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Oscar Marcano: literatura para la reflexión

El proceso de esculpir, al igual que el de pintar o el de escribir, comprende un primer tramo en el que cuesta emplearse. Un rústico período donde el miedo te impide el ejercicio. Un miedo que incita a la deserción y a la fuga: cualquier dato del entorno atrae tu atención, te arroba y te seduce en detrimento del trabajo. Si te esmeras y consigues salvar ese obstáculo haciendo un denodado esfuerzo por concentrarte, lograrás consagrar un buen número de horas diarias a la creación. A esta la llama él la fase del oficio, que es lo mínimo que se le exige a todo iniciado, y no conlleva más propósito que fijar la atención en lo que se hace. Se dice fácilmente, pero no lo es. Muchos se ven obligados a echar mano de insospechados recursos para conseguirlo. No obstante, la mayoría se queda en la carretera. Es la etapa a la que hay que aspirar. Se logra, pero supone demasiado sacrificio, demasiado tesón. El diálogo con la obra entraña períodos de gran concentración en los que el escritor, el músico, el pintor, se cuece en sí mismo en un torrencial monólogo interior, se acrisola y avanza hacia un punto desconocido, pero en unidad. En esa medida y si el quehacer es sostenido, puede llegar el salto. No suele ocurrirle a muchos, pero si sucede, el universo cobra sentido, los materiales se acoplan, las piezas encajan y la belleza te comienza a sonreír. Es la fase de las endorfinas. El trabajo te hace segregarlas. El placer se vuelve un estado y la concentración un vicio. A la postre sobreviene la adicción por la obra, la euforia por sus pormenores, y ni un cataclismo logrará desprenderte de la piedra, del piano, de la página en blanco. Si por error algo —cualquier cosa— consigue apartarte de tu labor, te asaltará el síndrome de abstinencia y lo pagarás con sangre. En ese momento estarás trasegando el verdadero territorio del arte, y a partir de entonces sólo te manejarás con calidades y detalles de ese tenor. No pensarás en mercado, en dinero, en gloria, ni en otro tipo de apego, y ya no podrás sustraerte de ese portento. Gloria y dinero te parecerán vacuos fuegos de artificio, eructos obscenos de los que no entienden ni conocen el éxtasis de crear. Y aunque te distraigas en otras cosas, tu mente siempre estará en la tela, en el yeso, en el bronce. Al salvar esa marca, al cruzar esa línea, no habrá vuelta atrás. Serás artista, me dijo. Nunca antes. El artista nace, es cierto, pero sólo al trasponer ese umbral. Yo, querido hijo, no he logrado siquiera vencer el miedo. Mucho menos conquistar el oficio. Temo que lo mío ha sido sólo delicuescencia. En lo personal apenas he rozado —con demasiada precariedad— las aristas de la concentración (ese acuerdo interno de cabos sueltos) y tengo una noción demasiado remota de lo que son las endorfinas en el arte. Por eso sé que no soy escultor. Nueva York me lo ha confirmado. En realidad ya no sé qué soy: si un iluso que se ha engañado a sí mismo con una presunción o un aficionado que dilapidó el tiempo aguardando a que la fruta le cayera del cielo. Sigo en la disyuntiva. Tal vez tú un día me ayudes a descubrirlo.

Te ama siempre,

Papá.

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Oscar Marcano/Puntos de Sutura

El proceso de esculpir, al igual que el de pintar o el de escribir,
comprende un primer tramo en el que cuesta emplearse. Un rústico
período donde el miedo te impide el ejercicio. Un miedo que incita a
la deserción y a la fuga: cualquier dato del entorno atrae tu
atención, te arroba y te seduce en detrimento del trabajo. Si te
esmeras y consigues salvar ese obstáculo haciendo un denodado esfuerzo
por concentrarte, lograrás consagrar un buen número de horas diarias a
la creación. A esta la llama él la fase del oficio, que es lo mínimo
que se le exige a todo iniciado, y no conlleva más propósito que fijar
la atención en lo que se hace. Se dice fácilmente, pero no lo es.
Muchos se ven obligados a echar mano de insospechados recursos para
conseguirlo. No obstante, la mayoría se queda en la carretera. Es la
etapa a la que hay que aspirar. Se logra, pero supone demasiado
sacrificio, demasiado tesón. El diálogo con la obra entraña períodos
de gran concentración en los que el escritor, el músico, el pintor, se
cuece en sí mismo en un torrencial monólogo interior, se acrisola y
avanza hacia un punto desconocido, pero en unidad. En esa medida y si
el quehacer es sostenido, puede llegar el salto. No suele ocurrirle a
muchos, pero si sucede, el universo cobra sentido, los materiales se
acoplan, las piezas encajan y la belleza te comienza a sonreír. Es la
fase de las endorfinas. El trabajo te hace segregarlas. El placer se
vuelve un estado y la concentración un vicio. A la postre sobreviene
la adicción por la obra, la euforia por sus pormenores, y ni un
cataclismo logrará desprenderte de la piedra, del piano, de la página
en blanco. Si por error algo —cualquier cosa— consigue apartarte de tu
labor, te asaltará el síndrome de abstinencia y lo pagarás con sangre.
En ese momento estarás trasegando el verdadero territorio del arte, y
a partir de entonces sólo te manejarás con calidades y detalles de ese
tenor. No pensarás en mercado, en dinero, en gloria, ni en otro tipo
de apego, y ya no podrás sustraerte de ese portento. Gloria y dinero
te parecerán vacuos fuegos de artificio, eructos obscenos de los que
no entienden ni conocen el éxtasis de crear. Y aunque te distraigas en
otras cosas, tu mente siempre estará en la tela, en el yeso, en el
bronce. Al salvar esa marca, al cruzar esa línea, no habrá vuelta
atrás. Serás artista, me dijo. Nunca antes. El artista nace, es
cierto, pero sólo al trasponer ese umbral. Yo, querido hijo, no he
logrado siquiera vencer el miedo. Mucho menos conquistar el oficio.
Temo que lo mío ha sido sólo delicuescencia. En lo personal apenas he
rozado —con demasiada precariedad— las aristas de la concentración
(ese acuerdo interno de cabos sueltos) y tengo una noción demasiado
remota de lo que son las endorfinas en el arte. Por eso sé que no soy
escultor. Nueva York me lo ha confirmado. En realidad ya no sé qué
soy: si un iluso que se ha engañado a sí mismo con una presunción o un
aficionado que dilapidó el tiempo aguardando a que la fruta le cayera
del cielo.
Sigo en la disyuntiva. Tal vez tú un día me ayudes a descubrirlo.
Te ama siempre,
Papá.