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Una afeitadora de dos hojillas

Don’t try to push your luck, just get out of my way
AC/DC (Back in Black)

Señalaba Jonathan Jakubowicz, en una de las tantas entrevistas concedidas luego del estreno de Secuestro Express, que una de las experiencias más impresionantes durante la filmación de esa película (palabras más palabras menos), fue haber pasado tanto tiempo rodando dentro de una camioneta repleta de armas, atravesando Caracas, sin haber sido detectados por autoridad alguna.

Es decir, ¿si no estuviesen filmando una película…?

Demos una vuelta de tuerca a la pregunta. ¿Cuántas escenas similares se ruedan a diario por Caracas sin que ninguna autoridad detecte actividad sospechosa en ello, ni se escuche jamás el clásico “¡Corten!” del director?

Ese es el punto.

***

El problema de la violencia en Caracas no es la gran cantidad de armas-en-manos-de-civiles (que ya es un problema), sino la gran cantidad de armas-en-manos-de-civiles que no están sujetas a control ni a forma alguna de detección.

Y, en último caso, el problema de la violencia en Caracas es sí, el anterior, subrayando que estamos hablando de nosotros, de sangre caribeña, de demasiado calor y ruido como para ejercer el hábito de la reflexión. Estamos hablando de la cuna de la expresión no me calo malandreo de nadie.

En fin, en ese contexto, el sorteo diario que se canta en Caracas (te gusten o no los juegos de azar) no es de la lotería del Táchira ni de Oriente ni de Zulia.

Es el de la Lotería de la Balaperdida.

Y si ya ese es un problema con el que se lidia a diario, ¿a qué fin buscarse una bala con nombre propio, una bala con entrega inmediata, voluntariamente personalizada?

Por eso, si alguna sensatez roza la sabiduría en esta ciudad aturdida, es la de no anotarse en ambas rifas a un mismo tiempo: la de las balas perdidas y la de las hechas a la medida. En la primera todos estamos anotados, queramos o no.

O sea, es una afeitadora de dos hojillas.

***

Martes. El reloj se acerca a las doce de la noche. La estación de servicio está bastante oscura. El depósito de la cauchera está abierto. El cauchero toma cervezas en la gasolinera con un avance que está lavando su microbús, como si estuvieran en el patio de su casa. Un flaco va pasando y siente que ese negocio no se puede dejar pasar. Mide la distancia del cauchero al depósito y del depósito a la pared de atrás. Se dice que sí y resuelve llamar a un compinche. En menos de cinco minutos están preparados para la incursión. Sigilosamente, trepando por la pared, logran sacar dos cauchos nuevos hasta la calle de atrás. Resultó tan fácil que se ponen ambiciosos. En cuanto los llevemos a la caleta venimos por más. Si va, le dice el otro.

Un carro pasa. Al volante, un señor cincuentón, grueso, con chaqueta. Se detiene. No se ve muy atildado, pero pregunta de forma amable, por la ventana.

¿Qué pasó, chamos? ¿Y esos cauchos?

Uno de los flaquitos, más rápido que el otro, contesta sin levantar la vista:

Los compramos.

¿Los compraron?, pregunta el viejo afable. Aprieta un botón que abre la maleta y en un rápido movimiento está afuera. Ahora es un señor bien vestido que lleva en la mano un pistolón larguísimo. Negro como los presagios. Con esa mano señala hacia atrás.

La maleta está abierta. Métanlos ahí y se van al trote, antes que les queme el culo.

***

Miércoles. Cerca de las cinco de la tarde. Comienza la hora del ventilador. Todas las nenas que regresan de su trabajo pasan por esa calle. Un tipo va con la novia. Es una flaca linda, pero nerviosa. Dos tipos cuarentones están parados en una esquina. De pantalón y chaqueta (en otra época entrompaban bancos, según dicen por ahí). ¡Pero qué muñecota tan bella!, comenta uno de los dos, y siguen conversando. La novia se indigna. El novio se indigna. Se detienen y manifiestan su indignación a viva voz. El novio (lo que hace un hombre por una mujer) tartamudea pero la complace. Su cara de gallo les da lástima. Casi risa. Se disculpan galantemente, advirtiendo que no fue vulgar su piropo. El novio insiste en hacerse el ofendido. Es un ping-pong que a los tipos se les antoja tierno, pero que los impacienta antes de finalizar el primer set. Comienzan a variar el amable tono de sus voces. El gago siente que está quedando bien parado ante la novia. Que puede pujar otro poco.

Para los espectadores está abusando, pero él sabrá…

Va bien, hasta que ve dos cañones de guerra en formato portátil salir de detrás de las chaquetas. Los tipos educados tienen ahora una fría expresión asesina.

Se pierden o les metemos taladro, que estamos viendo culitos.

***

Jueves. Diez de la mañana. Pocos puestos dónde estacionar, como siempre. La rutina es dar vueltas por el estacionamiento hasta encontrar uno. Menos mal que aquí la gasolina es más barata que el agua. Se desocupa uno y un carro se detiene unos dos metros delante y pone la caja en retroceso, para estacionarse. Es un tipo parsimonioso. Detrás viene un baby-jama en una camioneta. Vio el puesto y sintió que le daba chance de poner en práctica su viveza criolla. Aceleró y se metió de frente. El caballero parsimonioso, que no vio luz, se bajó ostensiblemente indignado.

¿Coño, tú no viste que yo me estaba cuadrando para estacionar?, le grita.

Yo no, dijo el baby-jama con desdén, sacando el reproductor.

¡Coño, vale, tú si eres abusador! Le dice por la ventana.

Yo sí, respondió alegre, subiendo los vidrios eléctricos.

Tú sí eres arrecho, escuchó decir y vio al tipo perderse en dirección hacia su carro.

Escuchar una, dos, tres detonaciones y sentir que la camioneta se estremecía y se inclinaba a un lado fueron acciones encadenadas. Un par de tenazas heladas le apretaban el cuello al ritmo del corazón. Por el parabrisas vio que todo el mundo lo miraba con asombro. A través de un pito en el oído escuchó, antes de verlo, al flaco (que luego apareció inmenso, titánico), con un poderoso tubo negro en la mano, del que todavía salía humo:

Ahora te quedas con el puesto, pero buscas al cauchero, mamagüevo.

No se atrevió a moverse. Ni aún después de ver por el retrovisor al flaco montarse en su carro, dar un portazo y arrancar haciendo chillar las ruedas. Le gente seguía viendo y a él le daba pena salir a evaluar el daño. Tenía el pantalón mojado.

***

Por eso, va un consejo (y este entra dentro de la promoción, pero el siguiente si se paga): calma el Caribe. Contén el gesto. Mide las palabras. Respeta al otro. Shhh, baja la voz, que es por tu bien. Pierde, por favor, ese feo hábito de manotear. No te creas más pilas que los demás. Abandona esa fantasía de que eres el más malo. No mires así, largo y a los ojos, que macho no llega a viejo.

Demasiada, demasiada testosterona para alcanzar la cola de la pensión.

Que no te lo tengan que recordar, que aquí nadie habla dos veces: esto es Caracas. Noventa y tres por ciento de homicidios impunes. Cuarenta, cincuenta muertos por fin de semana. Decenas, centenas de miles de armas, legales y no, paseándose por la ciudad, invisibles debajo de camisas, asientos, chaquetas; dentro de koalas y morrales. Gatillos alegres, blancos pálidos. ¿Las cajas de balas? ¡Ja! Esas se cambian a pelo por unos cuantos gramos de perico. Y ese mercado no para.

Lo dice nuestra historia: si algo hemos producido en este país, es inútiles y ausentes arrechos. Un minuto de silencio por el último arrecho. Y es una cola larga.

***

¿Quieres aprender a controlar el gesto, a tener un carácter flemático, respetuoso del prójimo? Pásate unos días aquí. Caracas es una escuela gratuita, cuya oficina del director está en Bello Monte.

Y hay cola.