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Crónicas de un comprador compulsivo

Todo viaje es una lectura. Hacia el final de la jornada uno suspira como cuando está por terminar un buen libro: “¡Falta tan poco!”. Un buen viaje y un buen libro son experiencias que, como decía José Balza del sexo, queremos que sean para siempre, pero deben terminar. El parecido se intensifica cuando uno de los propósitos del viaje es descubrir nuevas lecturas. Hay tanto misterio en buscar lo que se ignora, lo jamás visto o sentido.

Yo quisiera en mis viajes poder entrar inocentemente en librerías que visito por primera vez, casi ser un niño que acaba de aprender a leer; lamentablemente, un apetito voraz y bien cultivado suele venir con unos kilos de más. Ya tengo tiempo en este oficio de comprador compulsivo de libros y queda poco espacio en mis estantes; además, he perdido empuje y voracidad.

Quizás lo que busco en las librerías es recrear ese furor juvenil por absorberlo todo, el delirio de las primeras seducciones, de la absoluta curiosidad. Ahora no es tan fácil vivir aquellas fantásticas sorpresas. Pero suceden. No importa lo glotones que seamos o apertrechada que se encuentre nuestra biblioteca, siempre sentiremos un leve mareo ante una librería magnífica.

Espero que este afán sea un mal incurable. Quiero pensar que esta compulsión proviene de un vicio, no del simple placer de leer. La palabra “placer” se ha vuelto tan blanda, tan poco convincente. En estos tiempos de hedonismos, el placer ha pasado a ser un requisito tan indispensable como inadvertido: a nada invita y nada sugiere. Si se quiere extender a futuros lectores una invitación con verdadero gancho, habría que sugerirles “El vicio de leer”.

“Vicio” es una palabra con mayor densidad, más capaz de definir una genuina actitud. Hubo un tiempo cuando significaba “lozanía y frondosidad excesiva”. Hasta que la expansión del reino del placer fue arrinconando el vicio al baúl de las malas costumbres. Entonces las definiciones ya no implicaron exceso sino defectos de simple y pura naturaleza, hasta llegar a los definitivos: “mala calidad, defecto o daño físico en las cosas”. De lo “demasiado bueno”, se convirtió en lo esencialmente malo.

Cuando revisamos “vicioso”, encontramos también sospechosas dualidades. Si bien unas veces se refiere a quien “padece o causa error y defecto”, también puede referirse, según el DRAE, a una persona “abundante, provista y deliciosa” y hasta “vigorosa y fuerte, especialmente para producir”, que es justamente lo que buscamos al acariciar el vicio de leer.

En esta tendencia agrupamos a los viciosos que permanecen estíticos los días que no llega el periódico, a aquellos capaces de comprar el mismo libro dos veces, de leer en una cola de autopista o en un ascensor, de valorar a la presbicia como un mecanismo de aislamiento, de considerar que el Quijote, más que un libro, es un refugio, un paisaje y una costumbre.

El caso es que estoy en Barcelona por una semana y el vicio de comprar libros, —más fuerte, y fácil de complacer, que el de leerlos o escribirlos— se me ha exacerbado. Mis amigos libreros me han dicho que aquí cuestan menos. Esto es apenas una referencia, pues un libro vale en función de cuánto lo vas a disfrutar. Aquí entra en escena el angelito bueno y me exige prudencia: “no te excedas, compra sólo lo que puedas comenzar y terminar”. No le hago caso y compro para un mítico lector docto e insaciable. Veo el costo del libro y disfruto de mi suerte cuando es poco y de mi valiente insensatez cuando es demasiado. En casos extremos me animo diciendo: “¡Por todas las corbatas que jamás compraré!”. Así aplaco la tentación a lo Wilde: cometiéndola. Cuando sobrepaso la cuota de dólares de Cadivi tengo que usar un método más drástico: “Nunca iré a la India, ni a China, ni a Egipto. Iré solo a Barcelona, jamás a Madrid. Sólo a Venecia, jamás a Roma”. Con estos grandilocuentes limitaciones compenso los desmanes en mis dos ciudades favoritas.

De Caracas he salido, por razones obvias, ligero de equipaje. Sólo llevo un libro para el avión. Para esa tarea tan exigente, que es no aburrirse en el templo del aburrimiento, no conviene una novela, pues el riesgo es demasiado alto. Si no te enganchas en las primeras páginas se convertirá en tu peor enemiga, asechándote entre las piernas con su promesa incumplida.

Yo prefiero los libros de ensayos cortos que me hacen pensar; o pensar que pienso; o pensar que ya antes he pensado lo que acabo de leer; y cavilando por entre estas suposiciones, a veces, me duermo. En esta travesía fue El dolor y la razón, de Joseph Brodsky. En su Homenaje a Marco Aurelio, Brodsky nos ubica en el tiempo:

Mientras la antigüedad existe para nosotros, nosotros, para la antigüedad, nunca hemos existido y nunca existiremos.

En su Carta a Horacio nos enfrenta a la eternidad:

¿Qué es el Paraíso después de la promesa pitagórica de otro cuerpo? Pues tan sólo desempleo.

En el incierto avión de Santa Bárbara (la línea del librero y el comprador compulsivo, pues te permite 65 kilos de equipaje) leo también dos ensayos útiles para el vuelo y para después del aterrizaje. Uno cuyo título, Elogio del aburrimiento, no deja dudas sobre su relevancia en un sádico asiento de avión, clase turista. El otro será aún más didáctico, pues Brodsky nos ofrece, en Cómo leer un libro, una receta para enfrentarnos al océano de las publicaciones:

…con páginas y páginas susurrando en todas las direcciones, mientras nos aferramos a una balsa de cuya capacidad para mantenernos a flote no estamos muy seguros.

Su propuesta, ante la inmensidad cuya metáfora observo desde mi ventanilla, consiste en leer poesía, ya que esta —para decirlo en el lenguaje de las transacciones que me esperan en Barcelona— es la que te da más por menos, pues “incita el apetito por la metafísica, ingrediente indispensable para un festín literario”. La superioridad de la poesía sobre la prosa se evidencia hasta en los adjetivos que generan, ¿quién no prefiere ser poético que prosaico?

Brodsky incluso nos ofrece listas de poetas según el idioma de nuestra preferencia. A los amamantados con los variopintos senos del español, nos sugiere a Machado, García Lorca, Cernuda. Alberti, Juan Ramón Jiménez y Octavio Paz. No he leído nada de Cernuda, pero, ¿y de los otros? ¿Qué quiere decir “los he leído”? Para ser exacto, y la exactitud exige humildad, me refiero a que tengo buena parte de sus libros en mi biblioteca; en algunos casos eso que llaman los exhaustivos: Obras completas. Lo que viene a ser muy poco, porque sólo conoce un poeta quien es capaz de declamar sus poemas de memoria, solo, desvelado y algo borracho.

Entro, por fin, a una librería en Barcelona. El alma, que según García Márquez cruza el Atlántico a otra velocidad que el cuerpo, aún no me llega del todo y tengo el conveniente aspecto atemporal y espirituoso de quien no tiene nada mejor que hacer. Esta primera búsqueda pretende ser minuciosa, planificada. Ya vendrá más tarde el azar a conducir excursiones más relajadas. Tengo una pequeña lista, pues varios amigos me han hecho encargos. Apenas comienzan las compras y estoy buchón. Al principio el recorrido es triunfal, luego la infinita oferta se irá haciendo cada vez más opresiva para mi alma extraviada.

En la Central de Mallorca salgo de la “Narrativa” y avanzo hacia la “Historia”. Justo a mitad de camino me encuentro a Kapuscinsky. ¡Qué voracidad editorial con los escritores que ya nunca podrán escribir! Dicen que los homenajes póstumos son una paradoja porque hace falta estar “recién” muerto. Pero Kapuscinsky es capaz de resucitar casi tantas veces como Bolaño, el escritor con mayor cantidad de manuscritos inéditos en el género “postmortem”. Hace años leí El emperador, un collar de testimonios sobre el auge y la caída de Helassie. Kapuscinsky descubre dos personajes que fueron claves en las ceremonias imperiales: el súbdito que le abría las puertas al emperador (tenía que ser en el momento justo para no hacerlo esperar, ni apresurarlo) y el encargado de escogerle el apoya pie para los diversos tronos en las diferentes ciudades del imperio (pues el emperador era un enano y no debían colgarle las extremidades ni quedarle alzadas las rodillas).

Compro cuatro libros y pido que me los entreguen sin bolsa. Los llevo por las amplias aceras del Ensanche como un pan canilla recién salido del horno. Toda experiencia espiritual está acompañada de sensaciones físicas, a veces muy tangenciales y secundarias, pero parte integral de la experiencia; como sentir junto a las costillas a los volúmenes recién comprados, que cargo como a cuatro huérfanos que han encontrado un hogar.

El domingo en la mañana visito el mercado de Sant Antoni. En esta catedral de libros viejos se comprueba un principio económico que no me canso de celebrar: “Los clásicos valen más y cuestan menos”. El clasicismo viene a ser una suerte de profunda y creciente amortización. Me asombra la proliferación de Los últimos días de Pompeya, de las novelas de A.J. Cronin, los premios Goncourt y Jacinto Benavente. Hay también bastante Freud, quien le fascina a los locos vocacionales y al neurótico que todo comprador compulsivo lleva por dentro.

En la Casa del libro encuentro que acaba de salir una nueva traducción de la Historia de la Revolución Francesa, de Jules Michelet. Es una edición en tres volúmenes y cuesta 108 euros, así que no he pasado de manoseos y atisbos. Algo vi sobre la bella Theorine de Mericourt, quien vivió 24 años como una cortesana, hasta encontrar su mejor amante en la Revolución. Pero un día enfrentó a Robespierre y cayó en desgracia. En castigo, una turba la desnudó y la violó. Su furiosa desesperación le duró los otros 24 años que le quedaban por vivir.

No entiendo por qué Michelet, el padre del romanticismo en Francia, ha sido tan poco traducido al español. Yo sólo conocía La bruja y El Pueblo, hasta que conseguí en la Central del Borne Mujeres de la Revolución, también de Michelet, donde pude saber más de la bella y sufrida Theorigne. Cuenta Michelet:

Rompía el corazón contemplar el espectáculo de esta mujer heroica y encantadora, caída en un nivel inferior al de la bestia, golpeándose en los barrotes, desgarrándose a sí misma y comiendo sus propios excrementos.

Estas casualidades necesitan de una ciudad como Barcelona, que facilita la aparición de los fantasmas, la confirmación de los presagios y la conexiones literarias por tres bandas.

Aquí esta una primera lista de los libros que serán parte de los 65 kilos:

¿Estamos de acuerdo?, un debate entre Chesterton y Bernard Shaw.
Egipto
, el diario de viaje de Flaubert.
Con la soga al cuello
, de Joseph Conrad.
Una novelita lumpen
y Amuleto, dos novelas cortas de Roberto Bolaño.
Nuevos diálogos de los muertos
, de Fontenelle.
Los cuadernos de Fritz Kocher
, de Robert Walser.
La pista de arena
, la última novela de Andrea Camilleri.
Nada que temer
, una novela de Julián Barnes con una buena primera línea: “No creo en Dios, pero le echo de menos”.
Historia de un idiota contada por el mismo
, de Felix de Azúa.
El Mandarín
, de Eca de Queiroz.

Y la que ahora estoy leyendo: El placer del viajero, de Ian McEwan. Sólo por el epígrafe de Cesare Pavese ya vale la pena comprar esta pequeña novela de 142 páginas:

Los viajes son una brutalidad. Le obligan a uno a confiar en extraños y perder de vista toda la comodidad familiar de la casa y de los amigos. Se está en continuo desequilibrio. Nada le pertenece a uno salvo las cosas esenciales: el aire, el descanso, los sueños, el mar, el cielo, y todo tiende hacia lo eterno o a lo que imaginamos de la eternidad.

La segunda parte del viaje será una semana en Venecia. Esta vez debo enfrentar un idioma que me es ajeno. Una prueba fehaciente de que se trata de otra lengua es que, al hablar, se me cansa la que tengo. Con cada frase se va haciendo más conciente de su condición retráctil, de sus vigilias y manías, de los dientes que la amenazan. Está a disgusto bajo el yugo del italiano y se va haciendo cada vez más torpe e indolente. Llega incluso a la desobediencia y comienza a hablar en español sin que yo pueda detenerla.

Es cierto que “loro viejo no aprende a hablar”. Creo que la razón principal es la falta de resonancia. La palabra “miedo”, cuando la leo o la oigo, repercute por entre millares de recuerdos que se pierden en los meandros de la infancia. La palabra “fear” sólo se adentra en el pasado hasta los trece años, cuando aprendí suficiente inglés para sobrevivir en una escuela de New Hampshire. “Paura”, en cambio, limita sus ecos y referencias a mis recuerdos de hace dos años, cuando comencé a obligarme a balbucearla. En el íntimo territorio de mi memoria, el italiano me ofrece palabras sin historia, sin espectros; verbos y adjetivos que no resuenan por entre olvidadas alegrías y miserias. Leer resulta más fácil. Puedo tomarme mi tiempo y no hay jueces que me apresuren arrugando la cara. Con algo de esfuerzo, llego a inocular en la reciente “paura” un miedo menos conceptual, pero siempre es una empresa fatigosa.

Para la compra de libros en Venecia, que inicio apenas soltar las maletas, utilizo de nuevo a Brodsky. En Como leer un libro hay también una lista para italianos: Quasimodo, Saba, Ungaretti y Montale.

Hay otro detalle estimulante para la jornada veneciana: Brodsky vivió aquí durante 17 inviernos. En este viaje he conocido el apartamento donde habitó durante uno de sus amados y silentes eneros, cuando la ciudad se parecía más a su nativo San Petesburgo. Hoy vive allí un buen amigo, pero hay una diferencia fundamental: ahora hay calefacción. Brodsky, en cambio, se turnaba con su amada arrojando una moneda a ver quien dormía al lado de un muro helado. Sabemos que en ese apartamento del Campo della Fava le comienza una bronquitis casi letal, pero también inició La Fondamenta degli Incurabili, un libro que equivale a contemplar a Venecia por un caleidoscopio. Dichoso el turista que llegue a leerlo, pues podrá quedarse en su hotel sin perder el viaje. La traducción al español es desorientadora: Marca de agua, ¿Qué les costaba a los editores, si querían ahorrarse las dificultades de traducir “fondamenta”, titularlo simplemente Los incurables. Al fin y al cabo la incurabilidad es el tema fundamental del libro. Aunque quizás Marca de agua no esté tan mal, pues en Venecia las visiones y previsiones más importantes conciernen las corrientes y las mareas; por eso dijo Cocteau: “¿Donde se ha visto tanto Cristo caminando sobre el agua?”.

A partir del cuarteto que reseña Brodsky inicio mi exploración por las librerías, pero no es fácil concentrarme en este único oficio. Venecia es una ciudad de una belleza infinita y yo siempre seré en ella un turista. Su exclusiva naturaleza jamás cesa. Es obsesivamente semejante a sí misma. Donde quiera que mires está Venecia y sólo Venecia. Ante tanta coherencia, tiendo a pensar que basta con obedecer a tus propias leyes y a tu propia historia para ser bello, una máxima que le viene bien a los viejos.

Ya voy conociendo la ciudad y me cuesta perderme, que es el mayor regalo que puede darnos esta ciudad. Una tía abuela de mi esposa me dijo una vez: “Lo único que lamento de haber nacido en Venecia es que nunca la vi por primera vez”. Desde la cuota de estupefacción que aún me invade, debo decir que eso de estar condenado a segundas nupcias no es tan lamentable en el caso de esta ciudad. El único castigo que te impone es que a una vez que la cortejas odias a los carros para siempre. No en balde los venecianos se marean apenas agarran el autobús para ir a Mestre.

En esta tarea de comprar libros de un idioma que chapuceo, Italia me facilita las cosas. Todas las semanas hay un diccionario o una enciclopedia nueva en los puestos de revistas. Hoy he comprado por un euro el primer tomo de un Dizionario delle Religioni. Voy por la “A-Dir”. Si estiro un poco el viaje podré llegar a “Dis-Let”. Luego me marcharé a Caracas y no podré comprar los tres tomos que completan la colección. Es casi una herejía tener un compendio religioso que llegue sólo hasta la mitad de la “L”. Me perderé el Maniqueísmo y a Moisés. Qué decir del Zoroastrismo. No creo que la zoofilia haya logrado institucionalizar sus culpas como para encontrar lugar en la Z.

Para tener aplomo y direccionalidad, entro en la Goldoni con la lista de Brodsky. Decido que Montale será mi favorito, pero termino conversando con el librero sobre Boccaccio. La lectura de sus cuentos la hice a una edad en que equivalía a una solitaria travesura sexual.

Bocaccio es uno de tantos escritores que llegan al final de su vida pobres, solos y enfermos. Un eccema le cubría todo el cuerpo, lo que supongo es una enfermedad de escritor, tan propicios a los cambios de piel y las reencarnaciones. Pero sin duda lo peor de su condición terminal es que se consideraba un fracasado, al punto de estar avergonzado de haber escrito el Decamerón.

A los 35 años Boccaccio se vio rodeado por una peste que arrasó casi la mitad de Florencia. Su reacción ante tanta muerte fue convertirse en un narrador que le canta a la vida y sus pasiones. A la salida de una misa en Santa María Novella, en una plaza llena de cortejos fúnebres, un grupo de siete damas y tres caballeros deciden marcharse a una villa en el campo donde no lleguen los aires infectados de la peste. Para pasar el tiempo, cada uno cuenta cada día una historia. Como la estadía dura diez días serán cien las historias.

El escritor de una de las colecciones de cuentos más ingeniosos, estimulantes e influyentes en la historia de la literatura, estará a gusto con su obra hasta que, gracias a la fama, conoce a los escritores de una época genial. Entre ellos a Petrarca. Boccaccio se impresiona ante aquel hombre tan mundano, tan conocedor, que era capaz de hablar y escribir en latín. Es entonces cuando comienza a avergonzarse de su Decamerón. Le parece vulgar por el tema, por el género y por la lengua “vulgar” en que está escrito. Han terminado para Bocaccio la narrativa y la fantasía; decide escribir en latín doctas y fastidiosas genealogías. Escribe Indro Montanelli: “Así la literatura italiana perdió un narrador y gano un pedante”. Termina lleno de remordimientos y sin un centavo. Insiste Montanelli: “muere con la convicción de haber malbaratado la primera mitad de su vida, cuando en realidad había malgastado la segunda”.

Media hora más tarde encuentro El oficio de vivir. A partir de ese momento, será Pavese quien dominará la última curva de mis búsquedas.

Por mucho tiempo los italianos buscaron en este diario de Cesare Pavese los motivos de su suicidio en 1950. Hacía muy poco que había terminado una relación borrascosa con una diva del cine norteamericano a la que dedica sus últimos versos: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Es explicable que su muerte alimentara por igual las conjeturas literarias y las especulaciones amarillistas. Los periodistas fueron todos a la última página del diario, a la “frase anunciadora” escrita ocho días antes del final:

Parecía algo fácil de pensarse. Hasta las niñas lo han hecho.
Se necesita humildad, no orgullo.
Todo esto da asco.
No más palabras. Un gesto. Ya no escribiré.

¿Por qué buscar sólo en el final cuando los principios pueden ser aún más dramáticos, esclarecedores, y ciertamente cubren más distancia? El 6 de octubre de 1936, Pavese comienza su diario. Para entonces tiene 27 años. Ha traducido a Sinclair Lewis, a Dos Pasos, a Melville, Defoe, Dickens y Joyce; ha escrito un libro de cuentos y uno de poesía llamado Trabajar cansa. Ese iniciático 6 de octubre, Pavese escribió:

Que alguna de las últimas poesías resulte convincente, no le quita importancia al hecho de que las compongo cada vez con más indiferencia y reticencia.

Aún le faltaban quince años a este agotador “cada vez más”.

¿Por qué estoy ahora tan enganchado con Pavese? Es como si él y su obra fueran el final y la finalidad del viaje. ¿Qué busco? ¿Un punto de llegada o de partida? ¿Un personaje al que ceñirme o una historia para entender la mía?

Busco a la actriz de la tragedia, la norteamericana Constance Dowling. Tiene una cara larga y unos ojos cansados de seducir. No se puede decir que era una actriz en decadencia porque nunca conoció el estrellato. Había ido a buscar suerte en Italia, y en 1950 trabaja en una tonta película que gira alrededor de la entonces joven Gina Lollobrigida. Lo que si logró Constance a plenitud fue hacer sufrir a un poeta. Pero no fue su culpa, sino el destino y la confirmación de lo escrito por Pavese, quien en abril de 1950 le escribe a Constance algo similar a la primera línea de su diario:

No me siento con ánimos para escribir poesías. Las poesías vinieron contigo y se van contigo.

Poco antes de morir, Pavese envía una carta a una muchacha a la que se refiere como “Pierina”. En ella, revela su testamento de amante:

¿Puedo decirte, amor, que nunca me he despertado con una mujer a mi lado; que cuando amé nunca me tomaron en serio y que ignoro la mirada de reconocimiento que una mujer dirige a un hombre.

Estos despertares en lechos vacíos pueden ser ciertos, porque el poema más bello que escribe a Constance se titula: In the morning you always come back (los poemas dedicados a Constance los titulaba en inglés). Allí le escribe:

La muerte tiene una mirada para todos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio.

Cuando leo que la muerte equivale a abandonar un vicio, el viaje se afina aún más. Está centrado en un territorio que espero será el archipiélago de Pavese y su obra. Creo haber encontrado lo que buscaba, un sentido a mi compulsión. Ya me siento como en casa y en equilibrio. Dejo de deambular, ahora siento que investigo. Busco sus otros poemarios y encuentro una pista de cómo viajan los sedentarios:

Cruzar una calle para escaparse de casa
lo hace sólo un muchacho, pero ese hombre que transita
todo el día las calles, ni ya es un muchacho
ni escapa de casa.

Es verdad, he estado escapando, pero sin ninguna convicción, de Caracas y sus locuras. Me refugio, como buscando un callejón sin salida, en las últimas líneas de su último poema, Last blues, to be read some day:

Alguien murió
hace mucho tiempo—
alguien que intentó,
pero no supo.

Me encamino ahora hacia sus novelas y encuentro otro tema que se sumó a sus mortificaciones. Desde 1943 hasta la liberación de Italia, Pavese se refugia en Casale Monferrato. Allí se aísla de lo que ocurre en Italia, mientras muchos de sus amigos entran en la Resistencia y mueren torturados. Corrado, el protagonista de La casa en la colina, se esconde en su propia soledad, hasta que debe encarar que su aislamiento lo ha convertido en un traidor.

¿Será que yo también voy a ir alineando la soledad, el aislamiento y la traición a mi ciudad como los huecos en una flauta? ¿Por qué este viaje se me ha ido convirtiendo en un ensayo de exilio? ¿Tiene sentido volver? ¿Cuál es mi verdadero oficio?

Ahora sé que no busco el aire, el descanso, los sueños, el mar, el cielo, como diagnosticaba al viajero el propio Pavese. Para imaginar la eternidad prefiero una lectura llena de acertijos que me anclen en el mundo, en las raíces feroces de la tierra que espera. Las lecturas salteadas y móviles que proporcionan los viajes por librerías, en las que entraré una sola vez, me dan una perspectiva más libre, más azarosa e inesperada, y así me asomo a la apasionante secuencia de una vida, a los cabos sueltos que podré retomar en otras librerías aún por descubrir. ¿Este juego me acerca o me aleja de mis obligaciones? Al menos sé que caminando con un par de libros bajo el brazo puedo enfrentar el mareo, la monotonía, las multitudes y las desilusiones de mis escapes, de una realidad que se esfuma. Esa es mi compulsión y mi credo en un viaje que ya está a punto de terminar.