- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Rivera Letelier: “Quiero que el lector goce cada línea y cada párrafo”

Un lento atardecer naranja desmiente que son las 07:00 p.m. En el Pasaje Asunción del bulevar de Sabana Grande, poco importa el tiempo. Es uno de esos lugares que anulan las leyes físicas, fruto de la conjunción entre aguardientes y largas charlas. Los rezagos de la bohemia sesentosa junto a los náufragos intelectuales y mucha fauna de ambiente pululan en cada metro de este pasaje que acuchilla el bulevar haciendo honor a su mote de “El callejón de la puñalada”.

Hernán Rivera Letelier mira pensativo a cada personaje que avanza en tropel por el lugar. A sus sesenta años aún lo observa todo con el asombro propio de los testigos narrativos. Se detiene en los pocos solitarios que pasean a largos trancos como profetas perdidos que le recuerdan al cristo de Elqui quien protagoniza El arte de la resurrección, su más reciente novela.

“Es una historia que me pilló desde muy niño en ese desierto en el que me crié. Allí siempre escuchaba la historia de este personaje que predicaba y se decía hijo de Dios. Cuando me puse a escribir empezó a aparecer en mi obra. Empezó a colarse y se me metió en tres novelas”, explica el escritor chileno acodado en una de las mesas desperdigadas por el callejón.

La historia de Domingo Zárate Vega, predicador mendicante que abrasó el desierto chileno con sus sermones durante los 50, le valió al escritor el reconocimiento del jurado del Premio Alfaguara que lo premió con la bolsa de 175 mil dólares.

Presidido por Manuel Vicent el grupo de intelectuales resaltó en el veredicto el “aliento y la fuerza narrativa de la novela, así como la creación de una geografía personal a través del humor, el surrealismo y la tragedia”.

Para Rivera la fábula del cristo de Elqui era dolorosamente familiar. Su padre fue un predicador analfabeto que fatigaba las calles de los pueblitos del desierto: “Descubrí que tenía el tono para contar su historia porque mi viejo era predicador y me crié escuchando los evangelios. También tuve la experiencia de vida porque, al igual que el cristo, durante cinco años fui un errante”.

Como tantos jóvenes Rivera sucumbió a la fiebre de mayo del 68 que lo sacó del desierto en el que ha vivido siempre. Renunció a la fábrica, juntó sus bártulos y pasó un lustro caminando por todo Chile. En plena revolución de las flores cuando el país austral aún no se acostumbraba al socialismo de Allende llegó la dictadura. Sin ningún alarde de amargura recuerda: “Con Pinochet ya no se pudo andar más así que volví a la mina y pasé 30 años allí. Trabajé en todos los oficios que había. Fui cargador, barretero, ayudante de electricista y mecánico. En total he vivido 45 años en el desierto”.

De la vastedad de las extensiones arenosas, del vacío absoluto que reina en el erial primigenio, el autor extrajo un profundo conocimiento de sí mismo y la predilección por contar historias. Se refugió en la lectura de la sólida tradición poética chilena convirtiendo a la Mistral, De Rokha, Neruda, Parra y Huidobro en los entes tutelares de su universo literario.

Con los años ingresó al mundo narrativo luego de leer y desmenuzar a todos los autores del boom latinoamericano. Lezama Lima, Onetti, García Márquez, Marechal y Vargas Llosa son referencias permanentes en sus pláticas.

“El problema de los autores de hoy –asevera sin miramientos- es que escriben para otros escritores y para los críticos. La academia hace tremendos artículos alabando sus obras pero eso no llega al lector. Entre una buena crítica y veinte mil lectores escojo al lector”.

El discreto encanto de la periferia

Fruto de ese afán por entender los gustos de sus lectores son libros como La reina Isabel cantaba rancheras (1994), Himno del ángel parado en una pata (1996), Los trenes se van al Purgatorio (2000) y La Contadora de películas (2009), entre otros. Mientras su mirada se pasea por este callejón caraqueño es dable advertir el nervio del narrador nato que capta historias en todas partes.

“Lo que hago en el fondo es una reivindicación de los relatos. Soy un contador de historias, no un teórico. Por eso lo único que me planteo al escribir es hacer lo mejor posible. Soy un práctico obsesionado por el placer del público. Quiero que el lector goce cada línea y cada párrafo”, dice con verbo tajante.

Pese a que el éxito le ha sonreído por estos años no abandona su desierto. Radicado en Antofagasta el escritor disfruta del aire pueblerino que impera en las ciudades pequeñas y se burla de los que le temen a la periferia: “Muchos escritores, sobre todo los jóvenes, piensan que para escribir hay que mudarse a las capitales del mundo. Están locos. Hay que mandar la obra al mundo, si es buena va a triunfar donde sea”.

Rivera suele bromear sobre los hábitos de escritura y el peligro de la fama. Se declara incompetente ante los métodos y rutinas creativas por lo que sólo escribe cuando tiene ganas.

En las jornadas largas de cuatro y cinco horas interrumpe la faena para descansar. En esos ratos muertos escucha The Beatles y Pink Floyd mientras baila solo en su estudio.

“Tengo cuatro hijos y cuatro nietas pero nadie quiere ser escritor en mi familia, es más, ni siquiera me leen. Tengo lectores en dos continentes pero no en mi casa”, explica con sorna.

El trabajo constante en varios proyectos es una constante en la obra de este autor chileno. Quizá esto explique lo prolífico de su producción intelectual en estos años.

“Estoy escribiendo tres novelas, trabajo en varios frentes y me es completamente placentero. Es casi como tener tres mujeres a tu disposición, no te falla ninguna. Si de repente no te sale algo en una historia sigues con la otra y luego vuelves. Cuando uno escribe no tiene que exigirse y angustiarse. Hay que dejar que fluya todo….y fluye”, sentencia con una sonrisa amplia.

*******

Fotografía: Glenn Arcos