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Nelson Garrido: “Yo lo que soy es brujo”

Por Willy Mckey y Garcilaso Pumar

En estos tiempos, cuando la imagen de la sangre parece incomodar más de lo habitual, era preciso consultar al maestro Nelson Garrido, impenitente constructor de iconografías incómodas. La obra de Garrido ha sido censurada en diversos contextos por varios tipos de poderes: desde la Iglesia hasta simpatizantes de políticas que han servido como tópico al artista. Intuíamos que su expediente podía servir de guía para entender cómo el registro de la violencia puede generar ciertos pruritos. Su pieza Caracas sangrante, pronta a cumplir quince años, fue el punto de partida de esta conversación. (Pueden ver una retrospectiva de la obra de Garrido pulsando aquí).

Caracas sangrante es una obra que difiere del resto de sus obras pues no es una puesta en escena, sino una intervención digital —algo raro en sus piezas que suelen ser tomas completas—, es prácticamente un trabajo de postproducción sobre un elemento de su banco de imágenes. Sin embargo, se convirtió en una pieza-síntesis de todo su trabajo anterior y de buena parte del que estaba por venir. ¿Cómo nace esa relación estética con la violencia, la muerte, la sangre…?

La fecha de esa foto es 1996. Sin querer caer en clichés, cuando se toca el tema de la violencia en Caracas es como si se tratara de algo que tiene once años, cuando en realidad es un cultivo que está dando sus frutos ahora producto de una cadena de eventos, catalizados por la decadencia social. Hay que estar atentos con ese cortoplacismo, porque es peligroso. Ayer le comentaba a mi papá algo que me marcó muchísimo: en 1973 yo estaba afanado en Carapita, haciendo trabajo político en un barrio, y me enteré de que se había muerto un amigo ahogado en La Guaira. Hubo que ir a la morgue de Bello Monte. Cuando dijeron que algún familiar debía reconocer el cadáver, ellos estaban tan destrozados emocionalmente que me ofrecí: “Paso yo…” dije, mientras me imaginaba que iba a encontrarme con una gavetica refrigerada y un cuerpo debajo de una sábana blanca para decir “Sí, éste es mi amigo” y ya, como en las películas gringas. Cuando entro es que me doy cuenta de lo terrible del olor… incluso, estaba el cadáver de un quemado. Había una pirámide como de dieciocho personas apiladas con la autopsia realizada, y me dice el encargado: “Mira, pero me vas a tener que ayudar porque hoy faltó mucha gente…” mi amigo estaba en la penúltima fila. Tuve que levantar y mover como a una docena de personas para llegar al cadáver de mi amigo.

¿El relato biográfico singular armando la memoria colectiva?

Quizás, pero lo que sé es que eso jamás se me olvidará y podría decir que es, en buena medida, un precedente psicológico de lo que iba a ser Caracas sangrante y buena parte de lo que yo hago. No se me olvida como no se me olvidará lo cerca de la violencia que estamos ahora y las imágenes que eso motiva, porque es algo que rebosa la politiquería y se mete en espacios intrínsecos de nuestra cultura, que van desde el descuido hasta el irrespeto y la incapacidad autocrítica característica de los gobiernos venezolanos, que atienden todo como si se tratara de un problema de infraestructura.

¿Hay en Caracas sangrante una pulsión premonitoria?

Digamos que en 1996 yo simplemente era un ciudadano de a pie que sabía manejar unas herramientas de expresión que me movieron a hacer una obra a partir de la angustia que sentía en ese momento, pero no yo solo sino junto a una cantidad de ciudadanos más. Es como el cochino que está en el matadero y, aunque aún no lo han matado, siente que la vaina viene y ya lo van a degollar. Yo lo que siento en estos últimos veinte… veinticinco años de país es que todos vamos hacia el matadero. Porque, hay síntomas… yo no soy un genio: si empiezas a convivir con la violencia, ella llega a su máxima expresión cuando dejas de atender sus síntomas, cuando te acostumbras y ya nadie se conmueve con ella. El proceso de violencia, cuando yo hago Caracas sangrante, era algo evidente… algo que se nos venía. Tampoco es que yo soy Nostradamus, pero a mí la palabra fotógrafo no me gusta y artista menos: yo prefiero decir que soy un hacedor de imágenes, un iconógrafo de una época.

Si se define como un iconógrafo de esta época, entonces la violencia no es una elección estética sino un factor que obliga su registro.

Sí, porque es lo que estoy viendo alrededor. Y esa violencia parte desde la violencia padre-hijo, profesor-alumno, o de cuando te montas en el carrito o de que no te alcanza la plata… una situación económica comprometida, por ejemplo, genera parte de una violencia que se acumula y genera la gran violencia. Sólo puedes tomar la fotografía cuando ya está el muerto, ¿pero qué fue lo que condujo a esa muerte? Piensa en el hecho de mantener tu proyección de vida constantemente amenazada. Fíjate: estuve haciendo un trabajo con Nicomedes Febres sobre la mujer en Venezuela y cómo se había ido incorporando en todas las áreas de trabajo. Fuimos a fotografiar a una barrendera simpatiquísima, una negra con una sonrisa muy bella. En el trabajo se hacían preguntas que iban desde “¿dónde vives?” hasta “¿qué harías si te ganaras la lotería?”, pero la última pregunta era sobre la posibilidad de pedirle un deseo a Dios… y la señora se ha puesto a llorar. Yo pensé “oye, a esta señora le tuvo que haber pasado algo”. Después de que se calmó, nos dijo “disculpen, me da pena con ustedes, ¿pero saben qué le pediría yo a Dios? Que no me mataran a mis hijos: cuando yo voy a subir a mi casa, todos los días, tengo que llamar antes para ver si no hay una balacera. Eso no es vida”. ¿Ah? Hasta hace nada las aspiraciones como ciudadano eran que los hijos se graduaran, tener una casa… pero esta señora está pidiendo vivir. Una sociedad que llega a ese tipo de apetito está grave. Si eso no es un síntoma claro, si esto no te mueve a asumir que hay una emergencia…

¿Pero eso cómo migra a la obra?

Bueno, porque en el arte lo político es importante. Yo como hacedor de imágenes, tú como poeta, todo artista en algún momento debe asumir una posición frente a la realidad.

Pero la política suele conseguir excusas para atender todo como un asunto de infraestructura…

Claro. Pero uno sabe que el gran problema no es un asunto decorativo: nada se resuelve con pintura, linóleo nuevo y olor a pinolín. El problema es otro… está más adentro y en el día a día.

Allí otra constante de su trabajo: el grito frente a la cotidianidad. Su obra puede parecer escandalosa, pero ese escándalo intenta subrayar lo que se van disolviendo en la costumbre. La violencia es un ejemplo… ¿recuerda cómo fue el nacimiento de Caracas sangrante?

¿Cómo lo hice? Ahí tienes: puedo decir que fue una imagen de compromiso. Hubo una exposición que organizaba Ricardo Benaim que se llamaba Caracas utópica. Cada artista hacía planteamientos del tipo “Caracas con entrada al mar” o “Caracas en conexión con el Orinoco” y, bueno, entenderás que a mí eso me causaba un profundo fastidio: gente pensando en playitas y cosas así. Entonces, busqué una fotografía mía de archivo, hecha desde un helicóptero, y esos fueron mis primeros trazos en Photoshop… ayudado por la esposa de Ricardo, recuerdo.

Es curioso que, para seguir orbitando las potencias premonitorias de Caracas sangrante, si uno mira los edificios soñados por el Futurismo puede ver en ellos el Parque Central residencial.

Es que la utopía es la utopía. Otra cosa curiosa de esa pieza es que atrás está el Ávila: el cerro sangrando, cuando antes del deslave el Ávila era poesía, esa cosa bucólica, un símbolo…

La naturaleza convertida en representación icónica de lo urbano…

Sí, esa contradicción. Bueno, poner a sangrar el Ávila hizo ruido en mucha gente… pero fíjate: después de 1999 ese cerro significa otra cosa, es como un gigante dormido que ya sabes que te puede joder.

¿Pero tuvo ese impacto en la exposición de Ricardo Benaim?

No. ¿Sabes quién redimensionó esta imagen? José Balza, en un artículo maravilloso que sacó en la revista Imagen. Balza, sin conocerme, escribió ese artículo y dice que la obra iba a convertirse en un referente iconográfico. Cuando yo leí eso me pareció desmedido: hasta nombra a Miranda en La Carraca, lo que me hizo pensar que exageraba. Pero fue Balza quien me enseñó a ver el valor de Caracas sangrante. Y ahí es donde yo apelo a la imagen y su valor chamánico, que trasciende cosas como el tiraje, que si está copiada en tal material, que si es digital… y cuando eso pasa la imagen ya no es tuya, sino del colectivo: un ciudadano de a pie la hizo porque traduce la angustia que sentían él y un gentío.

Pero esa imagen tuvo una difusión importante.

Es que empezó a agarrar un vuelo tal que, incluso, hay un material que no he podido conseguir pero me lo han contado más de cinco personas: resulta que en 1998, días antes de las elecciones, había un juego de béisbol Caracas-Magallanes y en el estadio repartieron una cantidad enorme de volantes con la imagen de Caracas sangrante. Lamentablemente tengo los testimonios, pero ninguno de los volantes… sería bueno verlos, porque si eso existe sería algo mucho más importante que la misma obra.

Además, ahí hay algo que podría parecer anacrónico, pero es la máxima marxista de la relación entre la política y el arte. Después de Adorno, Gramsci, Benjamin y la reinvindicación del artista como sujeto político, ¿cómo ve eso ahora, usted que incluso estuvo cerca en los días finales de la lucha armada de los sesenta? ¿Qué es lo que le preocupa en este momento?

Me preocupa que, antes de todo este fenómeno que hoy somos, varios artistas se han transformado en hacedores de papel tapiz y piezas decorativas, perdiendo la esencia en sí de la imagen. Creo que hay momentos políticos que hacen que uno tenga que responder de cierta manera. Yo ahorita no podría estar haciendo lo que hice con Todos los Santos son Muertos, porque siento que tengo que hacer…

…por ejemplo, Pensamiento único.

Exacto… me acuerdo de que cuando empecé a hacer Pensamiento único me basé en la estética del maoísmo, pero tuve que decirme a mí mismo que si eso era panfletario no me iba a importar… porque si lo que sentía que en ese momento era necesario era el arte panfletario por algo sería. Lo bueno es que uno tiene la suerte de que si hace arte panfletario le sale más arte que panfleto, porque para mí el arte es una excusa para el debate político: el arte como medio para la lucha ideológica.

Entonces, por un lado los poetas y por el otro los custodios de la belleza. Lo digo pensando que, etimológicamente, la poiesis consiste en hacer, generar… pero siempre como algo físico.

Sí… y yo creo que ahí la historia es implacable.

Es cierto. Pero con Pensamiento único pasa algo que lo acerca al panfleto: uno puede asociarlo con un momento específico. Sin embargo, Estética de la violencia se ha mantenido vigente desde el primer trimestre de 2001: antes de los sucesos nacionales de abril de 2002 e incluso antes del 11-S. Yendo más atrás, La nave de los locos es del 2000 y pocas piezas de la plástica nacional tienen tanta vigencia como ésa, incluyendo hasta aciertos arquetipales: la periodista con el agua al cuello, el boina roja en mitad de la nave y viendo lontananza…

Mi hipótesis de trabajo estaba basada en unos niveles de violencia altísimos: un todos-contra-todos. Sentía que era impredecible lo que iba a pasar después. En Estética de la violencia hice una suerte de frisos egipcios, como “Balance de un fin de semana” o “Autopsia urbana”, donde intento contar una historia. Como parte del fondo hay unas siluetas de cadáveres cuyas marcas de balazos están en el corazón y en la cabeza, como de francotiradores… pero simplemente por un hecho estético. Bueno, por ese “hecho estético” me llamaron profeta del desastre y me criticaron una supuesta visión pesimista.

Al pensar que de Caracas sangrante nos separan casi quince años, ¿de qué año es El cochino levitando?

De 1985. Es de las primeras obras que hice con intención de lograr un valor iconográfico.

Lo pregunto porque hay unos puntos de fractura en su obra para llegar a la masividad en cuanto al uso de modelos en Estética de la violencia. La cantidad de acciones involucradas en la obra va en aumento desde Todos los Santos son Muertos, que es de 1990 y donde trabaja con uno o dos modelos, a Estética de la violencia, donde es importante la idea de la horda. ¿Qué estaba viendo ahí?

Es que se trata del país, el país entero. Ya no se trataba de dos o tres personas, que podrían hacer lucir la imagen como una escena costumbrista. Yo paso a lo que fue La nave de los locos después de la tragedia de Vargas en 1999 porque si uno no genera una nueva simbología después de episodios como ése, entonces el arte pierde sentido…

Y si algo queda claro con Pensamiento único es que un solo rostro no es capaz de generar un régimen de sentido completo. ¿Pero cuándo vuelve la idea de la sangre? ¿Qué lo hace volver a su potencia?

La sangre tiene un valor simbólico oscilante que puede verse como concepto de muerte o de vida. Pero para que veamos hasta dónde ha llegado nuestra relación con los símbolos: cuando yo empecé a trabajar, intenté hacerlo con sangre de verdad, sangre de ganado y eso. Pero no resultaba visualmente, lo que me permitió percibir que la gente no reacciona sino en función del valor simbólico televisivo, porque el referente de la sangre es ése: salsa de tomate. Desde que yo uso salsa de tomate, la gente no duda que eso es sangre. Es tan arrecho que en una exposición de artistas latinoamericanos en la que yo participé en el MAC, un uruguayo expuso a mi lado sus fotografías de cadáveres mutilados de presos políticos de Uruguay. La gente frente a sus fotos no se espantaba, mientras mi salsa de tomate les generaba repulsión… pero ante la muerte real no reaccionaban. Y eso tiene que ver con cómo nos hemos alejado de los espacios sagrados de la muerte y de la vida. En el pasado, cuando se moría el abuelo o nacía un hermanito, uno lo vivía en la dinámica familiar, en la casa… ahora son hechos que incluso se ocultan. Así estamos.

¿Descubrir en lo sagrado la posibilidad de un cuadro político?

Mira, en mí tuvo una gran influencia haber sido formado como un militante revolucionario con experiencias vitales como haber estado en París con 14 años y Cruz-Diez como maestro durante el Mayo Francés, pero también mis diez años en Carapita, que es lo que considero mi verdadero espacio de formación en cuanto a la sensibilidad, a mi militancia y al respeto que adquirí por la cultura popular. Después de diez años de exilio, por la participación de mi papá como militar en el Golpe de Estado contra Pérez Jiménez, vivimos en Chile en la época pre Allende. Ahí conocí a Nicanor Parra y unos retratos que le hice, cuando yo tenía como 15 años, fueron mis primeros trabajos publicados y acompañaron una edición de su obra y, además, milité con la juventud del MIR. Pero cuando volvimos a Venezuela conseguí a otro gran maestro: César Rengifo, quien me cultivó con textos teóricos el asunto del compromiso con un espesor más leninista. Montando María Rosario Nava…, la obra de Rengifo, lo acompañé para un barrio y decidí quedarme a vivir allí. Yo siempre he actuado por sentido común: si la cosa era con las masas, pues había que irse para allá, a vivir el barrio. Seguía haciendo mis fotografías pero allí fue que entendí las raíces del país, de esa patria de los anónimos que es el país que se mantiene. Pero ahora política, compromiso, pueblo son palabras que la gente teme decir… casi que los avergüenza. Dejé el trabajo político por los desastres de la dirigencia de la izquierda, porque yo militaba con Retaguardia Guerrillera, pero sigo creyendo en mi vaina.

Y para terminar, invocando una contradicción, ¿es entonces cuando aparece su interés por la brujería?

Yo siempre estuve interesado por la magia, incluso estaba más pendiente de eso que de leer mi material del marxismo. Y me lo reclamaban: “Usted no lee suficiente, camarada…” y la verdad es que me costaba mucho leer. En el barrio donde vivía se hacía mucha brujería e incluso había una señora que me llamaba: “¡Ñángara, venga pa’ que vea esta cura!” y así vi ensalmados y curados. Yo era el único marxista machichero cuando abandoné el trabajo político. Gracias a eso pude llegar a una conclusión, más importante que el arte y la fotografía: yo lo que soy es brujo. Con la excusa de que somos artistas podemos manejar elementos mágicos… por eso funcionan y joden a más de uno.

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Fotografía: Garcilaso Pumar