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La revolución quedó en la memoria

Sergio Ramírez y Daniel Ortega

León Trotski escribe su historia de la revolución rusa movido por la necesidad de imponer sobre la visión histórica convencional y burguesa, la percepción del revolucionario. Como resultado encontramos en sendos volúmenes un acercamiento doblemente prejuiciado, condescendiente, permisivo y enrarecido por el discurso de una ideología. También se ha dicho que la historia la escriben quienes terminan por imponerse; en todo caso, el revolucionario bolchevique, cabeza de la insurrección de San Petersburgo y creador del Ejército Rojo más allá de la circunstancia de su defenestración, una vez concienciada su exclusión de las filas “revolucionarias” reconsideraría más de un pasaje de la memoria que escribiera sobre el evento histórico, tal como lo esboza en su libro La Revolución Traicionada. Trotski es devorado por Saturno o asesinado por Stalin, pues cree en Saturno y en Stalin como una distorsión enmendable.

La revolución sandinista, al igual que la revolución cubana, despertó un sinnúmero de expectativas, incluso se convierte en una burbuja de oxígeno para el desmejorado experimento de Castro que acusaba la deslegitimación impuesta por la práctica totalitaria de descalificación, la sistemática persecución de la disidencia y la alineación geopolítica en un mundo desgarrado por la guerra entre potencias. De alguna manera, la lucha con Somoza, la derrota del gobierno dinástico, la entrada en Managua de un ejército y de un movimiento popular que en nombre de Sandino echa por tierra una ignominiosa dictadura y que a su vez, con la frescura de los primeros momentos de los actos redentores, emprende de inmediato y con énfasis propagandístico, campañas de alfabetización, salud y reparto de la tierra; convocará la atención de la comunidad internacional que espera que no sea convertida –la revolución- en otro frente de la confrontación este-oeste.

Sergio Ramírez es uno de los líderes fundamentales de aquel proceso, miembro del Grupo de los Doce, representante de los terceristas dentro del Sandinismo; luego, parte de la Junta de Gobierno, negociador de la paz con los Estados Unidos y que en el amanecer de la derrota electoral del Frente Sandinista para la Liberación Nacional, evolucionará hacia posturas críticas que terminarán por distanciarlo de forma irreconciliable con los compañeros de toda una vida de lucha. Sergio Ramírez es quien, cerrando un ciclo de confrontación, escribe la memoria de la revolución sólo por la necesidad de contarnos que él la vivió, que nadie se lo ha contado, que estuvo allí, en medio de sus contradicciones, entre la majestad y la miseria de un sueño.

¿Y qué fue la revolución? En principio, una utopía realizable desde las catacumbas liderada por un grupo obstinado que se impuso la tarea de derrocar a un régimen inicuo. Poco a poco a los hombres que trabajaron en las catacumbas se les fueron uniendo los más diversos sectores de una sociedad hastiada de la tiranía de los Somoza. Y más tarde, la voluntad del país –expresada en una exitosa insurrección-, y el apoyo de líderes de otras naciones latinoamericanas –entre los cuales podríamos contar la figura de Omar Torrijos, Carlos Andrés Pérez, López Portillo y Fidel Castro. Una vez en el poder, los sandinistas encarnaron una promesa de redención, la condena a los regímenes militares del sur y una opción que buscó deslindarse de la influencia hegemonizadora de los Estados Unidos, sin necesariamente orbitar como otro satélite pro-soviético. Pero, ¿en qué devendría la revolución? Como toda revolución, convoca para terminar excluyendo. A pesar de las agresiones del gobierno conservador de Reagan, un sector del sandinismo se empeñaría en radicalizar la dinámica encaminando a aquel proceso dentro de la confrontación de la guerra fría y en los últimos momentos, a declarar fidelidad ideológica a un mundo que comenzaba a dejar de existir. Una vez pasada la edad de la inocencia, comienza la edad de la intolerancia y del sectarismo. Los sandinistas, luego de una última y errada lectura de la historia, sufrirán una inesperada y contundente derrota electoral en 1990.

Esto rompe un paradigma, revolución sí pierde elecciones.

Vale entonces preguntar ¿hubiese escrito Sergio Ramírez un libro relevante, en la medida en que es una memoria crítica de una revolución, en aquellos momentos en los que estaba comprometido con lo que se suele llamar el proceso, o, necesariamente debió distanciarse hasta el punto de no retorno, la ruptura irreconciliable con sus compañeros de ruta?

Al leer Adiós Muchachos, (primera edición El País-Aguilar 1999) entendemos por qué León Trotski nunca pudo ser la memoria histórica de la revolución bolchevique, a pesar de haberse convertido en un hombre perseguido a muerte por Iósiv Stalin y por los GPU (antigua KGB). Nunca internalizó –o no quiso hacerlo- la ruptura ideológica que requería su separación del proyecto soviético. Esto se evidencia al leer a Ramírez, al afirmar, a través de las páginas del libro que “la revolución no trajo la justicia anhelada para los oprimidos, ni pudo generar riqueza y desarrollo; pero dejó como su mejor fruto la democracia sellada en 1990 con el reconocimiento de la derrota electoral que, como paradoja de la historia, es su herencia más visible, aunque no su propuesta más entusiasta.” Para el escritor y líder sandinista, el logro de mayor importancia de aquellos años de conmoción fue el triunfo de la democracia como valor y única opción política para la reconciliación y la paz, y es eso lo que le permite manifestar, en el marco de la esperanza, que los sueños éticos, los sueños de justicia social volverán tarde o temprano a otra generación que habrá aprendido de los errores, las debilidades y las falsificaciones del pasado. No percatándose quizás de que las figuras más obtusas del sandinismo quedaron a la cabeza del Partido por la revancha.