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Presentimientos

Y también me dijo, no te mortifiques
que yo le envío mis avispas pa’ que lo piquen
Juan Luis Guerra (Las avispas)

Nadie sabe cómo fue a parar allá. Una madrugada Herminia y sus hijas despertaron con sus ladridos y, al asomarse al balcón, lo vieron. Había quedado atrapado del otro lado de los rieles, en las vías superficiales del Metro, a unas tres cuadras de la estación. Podía ver los eventuales carros y las personas pasar al otro lado de la cerca metálica, pero el instinto le decía que no intentara cruzar el campo minado de los rieles. Caminaba de un lado al otro y ladraba por tandas, cada vez que el hambre, la sed o el miedo le enterraban un poco más el cuchillo de su desconsuelo.

Cinco días después, cada vez más débil y desorientado, seguía en sus periódicas rutinas de ladrar y caminar de un lado al otro, moviendo ansioso la cola, sin que autoridad alguna atendiera los llamados de Herminia que, madre al fin, suplicaba por su rescate.

Estamos resolviendo, le respondían en automatic mode.

El perrito se moría poco a poco, frente a los miles de carros y personas que, a toda hora, formaban parte de ese río desalmado e indiferente que en última instancia le regalaba al paso una breve mirada de curiosidad.

¿Quieren una metáfora más gráfica de lo duro que es estar solo en la ciudad?

Aunque tener quien vele por ti tampoco es que sea garantía de nada. Las balas también tropiezan con cuerpos de niños cuyos padres apenas les quitan la mirada de encima por unos segundos. Y entran en casas sin ser invitadas. Por eso, el que se reúne con los suyos cada noche tiene pleno derecho a celebrar la vida.

Lástima que hay quien no note tanta fortuna.

***

Herminia sí sabe que reunirse con sus hijas es celebrar, pero también sabe que hasta ese momento, en esta ciudad, en este país, todo es incertidumbre. No se sosegaba hasta abrazar a sus hijas, a las seis de la tarde (si los jefes no se ponían ocurrentes a última hora y el Metro se portaba bien), cada día, luego de buscarlas al colegio, almorzar con ellas, dejarlas solas y volver al trabajo en un despacho de abogados, hasta esa hora en que le volvía la vida.

Las niñas se sabían de memoria las advertencias y las repetían automáticamente sin despegar la vista del televisor. “No le abrimos la puerta a nadie”, “no estamos solas, mi mamá está en el baño”.

Y como si domar los pensamientos masoquistas que bebían de esa pesadilla diaria que la prensa reflejaba no fuese un trabajo a tiempo completo, la niña mayor le comentó días atrás que habían estado llamando a casa, durante la tarde, y colgaban sin hablar.

Tres días después del mismo episodio incluido en el recuento de todas las noches, agobiada de tanta realidad y tantos oscuros presentimientos, se fue al Sambil al salir del trabajo y le compró su celular:

No atiendas más el teléfono de la casa. Si soy yo, te llamo por aquí, ¿entendido?

El infierno adquirió entonces forma de SMS con pésima ortografía:

“Mami, sigen yamando, qe ago?”

Herminia, leyendo el SMS, no podía dejar de pensar en lo solo que es el edificio durante el día  (1). Pero qué hacer si esa es la vida de todos. Pagar un alquiler para cocinar, dormir y guardar los niños durante la tarde.

Algunos afortunados, hasta tenían con quién tener sexo ocasionalmente.

Al cuarto día las llevó a la casa como siempre y, cuando iba de vuelta al trabajo, algo sin palabras le dijo que hacía mal en volver a salir. Pero ¿En qué artículo de la Ley del Trabajo está establecido el “presentimiento” como falta laboral justificable?

Y se fue más apesadumbrada que de costumbre.

***

No eran las tres y media cuando recibió el SMS. Al ver el nombre, entendió que los presentimientos se estaban corporizando de a poquito. Y le estallarían en la cara si no hacía algo. En ese momento la muchacha de Contabilidad le estaba contando cómo unos atracadores exigieron todos los Blackberrys presentes en un cine, localizándolos por bluetooth.

No se equivocó. Leyó: “Mami, ai unos ombres afuera y estan tocando”.

Un relámpago helado le recorrió el cuerpo. Eso que era un temor ubicuo adquirió apremiante solidez. Un fogonazo venido de la sangre hizo que agarrara su cartera y, sin informar a nadie, cogiera la calle, viendo una y otra vez la maldita escena del pasillo solitario, con apartamentos vecinos tan ausentes de adultos como el de ella, con hombres trabajando fríamente para entrar en su casa, previamente radiografiada con maña y maldad.

Las piernas no se estaban portando a la altura. Ni la cabeza. Ni los pulmones. Nada en su cuerpo estaba cooperando con la colosal tarea de llevarla, nueve estaciones y tres cuadras, de vuelta a casa. Sobre todo no la cabeza, que se solazaba en ver fotogramas con puertas fracturadas, un apartamento en desorden, niñas temblando en un closet o bajo una cama.

Un dolor le aplastaba la espina dorsal y la obligaba a contener arcadas y gemidos.

***

Cuando el tren llegó al fin a Colegio de Ingenieros, se subió al vagón un hombre flaco, seco, con un penetrante olor cáustico a tono con su aspecto. Llevaba una especie de camisón blanco largo con bordes azules, sandalias y un gorrito. Una pelambre larga, gris, desordenada, hacía de barba. Huesudo y de mirada extraviada, caminó lento hasta colocarse a su lado. Al rato comenzó a entonar unos cánticos que sonaban a lenguas muertas siglos atrás, dejando flotar las manos en el aire, como si fuese un ciego a punto de tocar algo.

Al cabo de un momento, cesó de golpe y le dijo, con una sonrisa triste:

La lucha fue dura, pero el Maestro tiene más poder. Hemos vencido.

Y sin decir más se bajó en la siguiente estación.

Lejos de sentirse mejor, Herminia se inquietó más. No se inquietó: se arrechó. Le arrechó la absurda escena en que ese hombre extraño le dirigiera la palabra. Le arrechó esta estúpida ciudad y el hecho de no ser hombre y no llevar una pistola en el pantalón. Se arrechó con el tiempo que se pone pastoso cuando le conviene y con el hecho de no poder volar, desmaterializarse, pulverizar enemigos con su mente.

Llegó a su estación, atravesó las tres cuadras de siempre y subió por la escalera los dos pisos de siempre. Hubiese dado su vida en ese instante por encontrar su reja cerrada. En efecto, la encontró sin necesidad de transar la vida. Eso, sin embargo, no aplacó el terror que la tenía dominada como una llave inglesa. Tenía que verlas, examinarlas, tocarlas enteras, intactas, sonrientes, inocentes. Cuando metió la llave, el corazón le dio un vuelco al notar que la cerradura tenía unos mordiscos como de un alicate o de una herramienta.

Pero estaba cerrada. Ese viejo mecanismo que no sabía a quién agradecer su invención, decía que en su casa sólo estaban sus hijas. Y nadie más.

***

Y de verdad que los tipos lo intentaron todo. Hay días de mala leche y con eso no se puede. Todo estaba calculado y todo salió mal. Se les rompió una mecha, se les trabó un alicate de presión, bajaron unas viejas por las escaleras, les alertaron de unos policías en la esquina. Un trabajo de mierda que debieron abandonar.

Esta vaina tiene una protección muy arrecha, mi pana, dijo uno de los tipos que creía en vainas, y decidieron abandonar un trabajo que parecía mandado a hacer.

***

Al cerrar la puerta tras de sí, vio a las niñas sentadas en el sofá, viendo televisión. Abrazarlas, sentir la suave tibieza de su piel y sus olores a leche tibia, una, y a madera fresca la otra, fue abrir las compuertas de un vendaval que la estaba acalambrando. Lloró, abrazándolas duro, desde el fondo de sus pulmones. Las niñas estaban desconcertadas. Pero muy pronto, y a falta de explicación, la mayor intentó zafarse para no perderse la película. La más pequeña, cuando pudo hablar, fue al grano:

Mami, ¿nos trajiste algo?

*******

(1) Según cifras del INE, en 2009 ocurrieron 395.754 delitos en casas y apartamentos en todo el país.