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Entre la escritura poética y el periodismo narrativo: ronda y palimpsesto por las propuestas para nuestro milenio de Ricardo Piglia

A Joel Atilio, amante de la poesía y de las luchas honestas

Quiero meterme en un terreno peligroso. Sé que las olas del «posmo» han hecho encallar críticas, ya que se suelen «unir las manzanas con las peras», y eso, a veces, se torna harto fastidioso. Sin embargo, en este foro, con escritores y periodistas de tan alto calibre que me acompañan, quiero arriesgarme a la posibilidad de hablar y encaminarme entre la escritura poética y el periodismo narrativo. Tranquilos, dejaremos el posmodernismo a los críticos.

Leila Guerriero, periodista argentina, dijo recientemente en una entrevista que en este oficio, «el mejor oficio del mundo», según García Márquez, uno no puede dejar de lado la curiosidad, nunca. Tal vez la curiosidad sea la mejor amiga de un periodista, no importa la experiencia ni algún otro accesorio. Existe un dicho popular que la curiosidad mata, pero Cervantes, padre de nuestro idioma, alégrese o duélale a quien le duela, da un regocijo: su novela ejemplar, El curioso impertinente, nos dice también que, por oposición, existe una curiosidad pertinente. El periodista, cuando ahonda en una historia y recurre a la narración «literaria» para contarla, es aquel que pone en práctica este último «descubrimiento moderno».

Roque Dalton fue uno de esos curiosos. Su militancia revolucionaria fue de la mano con el ejercicio del periodismo y la poesía. Formó parte de esa camada de rara avis, hacedores de mundos mediante la palabra poética, que tenían un compromiso con la realidad más allá del ennui del lenguaje. José Martí fue el pionero de este grupo, camarilla desinteresada que se ha mantenido, sin puestos honorarios, a lo largo de toda la tradición letrada de América Latina. La mirada y la pluma del poeta cubano fueron esenciales para entender la modernidad, a través de sus crónicas durante su vivencia en Estados Unidos. Roque Dalton también escribió crónicas, mas su obra periodística halla el súmmum en el testimonio de Miguel Mármol, militante comunista, sobre la insurreción revolucionaria en El Salvador en 1932, que terminó con la sangre de más de 30.000 personas asesinadas por la oligarquía de ese país. Para Dalton, el periodismo fue un medio de denuncia, pero también una herramienta ideológica para la toma de conciencia de la lucha armada que se gestó en las décadas de 1960 y 1970.

En su estancia en Praga, entre los años 1966 y 1967, Dalton se interesó por la contradicción ideológica latente entre la juventud checa en un régimen soviético que ya cumplía 20 años en el poder. Como un curioso pertinente en aras de conocimiento, se iba todas las tardes a una taberna muy famosa y concurrida allá, una cervecería que data del siglo XIII, llamada U Fleku, a escuchar las conversaciones de jóvenes checos y de extranjeros. Con Dionisos y entre la observación y la cháchara recurrente, Dalton atisbó que allí había material para un estudio ideológico-sociológico, un reportaje en potencia, sobre el discurso y la idiosincracia varia que la lozanía praguense sostenía en aquellos momentos. Sin embargo, el poeta salvadoreño quiso tratar aquel material que recogía cada tarde con la mayor objetividad posible, a sabiendas de que eso (la objetividad), en el periodismo, realmente no existe. Por ello, dice Roque Dalton en una entrevista con Mario Benedetti, otro poeta que se adentró en los terrenos del periodismo: «Me decidí entonces a construir un poema, debido a que las expresiones recogidas tenían suficiente calidad literaria; un poema en el que fuera posible introducir aquellas expresiones, dejando que por sí mismas construyeran sus posibilidades de conflicto». El libro nació y se llamó Taberna y otros lugares.

Serían varios los motivos que hicieron tomar la decisión de Dalton de no escribir un reportaje narrativo, con motivaciones y métodos literarios. Incluso pudo haber escrito una crónica sobre dos o tres personajes de la taberna, o bien un libro de testimonios, al estilo La noche de Tlatelolco de Elena Poniatovska. Tanto el periodismo como la literatura, se sabe, brindan indefinidas posibilidades para la creación de un texto. Sin embargo, la forma del poema con personajes, con fueros narrativos evidentes, devino como la expresión necesaria para el poeta salvadoreño.

Admitámoslo: la poesía está en todas partes. ¿No? Si les parece muy romántico, seamos entonces más humildes: el poeta ve la poesía en todas partes. Es cuestión de miradas, como diría Martín Caparrós. El periodista «literario» (convertir la literatura en cosa adjetiva parece un hecho un poco ponzoñoso), por una parte, mantiene una fractura de la realidad en vilo, sin totalizarla. Escava a través de esa fracción de realidad, su realidad, que, tomando una posición ética, no puede ser tan distante del hecho o personaje concreto. El poeta, por otra parte, es un creador. Es decir, su mirada, que pertenece al registro de la realidad, se ensancha y éste imagina la realidad misma. En este caso hay un punto de quiebre entre ambas miradas. Pero Dalton se propuso hacer algo más político (en un sentido rizomático, si se quiere); y dentro de esa política, se escogió hacer algo nuevo. El asombro del poeta salvadoreño en cuanto a la mezcolanza ideológica de la juventud de la taberna, sobrevino en emoción, y ello devino luego en ejercicio intelectual de la creación poética, a la manera de un poema-objeto, que «describe» y se describe a sí mismo. «Prácticamente no inventé nada», le dijo a Benedetti. Dalton, con su poema «Taberna», más allá del motivo ideológico, por sobre la frontera de la curiosidad periodística, vio en aquellas historias de la juventud praguense una transmutación de la palabra que recuerda estas líneas de nuestro Alfredo Silva Estrada: «Toda palabra, la más vulgar y corriente, es poética en su origen. La palabra abre la realidad y la hace mundo. La palabra: un abriente que es revelación y no medio que apunta hacia lo ya conocido. Es éste su origen poético que se pierde luego en el lenguaje convencional donde la palabra se torna mera significación». Y sin embargo, no hay que olvidar que para Dalton el lenguaje es el campo a minar de lucha política revolucionaria. Estética y política se cruzan sin ambages.

Rondar por las esfericidades de la escritura poética y el periodismo narrativo hace recordar una conferencia de Ricardo Piglia intitulada Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades). Aunque el escritor argentino habla desde el suburbio rioplatense, porque los ejemplos que acompañan sus reflexiones son con base a relatos argentinos, se nota a sus anchas la fibra latinoamericana. Cualquier latinoamericano que trabaje con la palabra tendría que leer ese texto. En aquella ponencia, presentada en el año 2000, Piglia esboza lo que para él sería el trabajo del escritor con respecto a la literatura y la política en los tiempos venideros. Para ello, usa como modelo la vida y obra de Rodolfo Walsh.

Las conocidas seis propuestas de Ítalo Calvino para el presente milenio, Piglia las convierte en tres esenciales: la verdad, la noción de límite del lenguaje y la claridad. La obra periodística de Walsh (por favor, no olvidar la paradigmática Operación masacre) condensa tan bien el modelo de la tríada de propuestas mencionadas como su obra literaria.

Me permito acá reproducir ciertos pasajes de la conferencia referida que me parecen esenciales:

«Walsh, básicamente, escucha al otro. Sabe oír esa voz popular, ese relato que viene de ahí, y sobre ese relato trata de acercarse a la verdad. Va de un relato al otro, podría decirse. De un testigo al otro. La verdad está en el relato y ese relato es parcial, modifica, transforma, altera, a veces deforma los hechos. Hay que construir una red de historias alternativas para reconstruir la trama perdida.

(…)

…en Walsh el relato de no-ficción avanza hacia la verdad y la reconstruye desde una posición política bien definida. Esa reconstrucción supone una posición nítida en el plano social, supone una concepción clara de las relaciones entre verdad y lucha social. En este sentido, los libros de no-ficción de Walsh se distancian de la versión más neutra del género tal como se practica en los Estados Unidos a partir de Capote, Mailer y lo que se ha llamado el “nuevo periodismo”. En Walsh obviamente el acceso a la verdad está trabado por la lucha política, por la desigualdad social, por las relaciones de poder y por la estrategia del Estado. Una noción de verdad que escapa a la evidencia inmediata, que supone, primero, desmontar las construcciones del poder y sus fuerzas ficticias y, por otro lado, rescatar las verdades fragmentarias, las alegorías y los relatos sociales.

(…)

Esta verdad social es algo que se tematiza y se busca, que se ha perdido, por lo cual se lucha, que se construye y se registra. La verdad es un relato que otro cuenta. Un relato parcial, fragmentario, incierto, falso también, que debe ser ajustado con otras versiones y otras historias. Me parece que esta noción de la verdad como horizonte político y objeto de lucha podría ser nuestra primera propuesta para el próximo milenio. Existe una verdad de la historia y esa verdad no es directa, no es algo dado, surge de la lucha y de la confrontación y de las relaciones de poder».

Cualquiera puede suponer la siguiente pregunta: ¿qué es la verdad en este contexto? Se podría responder: es la realidad. Pero, ¿qué es la realidad? El periodista tiene una rígida noción de la realidad: es el encuentro con el Otro; como anotó Kapuściński, es “la experiencia básica y universal de nuestra especie”. Roque Dalton, con Taberna y otros lugares, se acercó a lo que Walsh, quien fue un narrador notable, hizo pero en el terreno poético, con recursos que le son propias también a la prosa y a la narrativa moderna.

Sigo con las palabras textuales de Piglia, que tocan ya de por sí el problema del lenguaje con respecto al escritor (al poeta) mismo y su encuentro con el Otro:

«La segunda propuesta está ligada a la noción de límite, es decir, a la imposibilidad de expresar directamente esa verdad que se ha entrevisto en el sonido metálico de un tren que cruza en la noche. ¿Qué puede decir el testigo? ¿Cómo puede decir el que ha visto la verdad de los hechos? ¿No es esa una de las grandes preguntas de nuestro tiempo? El desafío de Ana Ajmátova: el poeta debe decir lo que se puede decir. Hay una escena maravillosa que cuenta Esperanza Mandelstam, la mujer de Osip Mandelstam, el poeta ruso, amigo de Ana Ajmátova, y cuenta la historia de las mujeres que iban a hacer la cola para enviar paquetes de provisiones a los prisioneros de los campos de concentración de Stalin –estas mujeres que están esperando para llevar los paquetes que envían y que nunca llegan, y que no tienen nunca respuesta y, sin embargo, van al día siguiente y al siguiente… Entonces en un momento está en la cola Ana Ajmátova y una mujer le pregunta, porque la reconoce: “¿usted cree que es capaz de decir esto?” Y Ana dice: “yo puedo decirlo”. La poesía puede decirlo, la literatura puede decirlo, eso es lo que quiere decir ella.

(…)

Hay un punto extremo, un lugar –digamos– al que parece imposible acercarse. Como si el lenguaje tuviera un borde, como si el lenguaje fuera un territorio con una frontera, después de la cual están el desierto infinito y el silencio. ¿Cómo narrar el horror? ¿Cómo transmitir la experiencia del horror y no sólo informar sobre él? Muchos escritores del siglo XX han enfrentado esta cuestión: Primo Levi, Osip Mandelstam, Paul Celan, sólo para nombrar a los mejores. La experiencia de los campos de concentración, la experiencia del Gulag, la experiencia del genocidio. La literatura muestra que hay acontecimientos que son muy difíciles, casi imposibles, de transmitir, y suponen una relación nueva con los límites del lenguaje.

(…)

Walsh realiza entonces un pequeñísimo movimiento para lograr que alguien por él pueda decir lo que él quiere decir. Un desplazamiento, y ahí está todo –el dolor, la compasión–: una lección de estilo. Un movimiento pronominal, casi una forma narrativa de la hipálage, un intercambio que me parece muy importante para entender cómo se puede llegar a contar ese punto ciego de la experiencia, mostrar lo que no se puede decir.

(…)

Ir hacia otro, hacer que el otro diga la verdad de lo que siente o de lo que ha sucedido, ese desplazamiento, este cambio en la enunciación, funciona como un condensador de la experiencia.

(…)

Me parece que la segunda de las propuestas que estamos discutiendo podría ser esta idea de desplazamiento y de distancia. El estilo es ese movimiento hacia otra enunciación, es una toma de distancia respecto a la palabra propia. Hay otro que dice eso que, quizá, de otro modo no se puede decir. Un lugar de cruce, una escena única que permite condensar el sentido en una imagen. Walsh hace ver de qué manera podemos mostrar lo que parece casi imposible de decir. Podríamos hablar de extrañamiento, de efecto de distanciamiento. Pero me parece que aquí hay algo más: se trata de poner a otro en el lugar de una enunciación personal. Traer hacia él a esos sujetos anónimos que están ahí como testigos de sí mismo. (…)

La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar. La literatura sería el lugar en el que siempre es otro el que habla. Me parece entonces que podríamos imaginar que hay una segunda propuesta. La propuesta que yo llamaría entonces el desplazamiento, la distancia. Salir del centro, dejar que el lenguaje hable también en el borde, en lo que se oye, en lo que llega del otro».

Piglia acerca la literatura al testimonio crudo de la verdad-realidad. En la poesía de Roque Dalton, esa poema que es «Taberna» se dispone como un nodo atestado de personajes, voces, visiones, que recorre cada página del libro. No hay verso o frase que se le pueda atribuir al poeta salvadoreño, y por ello presenta cada poema «sin ninguna jerarquización».

Y, por último, la tercera propuesta de Piglia:

«(…) “Ser absolutamente diáfano”, esa es la consigna que Walsh anota en su Diario como horizonte de su escritura.

La claridad sería entonces la tercera propuesta para el futuro que quizás podemos inferir, como las anteriores, de esa experiencia con el lenguaje que es la literatura. La claridad como virtud. No porque las cosas sean simples, esa es la retórica del periodismo: hay que simplificar, la gente tiene que entender, todo tiene que ser sencillo. No se trata de eso, se trata de enfrentar una oscuridad deliberada, una jerga mundial. Una dificultad de comprensión de la verdad que podríamos llamar social, cierta retórica establecida que hace difícil la claridad. “A un hombre riguroso le resulta cada año más difícil decir cualquier cosa sin abrigar la sospecha de que miente o se equivoca”, escribía Walsh en su Diario. Consciente de esa dificultad y de sus condiciones sociales, Walsh produjo un estilo único, flexible e inimitable que circula por todos sus textos, y por ese estilo lo recordamos. Un estilo hecho con los matices del habla y la sintaxis oral, con gran capacidad de concentración y de concisión. Walsh fue capaz de “decir instantáneamente lo que quería decir en su forma óptima”, para decirlo con las palabras con las que él definía la perfección del estilo».

Es notorio que cuando Piglia habla de la simpleza del lenguaje del periodismo se refiere a ese que aparece en la mayoría de los diarios latinoamericanos. La cifra precisa de la literatura, de la poesía, es el misterio. Y allí, en el misterio, se mantiene. La pertinente curiosidad por la verdad (y por la manifestación mágica que deviene de ella: el lenguaje) permite a Leila Guerriero, por ejemplo, escribir esa crónica tan honesta, tan justa, con la que ganó recientemente, con gran mérito, el Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI, intitulada «Rastro en los huesos». Esa misma curiosidad también le permitió a Roque Dalton escribir Taberna y otros lugares, que no estuvo exenta de reconocimientos. El poeta con alientos de periodista dispone, hoy día, de un sinfín de modelos para crearse una firma propia. Después de tan acuciosa cita de las propuestas de Piglia, no es baladí sugerir que allí hay un norte, que urge necesario, para nuestras futuras generaciones.