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Fiesta de sangre

La prohibición de las corridas de toros en Catalunya fue algo más profundo que un desafío de la independencia nacionalista a la España castellana. Se prohibieron las corridas por razones que no repugnaban a los catalanes, pues la “fiesta brava”, aunque se practicó, nunca hizo parte esencial de esta cultura, mediterránea y pirenaica.

El Parlamento Catalán no tomó una decisión impopular sino polémica y discutible. Se jugaba el disgusto del resto de España, pero el temporal pasaría en pocos días. Es muy probable que, con los años, la costumbre de ir a los toros y de disfrutar con la “crueldad” ritual de la fiesta sea un insignificante recuerdo entre los catalanes.

Los prohibicionistas colombianos esperaban que la Corte Constitucional le diera la estocada final a la fiesta. No fue así. Y no tanto porque las corridas de toros sean muy populares en Colombia, sino porque el sentido moral de los prohibicionistas, cargado de razones, es menos fuerte que el argumento cultural que mueve a quienes celebran la existencia de la fiesta. Yo, en particular, celebro la existencia de un mundo liviano de prohibiciones.

No me horroriza el rito de un hombre que se enfrenta a una bestia, que la provoca con elegantes movimientos, que se expone a sus embestidas y acaba clavándole la espada mortal después de haber excitado su fiereza con punzones y banderillas. La belleza plástica del rito, la destreza del torero y la bravura del animal tienen su recompensa en el público.

Entiendo a quienes los horroriza la sangre derramada en la plaza y el seguro destino del animal, en nada diferente al de las bestias que sacrificamos para alimentarnos y vivir. Para los prohibicionistas, esta es una ceremonia de crueldad del hombre contra el animal indefenso. Pero no creo que el camino para abolir una fiesta de profundas raíces culturales sea la ley, sino la misma cultura.

Muchas costumbres milenarias se empezaron a apagar con el paso de los años y acabaron extinguiéndose y desapareciendo por falta de “actores” y “público”. El poder de una nueva cultura se sobrepone a menudo a la fascinación debilitada de rituales antiguos. La antigua se extingue a los ojos de la nueva.

En 1941, el escritor peruano José María Arguedas publicó su novela Yawar fiesta (Fiesta de sangre), anterior a la que le dio la consagración latinoamericana, Los ríos profundos. Y la historia de su relato bien puede ilustrar el enfrentamiento entre prohibición y cultura, entre las buenas conciencias “civilizadoras” del ser humano y la obstinación de los pueblos en preservar rituales colectivos, a menudo cargados de crueldad.

En la “fiesta de sangre” andina, que se remonta a los primeros años de la colonización española, el toro de lidia es un ejemplar casi salvaje, cazado por los comuneros, al que se le monta y amarra encima un cóndor, el ave mítica y sagrada, que picotea y rasga de impotencia y rabia el lomo y la cabeza del toro, excitados ambos por el fervor popular. Cóndor y toro sufren, pero el ave no debe morir porque moriría el símbolo del poder indígena.

Originalmente, los comuneros hacían explotar dinamita debajo del toro, que representaba al gamonal y era para los indígenas de la sierra el símbolo del blanco poderoso. El toro se debatía inútilmente contra los picotazos del ave sagrada. Poco a poco, se redujo la carga de violencia pero la “fiesta de sangre” no perdió su importancia simbólica. En la novela de Arguedas, el pueblo rechaza la prohibición que pretende imponer la autoridad, y el sentido de comunidad se enfrenta y le gana finalmente al principio de autoridad.