoria de Stefano?”

Le dije que no, que no la conocía. Olga aprovechó entonces para hablarme maravillas de la literatura de Victoria, de quien era además amiga cercana, y me dijo que lamentablemente sus libros eran difíciles, cuando no imposibles de conseguir en las librerías. A los pocos días, Olga me prestó la novela El lugar del escritor, en una edición mexicana de 1993 (reeditada este año por Otero Ediciones). La empecé a leer de inmediato, y desde las primeras líneas presentí que se trataba de esos libros que piden una lectura sin apresuramientos. Tal como se lee la poesía o el ensayo: sin impaciencias, con minuciosa degustación. Una escritura ajena a las tramas y lenguajes espasmódicos, que más bien solicita un ritmo pausado, una “escucha” y un caminar sin prisas por una prosa meditativa que termina por envolver con delicadeza e inteligencia. Esa es la eficacia de toda la obra de Victoria de Stefano: llevar al lector lentamente a esa caja de resonancias en la que la intimidad de lo leído y de quien lee se reconocen como prójimas. Libros no para recorrerlos como un velocista, sino para transitarlos desde la mirada contemplativa de quien se sienta frente a una ventana –o a una pantalla– para observar con atención lo que ocurre del otro lado, y de pronto ese otro lado se transforma en espejo; en revelación.

Por fortuna para todos los lectores que reconocen –o desean conocer– en la prosa de Victoria de Stefano una de las voces más hondas de la narrativa venezolana, hoy sus libros son notoriamente visibles en las librerías locales, gracias a las merecidas reediciones que se han hecho de sus novelas El desolvido, La noche llama a la noche, Historias de la marcha a pie, Lluvia y la citada El lugar del escritor, así como de su ensayo Poesía y modernidad, Baudelaire. Y desde 2004, fecha en la que apareció su novela Pedir demasiado, los lectores que hemos seguido a Victoria en cada libro, en cada ensayo, artículo y entrevista, esperábamos la llegada de lo que ahora no sólo es su último trabajo narrativo, sino su debut en la editorial Alfaguara.

Paleografías (trazos oscuros sobre líneas borrosas) es, en principio, la historia de una severa depresión. Ya este tema la hace una novela profundamente venezolana. Vigente. Cercana. A su protagonista, el pintor Augusto, entrado ya en la cincuentena de la vida y con un pesado saldo de renuncias, pérdidas y frustraciones, se le ha extraviado el entusiasmo vital. Acusa una de esas crisis de la que teme que no haya retorno. No tiene ya ganas de vivir; tampoco de morir. Víctima de una aguda desdicha que lo mantiene presa del “humor brumoso de la clausura”, Augusto, en un esfuerzo por salir a la superficie, decide pasar unos días en un hotel de playa para mitigar –o tal vez asimilar desde un ángulo menos turbio– los recuerdos que lo neutralizan. El sol de la costa adquiere entonces la expectativa de una búsqueda, de una iluminadora salvación que pueda cicatrizar las heridas de su memoria. O quizás descifrar esos oscuros trazos sobre líneas borrosas en que se han convertido sus días y sus noches.

Pero de pronto empieza a llover. A caer uno de esos aguaceros que tan ingratos recuerdos nos traen a todos los que habitamos estas tierras donde no hace sino llover sobre mojado. Sin embargo, en el hotel está momentáneamente protegido, incluso a gusto, y mientras se anuncian derrumbes y carreteras tapiadas en los alrededores, Augusto se encontrará con otro imprevisto. De esos que tienen nombre y cuerpo y voz de mujer. Se encuentra con Gina, una traductora que también viene huyendo de lo que ella misma define como los “caprichos de la adversidad”, y cuyo oficio acaso sirva para entender el sugerente título de la novela. Pero ese encuentro, decisivo en la historia, le corresponde también al futuro lector de esta novela, a quien no pretendo revelar mayores detalles. Así que corramos un tupido velo y que sea él también una especie de paleógrafo de esas vidas pasadas e imaginarias que Victoria ha diseñado con sensible sabiduría narrativa.

Lo que sí quisiera destacar es que su autora nos ofrece en este libro una minuciosa y estremecedora imagen del dolor humano. Razón tiene Diómedes Cordero cuando afirma que en el fondo casi todas las historias de Victoria reflexionan sobre “las estrategias para hacerle frente al sufrimiento”. Paleografías no es la excepción. Más bien es una de sus novelas que explora con mayor profundidad y espesura en la mente enferma del artista depresivo, y en esa inmersión, extrae páginas en las que, creo que por primera vez en su obra, el tópico de la escritura que reflexiona sobre sí misma cede su lugar al artista que ahonda en su psique trastornada y se enfrenta con ese grueso de miedos y culpas que colma su memoria; esto es: su existencia.

Se trata, por supuesto, de ámbitos complementarios. Las relaciones entre depresión y escritura, entre melancolía y creación artística, han recorrido buena parte de la historia pública y privada de la literatura. Pienso, por citar uno de los libros dilectos de Victoria, en La montaña mágica de Thomas Mann, pero también en la obra de Virginia Woolf, de Franz Kafka, de Emile Cioran. Quiero pensar también en unas palabras de Roberto Bolaño, quien sabía, por oficio y por naturaleza, las estrechas relaciones entre enfermedad y literatura: “El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra suerte”. La escritura literaria entonces no puede ofrecer la cura definitiva. El arte no tiene vocación de panacea, ni puede prometerse como medicamento milagroso. La salud es siempre una utopía que el tiempo o la calamidad se encargan de desvanecer. Pero sí es posible que el arte, en cualquiera de sus sucursales discursivas, dé cuenta de ciertas estrategias que impidan, como señala María Fernanda Palacios, que el mundo, nuestro mundo, se deshaga del todo. Esa pausa ante lo inevitable, ese enriquecimiento espiritual de la fugaz estadía humana en el mundo, es una de las bondades que más debemos agradecerle a los artistas. Paleografías forma parte de estos imborrables enriquecimientos de nuestras almas enfermas, pero que insisten, con sobradas razones y emociones, en permanecer.

En este sentido, recuerdo unas palabras que me dijo Victoria hace unos meses al preguntarle sobre qué valor consideraba ella prioritario. Ella me contestó: la entereza. Y es cierto, si pensamos que toda su obra es un paisaje humano en el que pueda que no haya muchas alegrías, pero tampoco hay desesperanza. Hay algo que se sitúa más bien en una zona intermedia; esa fortaleza sin aspavientos que ofrece un segundo aire, y hasta un tercero, para no perder de vista que la vida está llena de dolores, pero no es un dolor. Esa modesta valentía que impide que desaparezcan las ganas de belleza y justicia, pero también de libertad y amor que anida en sus personajes, a pesar de ellos en algunos casos. Porque la escritura imaginaria no sólo es peso sino levedad, y en ciertas ocasiones, logra sacar algunas piedras del bolsillo de los deprimidos y regresarlos de esas negras aguas de las que no pudo salir la entrañable Virginia Woolf. Se trata de la conciencia de que el fracaso, el padecimiento, el miedo, la soledad nos sitúan muchas veces en una perspectiva que no posee el vencedor, o lo que la sociedad entiende por vencedores. Ese es uno de los motivos que más rescato, que siento más cercano, de la obra de Victoria de Stefano. La escritura que recrea el padecer de la desilusión y la derrota, de la propia creación inclusive, pero en la que sus personajes, si bien pierden el equilibrio y extravían el centro, hacen un esfuerzo por mantenerse en pie, por atravesar el oscuro pasadizo de sus vidas con la mirada más lúcida que alucinada. Seres para quienes la entereza representa algunas veces una causa, y otras, un mesurado destino. Por eso creo que, no por casualidad, los libros de esta escritora llevan como firma el nombre de Victoria. No es azar: es justicia poética.

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Feria del Libro de Baruta 2010. Plaza Alfredo Sadel. Caracas, 21 de octubre.

Luis Yslas (Lima, 1972). Licenciado en Letras por la UCAB (1995). Director de la editorial venezolana Madera Fina. Ha colaborado para publicaciones venezolanas como El Nacional, Prodavinci, entre otras. Es autor del libro de aforismos A la brevedad posible (Libros del Fuego, 2015). Lector a tiempo completo. Twitter: @luisyslas. E-mail: luis.yslas@gmail.com.

Comentarios (5)

julio cèsar
23 de octubre, 2010

excelente cronica, HOY conoci delejos a la escritora en la feria,mientras presentabam el lugar del escritor,sus gestos convinados con su verbo en simultaneo te atrapan de inmediato,nola conocia ni eh leido de ella, tengo una deuda conmigo que debo saldar.

Alberto Borges
24 de octubre, 2010

Después de leer esto, no queda otra sino buscar los libros de la autora. Muchas gracias.

Diana
2 de noviembre, 2010

Excelente comentario crítico. Si así es el comentario, habrá que ir a buscar la novela cuánto antes. Saludos y gracias.

María Eugenia Sáez
2 de diciembre, 2010

Me gustaría echarle aunque no soy afecta al tema de la melancolía porque dudo que nadie pueda ponerlo a la altura de la del Augusto de la unamuniana Niebla, y porque me recuerda a la del protagonista de Muerte en Venecia

ofelia
4 de diciembre, 2010

SALUDO CARIÑOSO, AMIGA VICTORIA ESE LIBRO SERÁ MI AUROREGALO DE NAVIDAD NO LO PELO UN ABRAZO CARIÑOSO OOF

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