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Molto Buford, demasiado Calor

A Bill Buford no le gustan los cabos sueltos, las preguntas sin respuestas, las explicaciones a medias. Nada de eso va con él. Más que periodista es un investigador dispuesto a todo riesgo: incluso a cruzar líneas sin retorno, a dejarse atrapar por las historias que quiere contar. Lo que sea con tal de llegar a un estado de comprensión casi total. Y una vez alcanzada la gracia de la sabiduría extrema, ahora sí, será el momento para sentarse a escribir.

Como una revelación tardía –ya para entonces cualquier lector estará convencido de ello- en la página 382 de su libro Calor (Anagrama), hace una reflexión en la que reconoce que ha dejado de ser un testigo para convertirse en parte de cierta cofradía cuchillera: “Dejé de ser un escritor que relataba sus experiencias en la cocina. Era un miembro de ésta”.

Bill Buford lo dejó casi todo para hacer este libro y transformarse –de paso- en otra persona. Es un milagro, podría decirse, que su esposa Jessica no sólo haya aguantado sino que siga junto a él en semejante trote. Nacido en Baton Rouge (Louisiana, 1954), Buford –con estudios sobre literatura inglesa en las universidades de Berkeley y Cambridge- le devolvió el alma a la prestigiosa revista literaria Granta cuando asumió su dirección a mediados de los años 80 y más tarde se convirtió en el editor de ficción de ese otro monstruo del periodismo que es The New Yorker, una revista casi intolerable en estos tiempos en que los gurúes de la mercadotecnia recetan formatos para lectores que no tienen mayor intención de leer.

Buford renunció a tan envidiable puesto para emprender un trayecto iniciático. Quería entender lo que pasaba en la trastienda de un chef exitoso, una celebridad de los fogones en el duro ambiente de la restauración en Nueva York. Y su elección fue seguirle los pasos a Mario Batali, un personaje que concentra en su enorme humanidad y vida todo lo que encarna la palabra exceso.

Primero fue la idea de escribir una semblanza de Batali para The New Yorker desde la perspectiva del aficionado a los fogones que se inserta como espía autorizado en la cocina de Babbo, uno de los más reconocidos comederos de Manhattan a cargo del famoso chef, reputado por su interpretación de la muy rica tradición gastronómica italiana. Y eso nació de una experiencia singular: por medio de un amigo de un amigo, Buford invitó –para horror de Jessica- a Batali a una comida en su propia casa. Eso es ser valiente.

El momento se relata divinamente en las primeras páginas de Calor. Honrando su propia leyenda, Batali –una estrella mediática por su programa Molto Mario– irrumpe en aquella reunión agradecido y apenas entra se hace cargo de la situación: apareció con licores, cuantiosas botellas de vino y “una gruesa tajada de lardo: literalmente el tocino crudo y ‘lardoso’ de un cerdo muy gordo que él mismo había adobado con hierbas aromáticas y sal”. Y no fue sólo un detalle de invitado bien educado. Batali cortó el lardo en rodajas muy finas y recorrió la estancia colocando en las lenguas de los asistentes –casi todos apenas recién conocidos- aquel precioso manjar “susurrando que la grasa debía deshacerse lentamente en nuestras bocas para poder apreciar su intensidad”.

Aquello fue la hecatombe: “…y cuando Mario nos animó a repetir por tercera vez, todos nuestros corazones se habían acelerado”.

La velada, como era de esperarse, terminó con una borrachera colectiva y Mario apropiado de la música –Neil Young, Tom Waits y hasta Buena Vista Social Club– y llevándose a tres de los comensales a las cuatro de la madrugada –hasta donde recuerda Buford- a “un estupendo garito donde se puede conseguir lo que sea a cualquier hora de la noche, y nada bueno”.

El segundo encuentro con Mario fue en menos de 24 horas y Batali estaba en calzoncillos.

Quiero ser tu esclavo

Miraba a Buford sin entender qué diablos hacía ante su puerta. Había olvidado, claro, que para corresponder a su generosa invitación le ofreció llevarle al juego de los New York Giants. Allí descubrió Buford que su nuevo amigo sumaba admiradores incluso entre los más rudos machos aficionados al fútbol americano.

“Se aprende trabajando en la cocina. No leyendo un libro, ni viendo un programa de televisión, ni asistiendo a clase. Así es como funciona la cosa”, le dijo Mario. Y Buford terminó de convencerse de esa idea que ya se formaba en su cabeza. Se ofreció como esclavo en la cocina, una condición que le llevaría a hacer cualquier cosa que le pidieran: cortar, picar, moler, amasar, freír, rellenar, ser vejado, insultado, menospreciado y quizás, algún día, reconocido por su talento y empeño en aprender. Quizás. Lo único seguro era que tenía que sufrir.

A fines de enero de 2002 llegó a su primer día de esclavitud. Y las cosas no pintaban bien: no llevó cuchillos, ni bolígrafo. Su primera tarea fue deshuesar patos. Y, faltaba más, casi se queda sin un dedo.

Un año más tarde, por primera vez Mario le agradeció por un trabajo bien hecho.

Hasta marzo de 2003 permaneció Buford en la cocina de Babbo. Sólo dejó de asistir cuando sus obsesiones de investigador –y su personalidad casi maníaca- le llevaron a un recorrido europeo que se inició con el afán de seguir las huellas de Mario en su formación como chef, primero en Inglaterra –para entrevistarse con Marco Pierre White, para muchos el mejor y más irascible cocinero del Reino Unido- y luego en Italia, el paraíso lejano de todos los que pasaban por Babbo con ganas de trascender. Pero Buford no podía conformarse con sólo hurgar en el pasado de su personaje y no tardó mucho en labrarse él mismo su propia leyenda italiana.

Faltó poco para que se quedara viviendo en un pueblo toscano.

Asunto de huevos

Calor, como se entenderá, no es sólo un libro sobre un cocinero. Sería muy fácil. Cualquiera con una prosa más o menos decente puede hacer algo así. Tampoco es un tomo de cocina. Aunque a fin de cuentas es las dos cosas. Y pudiera ser hasta una novela. También es una crónica soberbia. Un plato de mil sabores sazonado con inteligencia, humor, honestidad y sensibilidad bien mesurada.

Buford se interesa por todo. Rastrea la historia de Mario hasta el fondo de la olla. Dibuja a los personajes que participan en ella con trazos certeros fruto de una observación aguda y original. Detalla cómo se preparan algunos de los secretos de Babbo, ilustra claramente el ambiente de sus fogones, las rencillas, las miserias y pequeñas glorias puertas adentro, pero también se permite indagar en mundos conexos. Por ejemplo: la figura de los empleados latinos en los grandes restaurantes de Nueva York, sus códigos, los problemas de los inmigrantes, la natural aptitud de los mexicanos para la comida y hasta trata de abordar en profundidad la tragedia de Miguel, un cocinero mexicano que despachó su vida colgándose en un arranque extremo de vergüenza y soledad espantosa.

Es un curioso absoluto. Un reportero infatigable con los dedos olorosos a ajo. Busca y rebusca. Y encuentra.

Su primer libro, Entre vándalos, lo mantuvo alrededor de ocho años compartiendo con los feroces hooligans ingleses, ya se sabe, al estilo de Hunter S. Thompson. No hay temor posible. Si nadie le explica cómo se trabajan las costillas de res, él está dispuesto a ir a una carnicería: a la fuente misma de la sabiduría.

Se dedica a aprender italiano para entenderse con los maestros de la tradición. Y como quiere comprender –no sólo saber- de dónde vienen esos sabores, se sumerge en la lectura de antiguos tratados culinarios en su idioma original. Y es tan ocioso y tan maniático, que es capaz de experimentar con una receta de 1570 –escrita por Bartolomeo Scappi, el cocinero del papa Pío V- para encontrar al antepasado de la polenta: una insípida papilla a base de cebada.

Esa, la polenta, es una de las primeras obsesiones que surgen en la escritura de Calor. Y buscando el momento en que el maíz –ilustre americano- se usó para un plato que se supone los romanos copiaron de los griegos, se topa con un minuto iluminador al paladear una ración de polenta hecha con maíz recién molido: “Por unos instantes, vislumbré la dieta europea en el momento en que se produjo un cambio radical. Para una generación, la comida fue gris, como lo había sido siempre desde el inicio de los tiempos; para la siguiente, la comida se volvió dulce, crujiente y dorada”.

Otra de sus preocupaciones de aprendiz insomne es encontrar cuándo fue que alguien decidió añadir huevo a la preparación de la pasta. “¿Era una inquietud razonable. Por supuesto que no. Pero yo seguía dándole vueltas”. No hay huevo en la receta del siglo XIII. Tampoco en el XIV. Ni en el XV. “Estaba obsesionado con el tema, así que cogí impulsivamente un avión, en el último minuto, y me fui a Italia”. Se fue a un pueblo llamado Porretta a tratar de asimilar los secretos de la buena pasta con Betta, con quien Mario ya había aprendido algunas cuantas cosas al respecto, pero –según ella, maestra exigente- no las suficientes.

Allí no encontró la respuesta que buscaba. Pero aprendió más de lo que esperaba acerca de ese condumio maravilloso. Ni siquiera la directora del Museo de la Pasta de Roma –cosa inaceptable- sabía cuándo había sido el arribo del huevo a la receta. Se fatigó con la historia de los tortellini, entendió que sólo se aprende a hacer verdadera pasta al lado de gente que la ha estado haciendo toda su vida tal como la aprendieron de generaciones anteriores. Experimentó el encanto abrumador de lo simple, de la tradición.

¿Y el huevo? No se olvidó de eso. Hasta que el misterio quedó desvelado. Fue en un texto de Lo scallco a la moderna, un tratado de finales del siglo XVII escrito por Antonio Latini. Y fue un hallazgo enorme: no sólo dio con la primera mención del huevo, sino con la primera referencia a una receta sobre la salsa de tomate: “Hasta ese momento ningún italiano había comido tomates (…) En la historia de la cocina, no se me ocurren otras dos innovaciones que, a pesar de su aparente modestia, hayan tenido consecuencias más duraderas”. Que tomen nota, entonces, allá en el museo romano: a leer al maestro Latini.

Entrado en carnes

Rápidamente Buford desarrolló otra obsesión. Otra excusa para seguir rodando por Italia. Y esta iría a definir un enorme cambio en su vida. Quiso saber de carne, comprender cómo es que un animal de cuatro patas se convierte en alimento. Y para eso viajó nuevamente a la Toscana, a Panzano, al establecimiento del mejor y más radical carnicero del país: Dario Cecchini, un guardián de la tradición excesivo como Mario, encantador e histriónico recitador de la Divina Comedia, una muralla inquebrantable ante el avance de la modernidad y sus aberraciones.

Comenzando nuevamente desde cero, en la posición de alumno aventajado, se metió en las entrañas del cerdo, ese generoso mamífero que tanto bien aporta a la humanidad. Y terminó convertido en uno del clan absorbiendo las lecciones y logrando la aprobación hasta del propio maestro –Il Maestro- de Dario, recibiendo quizás una herencia que no le correspondía, a él, gringo curioso después de todo, recién aterrizado en un mundo ajeno a su condición de intelectual neoyorquino.

A Panzano volvió, luego de ensayar en su departamento de Manhattan las mil y un preparaciones de un marrano entero, a seguir su aprendizaje ahora con la enormidad de una res, a internarse en otro laborioso entrenamiento que reforzara su vínculo con la vasta culinaria italiana, a ser otro, definitivamente otro con el que nunca soñó el día ya lejano en que decidió que Mario Batali bien valía el esfuerzo de una crónica monumental.

Y al cierre de Calor, Buford dejó una promesa abierta: siempre regresará a Panzano, a la macelleria de Dario y el maestro, pero buscará el tiempo para otro enorme libro, esta vez, sobre la gastronomía francesa: quiere ver si es verdad que Catalina de Médicis, tal como le afirmaron sus amigos italianos, al cruzar los Alpes para convertirse en reina de los galos llevó consigo los fascinantes secretos de la cocina italiana.

Seguramente pasará mucho tiempo antes de que este autor vuelque sus obsesiones sobre la densa culinaria francesa. Le tomó año y medio la redacción de Calor. Y la conquista de Francia se antoja una empresa monumental. Pero el Buford de ahora es un hombre curtido y entrenado en la glotonería. Ya domina el arte de despacharse y apreciar banquetes de 16, 30, 40 platos: los que vengan. “Aprendes a comer. No hay que acabar cada plato, pero el vino siempre es lo que falla, es difícil no bebértelo todo”, reconoció en una entrevista al diario El País, de España. Mantiene, de momento, su promesa de no caer –es eso, una caída- en el negocio de la restauración. Pero mientras vuelve a endulzar su relación laboral con The New Yorker, está consciente de que su vida se alteró después de Batali y después de su intensa relación con Italia: “Tengo una personalidad un tanto esquizofrénica. Me deprimo si no cocino y me siento bajo de moral si no escribo”.