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Espumas que se van

Los Anales son los libros en que Tácito recogió la vida de los Césares (Augusto, Nerón, Tiberio, Agripina…). De Álvaro Uribe, nuestro césar andino durante dos cuatrienios, deberán escribirse también, año por año, sus Anales. O más que escribirlos, resumirlos o entresacarlos de los periódicos, los juzgados y las estadísticas. Allí hay victorias, mezquindades, delitos, contratos, pleitos, dádivas, logros, traiciones y conquistas…

Ni fue el más sanguinario de todos los presidentes, como dicen sus más furiosos opositores, que mojan su pluma en bilis, enloquecidos de animadversión, ni fue el más preclaro estadista de la historia, como quieren sus más melifluos cortesanos, que más que pluma tienen una larga lengua para escribir con ella babosadas y lambetazos. Muy dados a la hipérbole, aquí no se practica más que la diatriba o el ditirambo. Si uno es equilibrado —y en el país de los furiosos a los equilibrados se los llama tibios— puede decir que con Uribe Colombia progresó; muy lentamente, pero progresó. A veces gracias al presidente y a veces a pesar de él, pero más a menudo gracias a buenos alcaldes o gobernantes locales o simplemente gracias a los avances de la técnica o a los impulsos de la economía mundial. Su presidencia no nos llevó al infierno ni nos sacó del purgatorio.

Más que leer a sus repetitivos detractores, a mí me divierte leer a quienes lo bañan de incienso. Al terminar los días del presidente cesarista, me entretengo escarbando las lisonjas de los hagiógrafos oficiales del presidente. Dos se destacan: José Obdulio Gaviria y Fernando Londoño. El dúo escribe en ese altisonante estilo grecoquimbaya que es, como muy bien lo definió Óscar Collazos, “la típica retórica criptofascista de nuestra derecha ilustrada”.

Oigan el tono del primero: “… la Presidencia más larga, enjundiosa, brillante y fructífera de nuestra historia. Después de décadas de ayuno de liderazgo, la Providencia nos regaló una inteligencia superior; un guía providencial para dirigir a su pueblo en la travesía del desierto; un conductor militar nato para ejercer como estratega del mejor grupo de hombres y mujeres que se haya reunido nunca en un mismo momento…”. El nuevo Moisés, el nuevo Napoleón, al mando de los mejores hombres que hubo nunca (entre los cuales estaba el propio José Obdulio). ¿No da risa?

Y no se pierdan al segundo: “Álvaro Uribe está en la línea de los hombres más talentosos que en la vida pudimos conocer. Su inteligencia es a veces ofuscante, desmedida, sin concesiones ni parcelas. Le vale igual para tratar de matemáticas que de filosofía…”. Pues sí, se ve que se le ofuscó el entendimiento a Londoño, al que uno se imagina hablando con el ex presidente sobre cómo vilipendiar a los jueces de la república, pero no propiamente platicando sobre el imperativo categórico o la ética de Spinoza, y mucho menos sobre la lógica de Russell, los problemas de Hilbert o el teorema de Fermat. Ay, qué mentecatos que son; con tal de lamberle, gradúan de matemático al que si mucho sabe las cuatro operaciones aritméticas.

De todas estas pompas no quedará más que espuma. “¿Qué se fizo el rey don Juan? / Los infantes de Aragón / ¿qué se ficieron?”. Se preguntaba Jorge Manrique y respondía que no “fueron sino verduras de las eras”. Muy poco quedará de todo esto: “Las dádivas desmedidas, / los edificios reales / llenos de oro, / las vajillas tan febridas, / los enriques y reales / del tesoro; / los jaeces, los caballos / de sus gentes y atavíos / tan sobrados, / ¿dónde iremos a buscallos? / ¿qué fueron sino rocíos / de los prados?”. Ni yo soy Tácito, ni aquestos son Anales, pero de una cosa podemos estar seguros: esto es Uribe y esto seremos todos: rocíos de los prados. Espumas que se fueron.