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Despachos desde Frankfurt (2)

Mi segundo día en Frankfurt comenzó con una llamada de la recepción, a las ocho y media, informándome que debíamos reunirnos en el lobby del hotel a las nueve. Hoy arrancaban las actividades en la Feria y teníamos una reunión a las once con un funcionario de la Asociación de Editores y Libreros Alemanes, y de seguidas, otra con Dieter Schmidt, de la Feria del Libro.

Ambas reuniones estuvieron colmadas de datos valiosos sobre la puesta en escena de esa colosal cita mundial. Supimos, por ejemplo, que la Asociación de Editores y Libreros, que es como decir una Cámara del Libro que incluye a libreros y a todos los entes relacionados con la producción editorial, agremia a 1.833 editoriales y a 3.814 librerías propiamente dichas (hay cerca de 7.000 puntos de venta de libros, si se suman gasolineras, quioscos, etc.). También, que en Alemania existe el precio fijo para los libros y que estos tienen un IVA preferencial del 7%. Para abrumarnos con la eficiencia de esta asociación, bastaría con saber que dispone de una base de datos de la industria que permite saber, por ejemplo, los títulos agotados en un momento determinado. Y estamos hablando de cerca de un millón doscientos mil títulos disponibles, que a los que cada año se suman, en promedio, 94.000. Una tercera parte de esa cifra la componen los libros de ficción.

Concluidos esos encuentros, comenzó el abismo. Cecilia y Franziska nos dieron las indicaciones generales, las cuales incluían el sitio en que debíamos encontrarnos para una recepción que daría el Goethe-Institut a las tres y media, y nos dejaron de nuestra cuenta en ese laberinto compuesto por ocho gigantescos “Halles”. Antes de separarnos, recordé las palabras de Schmidt, que habla un español muy fluido y tiene muchos años trabajando para la feria:

Hay sitios de la Feria que yo nunca he visto.

Con esa borgeana sentencia partí en mi expedición, acompañado de dos periodistas argentinos, Daniel y Pedro, en busca del Halle 5.1, donde se encontraban los pabellones de Latinoamérica, España, Italia y Turquía.

Atravesando una plaza descubierta del fresco mediodía de Frankfurt, iba a perderme en la masa de cerca de 300.000 visitantes venidos de todos los rincones del planeta que espera la feria para esta 62 edición, que sólo dura cinco días. Una vez alcanzado el Halle 5.1 fuimos perdiendo la timidez y nos lanzamos, cada uno por x|su lado, tras los pasos de sus respectivas apetencias. Yo me dediqué a fotografiar los pabellones de las grandes casas editoras y de los países que veía en mi camino. Fotografié los libros de Israel Centeno que están en el stand de Periférica y luego, animándome a ir más lejos, caminé hasta el Halle 6.1 para tomar una foto en la que aparece el nombre de Alberto Barrera Tyzska en una pared de Gallimard.

Sin proponérmelo, frente al stand de un grupo de editoriales mexicanas y españolas, llegué a coincidir en minutos con Ulises Milla, un amigo catalán llamado Miquel Adam, y Gustavo Guerrero. Pensé con asombro que en espacio de cinco metros me había encontrado a toda la gente conocida que no viajaba en el mismo grupo que yo, pero me equivoqué. A las pocas horas, en la recepción del Goethe, me encontré con Bernardo Infante.

A la vida, sin duda, le encantan esos juegos.

Dos días de la Feria se dedican a la visita del público, pero no hay venta de libros en los stands. Uno camina entre cientos de pabellones con mesas en las que siempre hay gente sentada comprando o vendiendo, pero licencias, no ejemplares. Todo el mundo está presente en la Feria del Libro. Se me antoja que es el Mundial de Fútbol de las letras. Caminé entre los pabellones de Turquía y de los países de la extinta Unión Soviética. Fotografié los de los países asiáticos. Hay editoriales que tienen verdaderas oficinas de negocios.

Los pabellones son la carta de presentación de los países ante el mundo. La industria editorial de un país, expuesta en esa vitrina, dice más de ese país que los discursos en la ONU. La constante presencia (año tras año) en la feria es fundamental para sacarle cada vez más provecho. Los pabellones dedicados a Argentina son impresionantes, sin duda, pero los de México, Brasil y Colombia dicen mucho de cuánto esos países esperan ser tomados en cuenta.

¿Del Pabellón venezolano? Un modestísimo stand en el que se dejan ver unos cuantos títulos de Monte Ávila y otras editoriales venezolanas, entre las cuales se destaca una pared para textos políticos, deja ver que cuando los adeptos al gobierno dicen que ahora tenemos presencia en el mundo, no lo dirán por nuestra magra presencia en la cita editorial más importante de ese mismo mundo.

Poco a poco vamos poniendo en práctica las estrategias adecuadas. Gastar sólo lo necesario en el almuerzo para que el dinero vaya rindiendo para las cervezas hacia la tarde-noche fue de las primeras que adquirimos. De hecho, después del vino ofrecido por el Goethe, me fui con Daniel a seguir conociendo las cervezas alemanas en los quioscos que están dispersos en una plaza que hay entre el Halle 3 y el 5, mientras se hacía la hora de la reunirnos para la cena. El clima, la infinita variedad de atuendos que se dejan ver en ese laberinto, bastarían para ver pasar las horas en ese encuentro en el que se mueven (aunque no se vea dinero más que en los quioscos) millones de euros en transacciones internacionales.

En las cenas es de las pocas ocasiones que nos reunimos todo el grupo. El acuerdo tácito es que nos entendemos en español, aunque al rato sospecho que los brasileños podrían comenzar a hablar en portugués e igual los entendería. Alguien contó que había estado en el Halle 8 (¿cómo? Yo pensaba que su existencia era un mito). Las guías insisten en que ya estamos preparados para tomar el tren y el respectivo metro que nos llevarían desde el hotel a la feria. Yo lo pongo en duda, pero no digo nada. Las ganas de conversar mientras bebemos cervezas chocan con el maltrato de unos cuerpos que no terminan de reponerse del viaje. Mañana hay que pararse temprano. Quedan cuatro días de Feria.

Nos despedimos con alegría, pero sin euforia.

Un paréntesis antes del necesario final. No lo dije antes, pero mi salida de Venezuela estuvo plagada de contratiempos que yo reducia entonces a un asunto de estupidez y arbitrariedad. No hubo funcionario venezolano (desde la muchacha de acento gocho que se pavoneaba, enfundada en su uniforme de Guardia Nacional, con preguntas insólitas mientras me retenía el pasaporte en el primer chequeo; hasta la llamada a revisar mi equipaje frente a otros guardias a media hora de partir) que no hiciera su parte para darle el toque de suspenso a mi abordaje al avión con destino a Frankfurt.

Me da por pensar, desde mi habitación de hotel en Mainz, que a la vida le encanta jugar a la cursilería. Pienso en todas las dificultades que las autoridades venezolanas interpusieron en mi camino hacia el vuelo 535 de Lufthansa, y me place pensar que se trataba de un fantasmal, desconocido, inconsciente impulso de regalarle un final con visos mágicos a esta segunda entrega: cada gesto de cada uno de esos funcionarios, que entonces consideré como estupidez o arbitrariedad, era el patriótico deber de “impedirme” el encuentro con esa vergüenza llamada “la participación oficial venezolana” en la Feria de Libros más importante del mundo.

Aunque no sea verdad. Aunque sólo sea mi excusa para haberlo dicho.

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Lea la primera entrega de Héctor Torres aquí