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El nacionalismo reduccionista

Dentro de la primera parte del Quijote, concretamente en la escena en que el cura califica al Tirant Lo Blanc como “el mejor libro del mundo” y lo salva así de las llamas donde iban a perecer las novelas de caballería de la biblioteca de don Alonso Quijano, Miguel de Cervantes dejó para la posteridad una inmejorable alegoría de lo multicultural. El debate en torno a la inconstitucionalidad del Estatuto de Cataluña nos recuerda, en pleno siglo XXI, que la realidad suele superar el alcance de las ficciones literarias, por más admirables que éstas sean.

Lo cierto es el rechazo a la calificación de Cataluña como nación contenida en el Estatut ha ganado un terreno que parece irrecuperable. En la discusión en torno a este tema parece renacer el enfrentamiento entre la libre determinación y la noción de estado-nación asociada a los nacionalismos de raíz decimonónica. Los totalitarismos europeos han dejado francamente mal parada a la entelequia estatal, tan íntimamente ligada a los conceptos de soberanía y territorio, y que a la vez presupone la existencia de un vínculo fundamentado en factores comunes e históricos, como la cultura, la religión y la raza. Creo que es Martin Amis quien afirma que los totalitarismos aborrecen la pluralidad porque sienten un profundo temor hacia la riqueza de matices que contiene la realidad. Es por eso que buscan taparla, modificarla y hacerla a su medida. Eso sí, poniendo como pretexto la utopía o los supuestos valores superiores. Las historias del franquismo o del estalinismo –con sus represiones lingüísticas o aterradoras políticas de aculturamiento— nos enseñan cuán artificiales y sobreactuados pueden ser esos elementos comunes e históricos que conforman un pretendido concepto unívoco de nación. En la vida real la nacionalidad es definible como una situación, un sentimiento o una actitud, pero en todo caso dependerá de múltiples factores. ¿Alguien dudaría que todo individuo tiene la posibilidad de identificarse con más de una nacionalidad, independientemente de su origen, su raza o su lugar de nacimiento?

A estas alturas sería recomendable para más de uno recordar las preguntas fundamentales que a partir de las enseñanzas del filósofo John Rawls, definen el problema central de la democracia liberal: ¿Cómo es posible que diferentes personas, que a su vez poseen diferentes concepciones de la vida, puedan no sólo vivir juntas sino además participar en la vida política? ¿Cuáles son las características de un sistema político capaz de incluir tal variedad, siendo a la vez estable y justo? Tal vez las respuestas a esas preguntas aparezcan en la concepción misma del modelo constitucional español: en éste la democracia no se basa en la imposición desde arriba de una doctrina o una visión del mundo, sea ésta producto de la razón, la historia o el dogma, sino que nace del consenso en un determinado concepto político de justicia, a partir del cual los ciudadanos —de manera individual o grupal— son libres de construir la vida a su manera o, lo que es igual, su propio mundo. La esfera de lo público se limita entonces a aquellas instancias que, siendo básicas para hacer viable el modelo, aseguran su estabilidad y su permanencia, así como el respeto de las diferencias. El modo en que la constitución española reconoce el llamado “hecho diferencial” —la identidad nacional, cultural y lingüística de cada una de las comunidades que conforman el universo de lo español— para tomarlo como base de consenso de la organización política resulta, además de emblemática y vanguardista, una solución para el problema de la organización política cuya eficacia el tiempo ha llegado a demostrar. Que las comunidades sean entes con igualdad de derechos entre sí, y que además su regulación y gobierno nazcan de una fórmula de compromiso con el estado nacional, explican la viabilidad de esa Nación (con mayúscula, como conviene a las peculiares reglas ortográficas de los juristas) común e indivisible que define la constitución española. Es por eso que la España moderna no es castellana en el mismo sentido en que la Yugoslavia posterior a Tito pretendió seguir siendo serbia. Las diferencias entre ambos modelos saltan a la vista: estabilidad, pluralismo y democracia por un lado; desmembramiento, totalitarismo y guerra civil por el otro.

El problema de la “Nación única e indisoluble”, derivado de una interpretación simplista y literal del artículo 2 de la constitución española, deja de ser tal a partir de aquel razonamiento, pues ésta ya no es más definible exclusivamente a nivel político, para convertirse en un concepto complejo, incluyente, y sobre todo abarcador a varios niveles. Es por eso que es posible ser español y catalán al mismo tiempo, al igual que gallego, canario, vasco o andaluz (o incluso catalán y chileno y mexicano, como Roberto Bolaño en las calles de Blanes o en las gradas del Camp Nou).

Ya el constitucional español dio su veredicto en contra de la idea de nación contenida en el Estatut. Pero esto tal vez no importe demasiado a la larga. La espontaneidad de las sociedades y de los seres humanos, en sus múltiples caminos y variables, termina siempre imponiéndose. Por lo demás, la democracia liberal es el único sistema político capaz de hacer que la tolerancia de las diferencias sea una opción viable. Una sociedad abierta siempre estará dispuesta a verse a sí misma para repensarse y recrearse, y encontrar así los canales que permitan el desenvolvimiento espontáneo de su propia historia. Nada más lejos de esto que un concepto de nación unívoco y reduccionista.