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La noche de los calvos – Deep Purple en Caracas

El rock, a diferencia de la enología, es un arte enemigo del envejecimiento. Hay ciertos elementos de la estética del rock que no siempre calzan bien con la tercera edad: aretes, tatuajes o la obligada chaqueta de cuero nunca serán lo mismo en manos de nuestros abuelos. También está el delicado asunto del cabello, pero de eso hablaré más tarde.

La reciente visita de Deep Purple a Caracas me hizo caer en cuenta de varias cosas que yo ya había intuido en la vida, pero que exigían de una puesta en escena para darlas por ciertas. Una de ellas (y tal vez la principal) es que siempre nos sentiremos distintos a como nos vemos en el espejo. Esa primera epifanía la tuve en la cola para entrar al concierto del grupo británico: una pareja, espléndida para un spot de Securezza, canturreaba “Smoke on the water” como si estuviera arrullando a un nieto muy querido.

La otra revelación fue más estética que metafísica, más cercana a Helena Rubinstein que a Inmanuel Kant. Una buena melena es al rock lo que un tupido afro es al funk: algo tan consustancial al rockero de raza como la muñequera de clavos o la sortija de calavera.

Tal vez por ello es que la noche del concierto resultó un tanto equívoca para mis expectativas. En las simplificaciones que suelo hacer, imaginé el espectáculo como un océano de anémonas batientes al compás de los riffs de Steve Morse. La realidad me entregó anémonas, eso es cierto, pero éstas sufrían de la próstata y exhibían una alarmante alopecia.

Otro detalle sospechoso fue la falta de sufrimiento para acceder al show. Acá puede que peque de anacrónico, sobre todo si tomamos en cuenta que mi último concierto visto fue el de Guns N´ Roses en el ya lejano y revolucionario año 92. Con todo y ello, no pude evitar echar de menos la peinilla policíaca, la lluvia inoportuna o al vendedor de Doritos.

El anfiteatro del Sambil, lugar del concierto, se encuentra demasiado cerca del Hard Rock Café como para no sentir la tentación de quedarse en él y evitar una aventura a la intemperie llena de sudor, pisotones y mal aliento. Allí de seguro me hubiese ahorrado el tercio de quincena que gasté en el boleto y la decepción de escuchar a un Ian Gillan a un tercio de su registro vocal. Pero estas son cosas de las que uno se entera demasiado tarde. De ese falso templo del rock a las turbulencias del concierto en vivo sólo mediaba una frágil frontera que vi vulnerar con excesiva frecuencia. Los clientes del Hard Rock parecían gozar de un ventajoso 2 x 1 sin mayores contratiempos.

Ya dentro del anfiteatro el ambiente era de verbena, de reencuentro de alumnos sanignacianos. Dos cervezas que pagué a precio de Madison Square Garden me urgieron a visitar el baño. Observé, con desencanto, que la caseta que me tocó utilizar era un paradigma de asepsia y parecía haber llegado allí cinco minutos antes de que yo lo hiciera. Algo en mi particular mitología del rock estaba comenzando a desmoronarse.

Estando aún en la caseta escuché los primeros acordes de Picture of home. Eran las nueve y media de la noche y esto me hizo pensar en la puntualidad inglesa y en la ausencia de teloneros. El escritor Juan Villoro dice que los conciertos masivos de rock son ciudades con un barrio de lujo y demasiados arrabales. Esto sólo lo comprendí a cabalidad cuando un acomodador me señaló con el dedo la onerosa marginalidad que me había tocado.

Cuando al fin llegué a la Siberia que indicaba mi ticket, pude tener una perspectiva más global y cierta del lugar que me corresponde en el mundo. Desde mi lejana atalaya, las seis toneladas de equipo que supuestamente trajo el grupo, se veían y sonaban como las cornetas de cualquier miniteca de los años ochenta. Aquel impreciso rumor me llegaba aún más distorsionado por el precario coro en inglés de la asistencia entusiasta y por el sonido ambiente del Hard Rock Café a mis espaldas.

En las notas de prensa promocionales del concierto se prometía, además de las seis toneladas de equipo, una potente puesta en escena que incluiría “efectos especiales”. La potente puesta en escena consistió en cuatro largos pendones colgados al fondo del escenario y el único efecto especial que alcancé a ver se limitaba a un persistente y enervante humo, cortesía de los cigarrillos de cannabis del público de la olla.

Del Ian Gillan que una vez caracterizara a Jesús de Nazaret en la ópera rock Jesucristo Superstar, sólo quedaba un detalle de vestuario: el vocalista permaneció descalzo durante todo el concierto. De la bíblica y negra cabellera, apenas atisbé un promontorio gris y mustio que la brisa nocturna caraqueña no lograba conmover. Gillan tocó la pandereta, sopló dos armónicas rítmicas y bailó. Su danza me recordó a un turista alemán en Choroní al borde de un coma etílico.

El resto del grupo sonó igual que en un añejo video de YouTube. Un verdadero milagro si tomamos en cuenta que el único miembro original de la banda era Ian Paice, el baterista, hoy gordo y fotofóbico. Don Airey, en Perfect Strangers, intentó con más voluntad que éxito evitar que nos sintiéramos extraños en nuestro país: “improvisó” el Alma Llanera seguido del intro de la Guerra de las Galaxias, como si ambas melodías fueran complementarias. Steve Morse fue un virtuoso a la manera del organista de tasca: se paseó por la historia del heavy metal en diez minutos y sus errores perfectamente podían achacarse a la bebida del local. Roger Glover, que parece sacado de un capítulo de American Chopper, fue uno de los mejores de la noche. Con su brillante ejecución en el bajo y su pinta de pandillero a la vieja escuela, logró darle la tonicidad necesaria a cada una de las piezas y devolvernos parte de la épica rocanrolera tan escasa en estos días.

El concierto terminó con un bis que trajo dos temas que no fueron solicitados: Hush y Black Night sustituyeron a una anhelada Woman from Tokio que valía por ambas.

A la salida del anfiteatro tuve la desgracia de encontrarme con un antiguo compañero de colegio. Cuando me hallo en este tipo de situaciones suelo meter la barriga y procuro que el encuentro sea lo más breve posible. Pero mi condiscípulo se puso nostálgico y quería que le resumiera los últimos veinte años de mi vida mientras subíamos por unas escaleras mecánicas. Cuando estaba a punto de relatarle lo de mi divorcio y otras menudencias biográficas, mi ex compañero de clase de pronto me interrumpió con una brutal obviedad: “¡Pana, estás calvo!”.

Entonces vi mi reflejo en una de las infinitas vidrieras del Sambil y sólo logré ver a un asistente más del concierto.