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La enfermedad del Nobel

El segundo jueves de cada Octubre se informa urbi et orbe en quién recayó el Nobel de Literatura. Es un día mítico y dramático. Lo primero porque todos esperamos el anuncio de la Academia Sueca como si se tratase de una epifanía, de la revelación de un secreto órfico, de una santificación, o de un sacrificio del cordero. En suma, es uno de tantos actos laicos que se revisten con los oropeles propios de los asuntos sagrados. Conocido el beneficiario, nos sorprendemos (cuando nos resulta más desconocido que los pensamientos de quien está a nuestro lado en el metro), o levitamos de alegría (cuando el nobelado es de los que hemos leído como si fuese el testamento que nos lega millones en divisas fuertes), o nos cariacontecemos (cuando no es uno mismo el designado).

Conozco casos patéticos (o me han hablado de ellos) de escritores que no hacen otra cosa que esperar pacientemente los primeros días de Octubre de cada año. Cuando llegan, toda su energía y tiempo los vuelcan en navegar por Internet con la misma ofuscación con la que Ahab perseguía a la Ballena Blanca por las insondables aguas del Pacífico, para captar cualquier indicio de que esta vez sí, él será el premiado. Alguno va más allá, y se comunica con la casa londinense que cada año abre apuestas sobre el posible premiado, y entrega al envite unos ahorros que ha guardado especialmente para la ocasión, de tal modo que su nombre pueda aparecer en el tablero de “apostables”, aunque sea en la improbable posibilidad de un 10.000 a 1. Así, dice, si me dan el Nobel, que lo merezco, además del casi millón de coronas suecas me forraré de libras esterlinas. Otro, de nuestra lengua pero no país, lleva un cuaderno empastado en negro y dorado donde va actualizando año a año los que se honrarán con su invitación para asistir a la recepción de su Nobel. Le han informado, y lo tiene como dato cierto, que cada Nobel puede invitar a diez personas cuyos gastos los cubre la Fundación otorgante. Así que este escritor, según sean sus fobias y sus amores, va tachando y añadiendo, tachando añadidos y añadiendo tachados según sea su humor, e incluso a alguno le comunica que “te he puesto en la lista” o “jódete, te he retirado de la lista”. Y así van pasando sus años, melancólicos y ofuscados.

Es que este Nobel, el de Literatura, es curiosamente diferente a los otros, al de Química o Economía, pongamos por caso, o al de Medicina, no sólo en su materia, obvio, sino en las pautas de selección. En éstos, la característica infalible es que el premiado es conocido y reconocido universalmente en su campo, no así el de Literatura. En éste suelen producirse verdaderos desconciertos cuando el Secretario de la Academia lee el nombre y todos, o casi, tenemos que correr a Internet a ver de quién se trata, al mismo tiempo que en Internet están corriendo a ver quién es. El año pasado ha sido uno de esos, pues de la radiante señora Herta Müller a ver quién tiene idea de sus aportes, más allá de que fue perseguida y defiende a las minorías (valores que en sí, no son propiamente literarios, y si no estoy en lo cierto lo reclamo para mi admirado Cassius Clay y sus memorias Soy el más grande). Estos insólitos premiados vivirán su momento de gloria con el inusitado aumento de ventas de sus libros (es otra diferencia de este Nobel con los demás), y al mes ya nadie se acuerda de ellos. Pero, según dice el refrán, quién les quita lo bailado. Así que a veces me ha dado por creer que tiene razón mi amigo, que los Académicos suecos colocan sus alcancías en la citada casa de apuestas en Londres y se ponen de acuerdo para dar un batacazo. ¿Alguien, continúa mi amigo, se habrá puesto en la tarea de revisar sus cuentas bancarias después que pronunciaron el nombre, qué sé yo, de Gao Xingjian, Eyvind Jonson, Johannes Vilhelm Jensen, Frans Eemil Sillanpaa, John Galsworthy o Henrik Pontoppidan, por anotar unos pocos? Y sin que se nos pase por alto el infarto mundial que provocó aquel Nobel de Literatura, sí, leyeron bien: Literatura, para Sir Winston Churchill, y todavía no nos reponemos del todo cada vez que nos viene a la memoria.

Hay que reconocerlo: también es verdad que muchas veces, y me parece que son las más, el galardón va a parar a manos que ya han conocido la pequeña gloria de ser leídos y comentados en el ancho mundo. Pero el amigo, candidato él mismo por sí mismo al Nobel, me asegura que, claro, cómo no va a ser así: tienes que embaucar a la gente con unos cuantos premiados que todos esperan, para acumular credibilidad y, así, meter otro gato por liebre para que su broker inglés se lo recoja en frutos financieros. En fin, quién sabe, sólo que uno, tan rodeado de misterios por esta vida inflada de enigmas, quisiera que al menos este Nobel circulara por la normalidad sencilla de premiar sólo a los evidentes. ¿Y éstos quiénes son? Sí, reconozco que se trata de un tema que puede llevarnos a desenfundar el arma desde la cintura o desde la boca (insultos o escupitajos).

Así que, según sus malignos detractores, dos de nuestros grandes novelistas latinoamericanos tendrán que seguir un año más con su inveterado ritual de sentarse cada uno, el segundo jueves de Octubre, ante su televisor, solo, con un teléfono especialmente adquirido para la ocasión y sobre cuyo número han tenido la precaución de que sólo sea conocido por el Secretario de la Academia. Así le evitan gastarse su precioso tiempo en ordenarle a un ujier que le busque el número telefónico de… bueno, alguno de los dos que, según se mal habla por allí, emplean este método.

El único caso que conozco sobre este asunto, y que resulta reconfortante, es el de Ciorán. Candidateado en una ocasión, el Secretario solicita que se indague si está dispuesto a recibirlo, pues sospecha que los va a mandar ustedes saben dónde cuando se lo concedan. La averiguación queda en manos de la secretaria de prensa de la Fundación. Mujer esbelta, hermosa, capaz de provocar verdaderas subidas de Bolsa allí por donde pase. Ciorán la recibe pues se le presenta como periodista interesada en hacerle una entrevista. El escritor queda completamente enceguecido ante aquella hembra espléndida. La invita a pasear por los Jardines de Luxemburgo, y preparar la entrevista en un ambiente propicio, aunque sólo tiene en la cabeza un propósito: seducirla. Cuando la conversación avanza y él está a punto de tomarle la mano, aquella estatua le pegunta gélidamente si estaría dispuesto a aceptar el Nobel. Y Ciorán cae en cuenta. Se levanta, la insulta ferozmente en rumano, la manda a donde el Secretario sospechaba que los mandaría a ellos. Como llovía, él le había prestado un paraguas a aquella aparición. Al percatarse de la tramoya, se lo arrebató sin miramientos. Y ahí quedó ella, empapándose bajo el estruendo de una lluvia otoñal y de un desconcierto sin límites. Bueno, bastante más lamentable y hasta patético fue el baile que se montó Eugenio Montale cuando supo que fue escogido y nunca su archienemigo Ungaretti, mayor que él unos dieciséis años, mientras gritaba enloquecido “le hemos ganado al viejo, le hemos ganado al viejo”, a pesar de que Ungaretti llevaba cinco años muerto.

En fin, como dijo no sé quién, glorias y miserias se anudan en nuestros corazones con sus ponzoñas. Y si se trata de libros que registren las maledicencias en el cosmos de los literatos, les recomiendo uno de Alberto Angelo (sospecho que es un seudónimo para impedir que algún sicario acabe con él). Se rumorea que es catalán, clarinetista y entomólogo (vaya combinación; tiene todos los rasgos de ser urdida). En sus páginas recoge centenares de citas donde sin conmiseración ninguna escritores arremeten contra escritores, con navajas y venenos y pistolas de calibre grueso.

Miren algunos ejemplos: “Goethe es el genio más grande que ha existido en un siglo, y el imbécil más grande que ha existido en tres” (Carlyle); “Aprecio mucho a Freud como autor cómico” (Nabokov); “¿Benedetti? Uggg” (Rodrigo Fresan); “Lo que hacen no es escribir. Es mecanografiar” (Truman Capote sobre Jack Kerouac y los escritores de la beat generation); “Escribe una poesía fácil, bobalicona, al alcance de cualquier plumífero. Es la poesía especial para todas las tontas de América” (Vicente Huidobro contra Pablo Neruda); “La fama indiscutida de la que goza Shakespeare como escritor es, como todas las mentiras, una gran maldad” (León Tolstoy); “Faulkneriano en su primera novela, incomprensible en la segunda, realista aburrido y numeroso en las siguientes” (Francisco Umbral contra Vargas Llosa).

De modo que si se encuentran con un ejemplar en cualquier estantería, no sigan de largo, cómprenlo o húrtenlo. Se van a divertir como nunca. Más que con las cábalas del Nobel.

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Alberto Angelo
ESCRITORES CONTRA ESCRITORES

El Aleph, Barcelona (España), 2006