- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Navegaciones y sueños de una a otra lengua

Andando con mis torpes pasos callejeros, me atrevo a recordar a Fernando Pessoa. Él nos ha dicho con las palabras de su iluminado heterónimo Bernardo Suárez, que su patria es la lengua portuguesa, no Portugal sino su lengua. Si esto es cierto, su consecuencia es, en mi caso, la de contar con la fortuna de poseer dos patrias, la de la lengua pessoana y la de esta otra, la que se construyó entre nosotros, venezolanos, con la argamasa vital de Castilla pasada por las prédicas gramaticales y poéticas de Andrés Bello, y cernida por una larga y fructífera cultura de mestizaje. En estas breves líneas ya lo he dicho todo, pero la historia es más larga.

Empezaré por el niño que fui unos sesenta y tantos años atrás, ingenuo habitante de una aldea anónima del norte portugués, Nogueira, cercana al mar (toda una premonición), pobre, rural, honesta, trabajadora, clerical, con apenas una escuelita donde todos los niños pasaban por las manos de una única maestra de orden y palmeta. En su escueto salón nunca entré, pero asistía a clases acodado en una de las ventanas desde el lado del camino por donde mugían bueyes y parroquianas y parroquianos salpicaban sus chismes.

En esa aldea de mis mayores, pequeña y suave, me sorprendió el habla, y de esta adquisición se valió mi tío-abuelo para darme a memorizar sus proclamas de anticlericalismo sarcástico y rijoso, y ponerme a discursearlas frente al cura, justo cuando la procesión de Jueves Santo se detenía en la puerta de nuestra casa. Este tío-abuelo venía a ser un personaje absolutamente excéntrico en aquel poblado cuyo horizonte estaba precariamente armado por la idea de que en algún lugar se disputaba una Guerra Mundial, por la noción de que Lisboa estaba al otro lado del día y de que América era el sueño de los pobres que creían a pie juntillas en la ilusión de llegar a ser ricos. Ese tío-abuelo no creía en nada de eso, al punto de que se retiró de los lugares concurridos de la aldea para irse a vivir en una colina misteriosa, donde su casa apenas podía vislumbrarse entre la tupida fantasmagoría verde del pinar.

Un día en que el invierno crudo azotaba aquellos caminos de barrizales, anunciada ya nuestra partida hacia América donde, imaginaba con fervor, nos haríamos ricos, decidí por mi cuenta despedirme de ese dios tutelar. Desde la puerta de su casa me sorprendió el hecho de que no había nada de lo que esperaba, de lo que tenía por costumbre ver y usar en la mía. Pues sí, tienen razón, mi abuelo está loco. No obstante, gracias a esa edad donde sólo es fascinante lo que nos regala cada día en descubrimientos y novedades, me atreví a entrar. ¿Y por qué no tienes sillas? ¿Por qué no tienes gallinas, ni conejos, ni ollas, ni fogón? ¿Dónde está tu cama, tu armario? De nada de eso tenemos necesidad, Joaquín, ninguna necesidad. Lo que está aquí es lo único que vale la pena. Cuando te mueres se llevan tus muebles o los queman, pero los libros, aunque también se los pueden llevar y quemar, siguen existiendo porque alguien, muchos, en otros lugares los tienen y los leen, a pesar de que estos que ves aquí se lo vendan a la fábrica para hacer con sus despojos bolsas de papel y cajas de cartón.

Es así como ese día, invalorable como puede imaginar cualquiera, aprendí tres cosas fundamentales. Que existían unos objetos más o menos pesados, llenos de hojas de papel pintadas como con paticas de mosca, que mi abuelo denominaba libros, palabra que venía a mí por primera vez. Que los llamados libros se podían leer. ¿Y eso, leer, qué es? Pues, Joaquín, que sin detectar ni un solo sonido puedes oír perfectamente todo lo que dicen. Abuelo, no sabía que es posible escuchar lo que no se dice. Claro que sí, me respondió, pero sólo si se escribe. ¿Y eso qué es? Entresacó de aquel barullo, los estoy viendo otra vez en sus manos poderosas de leñador jubilado, cinco tomazos verdes. ¿Ves lo que dice aquí? Veo lo que está ahí, abuelo, pero no escucho lo que dice. ¡Ah! Es que tienes que aprender a leer. Así, supe que los libros sirven para escucharlos y que eso se aprende y se llama leer. ¿Y cómo es eso de que si te los roban, se los llevan o los queman, aparecen en otra parte, en otra casa con otra gente? Bueno, la silla de tu casa es la silla de tu casa, de ninguna otra. Hay otras en otras casas, pero son distintas, son otras. Pero un libro, cualquier libro, tiene mellizos a montones, así que si se te pierde alguno o te lo quitan, siempre encontrarás a su mellizo en otro lugar y cualquier día. Bueno, esto de que había algunas cosas, los libros, capaces de estar en cualquier parte al mismo tiempo y no morir nunca aunque los quemasen, sólo era posible si fuesen Dios. Abuelo, el cura nos remacha esto todos los domingos: Dios está en todas partes, en cualquier hora, y ve y escucha todo lo que dices por los siglos de los siglos eternos y amén. Tiene razón el cura, Joaquín, pero él es un ignorante, no sabe que el verdadero Dios son los libros, está en ellos. Y a ti que no se te olvide esto en esa tierra a donde te llevan, que no se te olvide nunca.

La verdad es que lo olvidé, pero más tarde, como dice la canción, “se me olvidó que te olvidé”, y tras algunos años, volví a ellos y, lo más importante, ellos me encontraron. Pero en medio ocurrieron muchos otros sucesos.

En Nogueira, mi lengua era puramente oral, no pasaba de ser habla, y todo en ella remitía a una sensación de mundo donde los pájaros, las aguas, los esforzados bueyes, las borracheras de los leñadores y sus cantos que atronaban en la taberna la noche de los sábados, los sermones en la iglesia, constituían la totalidad del tiempo, del espacio y de las emociones. Una lengua, para mí aún sólo habla, apta para el murmullo, para las lentitudes del silencio, directa y simple como la lluvia, fue mi alimento de entonces. Capaz también del sobreentendido o de la alusión velada a la que obligaban aquellos días del patéticamente soberbio y espantosamente vil y envilecedor gobierno de la dictadura salazarista. Lengua plena de sonoridad armónica, explícita en su modo de indicar, informar, denotar. Claro, en esa lengua convivían varias hablas. La de los adultos resultaba casi siempre incomprensible, salvo en aquellos vocablos que aludían a los materiales terrestres: pan, aceite, gripe, diarrea, vaca, vino, fuera. Cuando se apartaba de esa solidez designativa para incursionar en las zonas donde el volumen de la conversación se reducía casi hasta lo inaudible, era como si emergiese una lengua extranjera.

La de los niños, la mía, era una lengua ruidosa, construida para imponerse a los otros, para no pasar jamás desapercibido, para subrayar que teníamos un lugar bajo el sol que nadie podía usurpar, y designar con ella nuestras intocables propiedades: trompo, china, metras, caramelo. Nuestra habla jamás descendía al murmullo, era alta y clara, y la estrategia para romper sus estrecheses consistía en echar mano de los vocablos gruesos, los groserías rotundas que clonábamos de los mayores sin saber a ciencia cierta su significado, pero que al provenir de ese mundo donde queríamos llegar lo más rápidamente posible, los tomábamos como palabras capaces de decir lo indecible y que nos servían de entrenamiento para los adultos que alguna vez tendríamos que ser.

Con esas dos coexistía la de los comerciantes, que nos parecía la más sabia de las lenguas, pues nadie como el carnicero para explicar los misterios de la anatomía del cochino obeso, o como el verdulero para alabar las virtudes de la col, o el panadero que nos contaba todo sobre harinas y hornos pero también sobre las ratas opulentas que solían saquear sus panes y con las que ejercían el tiro al blanco con la precisión de un metrónomo.

Y aún debo dar cuenta de una cuarta, la de los curas sucesivos de la iglesia del pueblo, formal, ritualista, ceremoniosa, incomprensible en general, particularmente para los niños que nos aburríamos pecadoramente hasta que la campanilla del monaguillo nos regresaba a la vigilia o nos sacudía de la cabeza algún plan infalible para robar manzanas en el huerto del más contumaz y pichirre de los aldeanos. De esta comarca del habla sólo me aprendí, y de memoria, una frase: “Y Jesús dijo, dejad que los niños vengan a mí”, que en aquel mundo más o menos agreste, sin noción alguna sobre nada parecido a derechos humanos, y mucho menos derechos del niño, resonaba a mieles y quimeras. Sí, los mayores nos querían y protegían, pero los castigos a nuestras faltas eran inmisericordes, y nada de privilegios a cuenta de niños, nada. Así que alguien, ¿quién sería ese Jesús?, que ordenaba que se le permitiera a los niños rodearlo, tan distinto de nuestros parientes, que nos espantaban casi siempre de su cercanía, se levantó en nuestro imaginario como la primera de las maravillas.

Ya ven, el lenguaje de un niño se va formando desde el precipitado de todas las fuentes a las que se vincula, y no se reduce a imitar el lenguaje de los mayores, sino que va seleccionado lo que le viene como anillo al dedo por útil y utilizable, y de resto inventa su propio léxico, y en ocasiones hasta una sintaxis particular. Esa es la alforja para que sus sentidos y su conciencia en alza le sumerjan en el mundo de sus iguales y sus mayores, al mismo tiempo que va armando el suyo propio.

Lenguaje plagado de interrogantes, pero no porque existan dudas sino porque hay vacíos en el saber. La lengua como portadora de incertidumbres nos asalta mucho después, ya en la adolescencia. El niño tiene espacios “provisionales” de ignorancia, o así lo asume y entiende. Para él no hay nada que no tenga respuesta, el misterio o los enigmas no existen, lo insondable no forma parte de su cosmos. Por tanto, la lengua que llevaba en sus bolsillos aquel niño que sale de Nogueira una madrugada del marzo invernal de 1947, era un instrumento asertivo, una red donde el universo entero se encontraba atrapado y a su disposición, a pesar de que no sabía leer, o acaso por eso mismo.

Atravesar la Mar Océano como la llamó el Almirante, fue una experiencia deliciosa, una aventura en el sentido más gozoso del vocablo. Saber que el mundo no terminaba al dar un paso más allá de los límites de Nogueira; que el agua del mundo no era exclusivamente la que corría por el discreto cauce del río de la aldea, tan discreto que nunca mereció otro nombre que no fuese “el río”; que las gentes del mundo podían ser, por ejemplo, negras y con el cabello garabateado; todo esto configuró mi primer asomo a la vasta pluralidad de la vida humana y de sus entornos. Y, por supuesto, al toparme con una lengua incomprensible sufrí el asombro mayor, es decir, el desconcierto implícito en la tremenda certidumbre de que la lengua de Nogueira no era la lengua universal. Pero, a diferencia de lo que puedan estar pensando, esta desilusión no me empujó a la zozobra sino a la alegría de saber que había otra lengua y que aprendiéndola era probable, imaginaba, que pudiese desvelar, por fin, esa zona de la realidad todavía vedada para mi, aquella en la que los adultos hablaban entre sí cuando nos mandaban a jugar a la calle. Qué bueno, me dije, ahora sí que voy a saberlo todo.

La realidad, como siempre, no se compadeció de ese optimismo, y afirmar contra todos durante los primeros días, semanas, meses, que mi habla, la que yo suponía que se hablaba en el orbe entero, y que, por tanto, cualquier lengua era una simple extensión o continuidad de la fundada en Nogueira, no me sirvió de nada. Ignoraba por completo, se lo pueden imaginar, que pudiese existir algo tan exótico e irrazonable como una lengua que se hablara sólo en un sitio y por unas personas determinadas. Lo de “lenguas extranjeras” no cabía en ningún lugar de mi imaginario. Estaba persuadido de que sólo había una lengua y poniéndole mucha imaginación al caso, sólo atisbaba la remota posibilidad de que quizás en otros lugares, otras gentes la usaran y conocieran más extensamente. Pero no me lo creía del todo.

Pero eso de aprender a hablar de nuevo sí que me perturbó, tanto como la única consecuencia que tuvo mi portugués, la de convertirme en diana de todas las burlas del barrio de Sarría, contra las cuales me refugiaba en el vermú y el matiné que pasaba el único cine del lugar, el primero que veía en mi vida, y donde comencé a masticar un venezolano más o menos difractado por su cruce con mexicanismos y argentinismos, aprendidos en las películas de Tin Tán, su carnal Marcelo y de Luis Sandrini, a quienes les doy gracias desde este lugar y tiempo porque me enseñaron que una lengua también puede tener modalidades, y muchas, para hacer reír, yo que pensaba que lo esencial de cualquier lengua venía atado a su capacidad para sobrecogernos ante los amenazadores regaños paternos o los llantos desconsolados de la madre cuando se asfixiaba de nostalgia, imaginando, y estaba en lo cierto, de que nunca más volvería a bailar en la romería dominical de su pueblo para celebrar a San Cosme, o también para contarnos las historias de una muerte provocada por las brujas o la de un aldeano desaparecido en un pueblo de nombre tan improbable como Curarigua, tragado por las caderas de una mulata olorosa a orgía de sexualidad y erotismo sobre lo que en Nogueira pesaba la peor de las prohibiciones, la del desconocimiento de su existencia. Qué les puedo decir sino que esa lengua nueva parecía un portento de tanto que nos ampliaba las posibilidades de mundos y de vivires.

También fue el barrio de Sarría el que me asomó el hocico de la política, materia ignota y desterrada en el Portugal de la tiranía de Salazar. En efecto, en su Plazoleta, en plena campaña por la Constituyente, todas las noches se congregaba la feligresía de algún partido, pero mi madre, católica hasta el sacrificio, sólo se decidió a asistir cuando oyó que el orador sería un doctor Caldeira, así lo pronunció toda su vida, social cristiano para más señas, cuyo nombre siempre lo asoció al más suculento plato que los portugueses se regalan especialmente en la noche navideña, la caldeirada bien rociada de aceite virgen de oliva sobre el bacalao acarreado de los mares del Ártico. Y miren ustedes por dónde comenzaba a abrirse la primera trocha para mis incursiones en política unos diez años después. Pero volviendo al ahora de esa noche de mitin, se me ofreció un banquete delicioso, el de un empleo de la lengua que era tanto musical como gestual. Me fascinó aquel orador que me enseñaba el uso de registros disímiles de voz, desde el bajo profundo hasta el agudo más alto, exprimiendo así las capacidades tonales de las palabras de esa habla a la que apenas me acercaba hasta donde me era permitido por la medrosidad ante ese animal que aún no domesticaba. Y también sus empleos teatrales, su acompañamiento de ademanes y mímicas, de torsiones de cuerpo y rostro, como expresión de un apasionamiento sin freno, de una entrega sincerísima a los asistentes.

Esta lengua, me dije mientras regresábamos a la casa de vecindad, se habla con todo el cuerpo, con todo lo que te puede salir de la garganta. No es tan sólo una suma de palabras que encadenas como un retablo de hielo, a ésta hay que meterle sangre y corazón a todo lo que den. Bien complicado, pues, muy complejo, reflexionaba, eso de meterse una lengua nueva en el bolsillo de tus usos y costumbres.

Luego vino la increíble experiencia radiofónica. Toda la casa de vecindad pegada a lo largo del día a los debates y votaciones de la Asamblea Constituyente del 47. Unos discursos magníficos que, según cuál fuese el orador, aplaudía una orilla de la casa y denostaba la otra. Aquellas voces que me parecían tan bien temperadas, como una serie interminable de solistas que interpretaban distintos movimientos de una misma sinfonía. Yo no entendía absolutamente nada, tanto por carencias idiomáticas como por ignorancia acerca de aquellos asuntos que, supuse entonces, sólo estaban al alcance de unos extraños predestinados que cabían, todos, en el reducidísimo espacio, un milagro verdadero, de la radio de la Madama, aquella enorme y espléndida trinitaria que parecía sabia en todos los saberes mundanos y sagrados.

Así, pues, una lengua podía hechizarte sin que entendieras nada de lo que se dijese. Una lengua podía tener sentidos ocultos, hechicerías curiosas en sus sonidos, podía embrujarte. Y lo hacía conmigo, horas y horas pegado junto a Moisés, el eterno timador de los portugueses con una apuesta que llamaba dupleta que le permitía vivir toda la semana sin levantarse antes de las once de la mañana ni acostarse antes de las dos de la madrugada, siempre prometiéndole a cada portu la oportunidad de hacerse rico al domingo siguiente. Una lengua también podía ser, pues, un bálsamo que vendía promesas cada semana, promesas que la naturaleza persuasiva de esa lengua podía renovar sin deterioro hasta la consumación de los días sin perder un ápice de su atractivo y pese a que jamás ningún portu se llevó el dinero de la dupleta. Una lengua, ésta, no se constituía tan sólo de realidades sino también con promesas. “No queremos realidades, queremos promesas” se leía hace unos años en una pared del barrio mexicano de Tampico. Nada nuevo bajo el sol, pensé, era eso mismo lo que aquellos inmigrantes portugueses, trinitarios, húngaros, martiniqueños, le pedían a la dupleta de Moisés en el cuarto 27 de la casa de vecindad de Sarría. Y la única verdad indoblegable de esa petición radicaba en la promesa que se ofrecía, jamás convertida en dinero, sino abrasada en palabras que la renovaban para atemperar los sufrimientos de una semana interminable de trabajo agotador. La lengua también podía regalarle a los adultos la imaginación de la felicidad, por unas horas sí, pero felices ante las posibilidades del futuro. Una lengua, pues, hecha de tiempo y en el tiempo, podía escaparse de él llevándonos con ella en un viaje del transterrado hacia el transtiempo, hogar donde cada deseo se cumplía puntualmente según se pidiera.

Esa “casa de vecindad”, y todas las demás, consistía en un interminable corredor en cuyas orillas se abrían puertas que daban cada una a un cuarto que estaba rentado por una familia. En cada cuarto una familia entera, salvo en el caso aquellos que tenían algo más de posibilidades y alquilaban dos, una para el matrimonio y otra para los hijos. El corredor terminaba en un espacio muy amplio, techado y dividido en cubículos donde cada familia tenía su fogón, su cocina o su primo a kerosén. Esta cocina se transformaba cada día en una suerte de mercado colectivo donde las mujeres se intercambiaban chismes y recetas, platos con porciones de lo que cada una cocinaba y consejos para atar corto a los maridos, mientras sus hijos jugábamos a lo que se nos ocurría, normalmente a inventarnos universos. Por ejemplo, la recogida de basura donde uno de nosotros hacía de camión, otro de chofer y capataz y el resto de recogedores de desechos que no existían sino en nuestras cabezas: recógeme esa mano de cambures podridos, no dejes tirado ese sofá apolillado, a ver si me acercas ese pipote con lonjas rancias de lechoza. Me atrevo a pensar que si los adultos de la Caracas de hoy cultivasen el espíritu lúdico y jugasen a “recoger la basura”, estaríamos en una ciudad más limpia, pues los gobiernos, es de lamentar pero es una verdad inoxidable, por lo general no sólo son ineficientes sino que por naturaleza carecen de imaginación lúdica o de cualquier tipo.

Retomando nuestro cauce, no vaya a ser que los gobernantes se enfurezcan, éste suele ser el hábito que mejor cultivan, me di cuenta de que la lengua también inventaba mundos en los que se podía vivir jugando horas y horas, bien a la dupleta, bien al acopio de basura, igual a ser millonarios con las tapas de cerveza como moneda, y todo sin descanso. La lengua no estaba circunscrita por el decir de lo tangible, también se desplegaba hacia aquello que las magias de la imaginación lúdica ponían ante nuestros ojos, acostumbrados a esa edad a ver todo lo que decidiéramos ver. Creo, hoy, que fue ésa mi primera lección práctica sobre los poderes poéticos de la lengua, de esta lengua en que les hablo.

Seis meses después pasamos a vivir en Agua Salud, Territorio Comanche de Catia, donde habité los años siguientes bajo una granizada de burlas sangrientas y sangrantes con las que se mofaban de mi irredento portuñol, y que me obligaron a quitarle a más de uno “la pajita del hombro” para entrarnos a trompadas, y que en cierto sentido me sirvieron para ratificar tangiblemente que el mundo era más ancho que Nogueira, que se extendía mucho más allá de Portugal, que el mango y el aguacate podían sustituir ventajosamente al diauspiro y las castañas, pero que la lengua, esa sí que era un desafío, mi primer desafío crucialmente vital.

Un buen día, en pleno descampado que servía de campo de beisbol para las manadas del barrio, compadecido de mí el adulto que servía de ompayer, que además era quecher suplente del Venezuela en la Liga Profesional, me incorporó a uno de los grupos y me mandó para el aufil, para que te entrenes atrapando flais. Allá me fui, contento como pocas veces en mi vida. Después del cuarto flai que no atrapé porque ni siquiera intenté hacerlo, pues suponía que la pelota debía venir derecho a mi guante, tal y como los futbolistas se pasaban el balón al pie, me sacaron del juego bañado por la más torrentosa de las pitas que se haya escuchado jamás en el mundo, seguida por imitaciones masivas y grotescas de mi portuñol. Con la cara bañada en lágrimas y mocos de rabia absoluta, me volví hacia el grupo y les lancé a la cara, desconozco si me hice entender, mi primera voz de combate: “voy a hablar el venezolano mejor que todos ustedes, filosdaputa”. Llegué a mi casa donde conté el altercado, y mi padre, en la mejor tradición nogueirense, me dio una tunda reclamándome que no hubiese matado a golpes “a esos pretos”. Seguía aprendiendo. Esta vez que sí, que hay idiomas distintos, como hay gentes distintas, como hay frutas distintas. Y, además, así como mi respuesta a las burlas fue retarme a hablar mejor que todos ellos, mi contestación a la tunda paterna fue la de jurarme que siempre preferiría la palabra a los golpes, al menos mientras no corriese peligro mi vida, caso en el cual, mejor que entrarse a leña sería, como dicen o decían los adolescentes de hoy, “pirarse con la chola a fondo”.

Así que, de alguna manera y según las pautas de la época, una de las cuales era que “la letra con sangre entra”, lo que en mí entró con sangre fue la lengua nueva, la letra vendría después. Pero les aclaro, no guardo en mi memoria sensación alguna de drama, del poner pies en tierra como su estuviese precedido por una catástrofe en el centro de mi todavía lábil conciencia o espíritu, no, por el contrario, lo recuerdo como un tónico, como un euforizante.

No, no crean ustedes que me dediqué de inmediato a la literatura para convertir en hechos mi amenaza. Eso no estaba aún a mi alcance. Mi familia apenas si era alfabeta, jamás estuvo expuesta a nada parecido a la cultura; más allá de la rural y popular, nunca tuvo a la escritura ni siquiera como interés y menos como oficio. Para ellos, los escritores eran gente de otra galaxia, extraños, de costumbres engorrosas, locos como mi tío-abuelo o insensatos y temerarios como Camoes. Lo que estaba a mi alcance todos los días era la vida cotidiana de un barrio popular, desde el cual se avistaba el Palacio de Miraflores, muy caraqueño con su habla peculiar, contundente y rasera. Nada de la tersura de la coloquialidad portuguesa o de la oralidad natural de mis amigos ya lejanos, en la que hasta las groserías tenían un dejo como nostálgico, sonaban a fados despechados, el canto emblemático de la voz portuguesa, más que a pedradas que lanzaban las cuerdas vocales como pareció el hablar de Catia.

Puedo contarles que la primera palabra usada en esta tierra, que ingresó, poderosa y sobrada, en mi vocabulario, la escuché un domingo soleado. Sería como la una de la tarde cuando salí de la casa, una pensión que regentaba mi madre para los albañiles que mi padre traía desde la aldea para trabajar en la construcción. La calle estaba sola, vacía de todo. Apenas se escuchaba el sonido de las radios que, me pareció, brotaba de todas las casas. Caminé hacia el descampado de beisbol. Nadie. Me asomé por la calle de la pulpería. Nadie. El botiquín, abierto con unos parroquianos que en silencio de sepulcro tenían todo su ser pendiente de lo que, ignoto para mi, emitía una radio de carcasa enorme. Agarrotado por aquella soledad de domingo, que es cuando pegaba más, tomé el rumbo de regreso a la casa. Iba a mitad de cuesta cuando, repentino como un rayo inesperado, explotó en todas las casa un grito aterrador y unánime: ¡JON-RÓN! Se trataba del partido inaugural de la temporada de pelota profesional y jugaban Caracas contra Magallanes. Vidal López acababa de ponerla en los blichers para dejar al Cervecería en el terreno. Como por un conjuro de otro mundo, las puertas de todas las casas se abrieron y la gente emergió como al llamado de un milagro del cielo, inundó las calles, se bañó en cerveza, se abrazaban sin distingos, me abrazaron, “portuñito, nueve arepas al Caracas”.

Con ese abrazo me sentí, por fin, acogido, y ya sereno y rebosante de júbilo, me hice otro juramento (van a pensar ustedes que mi vida de aquellos años consistía en ir de un juramente a otro, y no les falta razón, pero déjenme preguntarles: ¿qué puede hacer alguien que a los seis años se siente en medio de ninguna parte, sino defenderse a base de unos juramentos que le inoculen la enérgica seguridad que tanta falta le hace?). Esta vez el juramento fue un poco más sencillo y realizable, a años luz, por supuesto, de juramentos célebres como el proferido en Monte Sacro. Fue una promesa privada y sin avidez de historia. Prometo que nunca voy a olvidar esta palabra, jonrón, ella obró el milagro. Cada vez que esté en peligro diré jonrón para salvarme. La próxima vez que mi padre venga con la correa diré jonrón y lo paro en seco. Claro, el conjuro no funcionó, pero tenía mi primera palabra, mi primera gema de la lengua a la que había viajado. Y así puede comenzar el aprendizaje de un idioma, con una palabra evidente, que en mi caso no podía ser mamá, como le ocurre a la mayoría, porque este trasiego era ya con mi lengua segunda, y fue jonrón, palabra lúdica que me colocó de manera fulgurante en la conciencia del idioma como campo de relaciones en la vida social, no como propiedad privada que pudiese hacer y deshacer a mi antojo como hasta entonces me figuraba.

Norberto, el encalador y huésped en la pensión de mi madre, entusiasmado con los caldos alcohólicos del Caribe, supuso que JON-RON era una pócima para levantar el ánimo más depresivo; llegó al botiquín “Tongolele” de Agua Salud, a escaso centenar de metros de la pensión, y pidió una copa abundante del menjurje; el cantinero le tomó la palabra y le sirvió un brebaje que se hizo famoso por aquellos territorios: el JON-RON del TONGOLELE, que provocó furiosas trifulcas entre quienes querían hacerse de un trago, en particular entre los soldaditos que el fin de semana acudían a sacudirse el cuartel en una casa contigua al botiquín, a la que distinguía una sospechosa bombilla roja que se encendía a las seis de la tarde y se apagaba puntualmente a las seis de la mañana de todos los días.

Jonrón. ¿Quién lo diría? Las lenguas son muchas, lo entendí entonces, sin dudar: cada vez que atravieses el mar vas hacia una lengua distinta; cada lengua debes aprenderla para saber qué es lo que vibra en ese lugar nuevo del mundo. Creo que entonces el mango comenzó a saberme a gloria cuando dije la palabra “mango”. Claro, es que cuando tienes que sustituir un idioma por otro, o sobreponer el uno al otro, lo que te reverbera en la conciencia ya no es el lenguaje como dato natural de la realidad, sino como decisión construida por los que resuelven entenderse. Quiero decir, para el niño que emigra de Nogueira, la palabra alface tenía que servirle en cualquier lugar del planeta para pedir lechuga, pues de qué otra manera puede llamarse la lechuga que no sea “alface”, que es como se llama, creía, por naturaleza. Pues no, cada mínimo componente de la realidad exigía de ti que fueses capaz de nombrarlo, y si ya estaba nombrado, tu obligación era aprenderte el nombre y no olvidarlo pues si lo hacías aquello que nombrabas con esa palabra, dejaba de existir.

Uno de los hechos más curiosos, y que me ha dado vueltas por la cabeza todos estos años, es el de mi dificultad inicial tanto para hablar como para escribir, digamos, cartesiana, racional y cerebralmente, en la lengua que iba adquiriendo con lentitud pero de modo creciente. Y la poesía vino en mi auxilio. Descubrí un lenguaje que podía ser simbólico, alusivo, sin necesidades gramaticalmente rígidas y, más o menos, comencé por hablarlo así, como si se tratara de una emisión lírica que notificaba pero que, al mismo tiempo no decía del todo ni explícitamente lo que quería transmitir. Era maravillo hablar o escribir sin atenerse al embridamiento de unas reglas que me superaban. Poco después, el periodismo vino en mi auxilio. Me hice adicto a la elaboración de periódicos murales en la escuela y en el colegio, y por ellos mi pensamiento se fue centrando, la escritura adquirió contornos definidos y el habla comenzó a ser precisa, normada. Vean, años después mi primera publicación fue un libro de poemas, a los que siguieron otros, y pasado otro buen tiempo terminé dirigiendo un diario y hasta un canal de televisión. Y les confieso una verdad, el rigor del articulismo, su exigencia de centralidad y transparencia, su demanda de lo inmediato y fulgurante, resultó una escuela formidable para adueñarme de los requisitos racionales de esta lengua, de su ritmo veloz, de su ingenio para lidiar con lo que se le presentase. Y por su lado, la poesía me permitió abordar y no abandonar sus territorios emocionales, interiores, transtemporales. Mi poemario Sol cotidiano (1981), y muchos otros poemas, fue el intento de hermanar en la complicidad al periodismo y la poesía, respiración y corazón, cuando son buenos, de buena parte de lo mejor de cada lengua. Fértiles nutrientes de mi trayecto primario, y del posterior, el más maduro, en los desafíos de esta lengua, sin descreer ni abandonar, al contrario, fortaleciéndolos, los vínculos con mi origen.

Es el momento de presentarles a Helena Benítez. Soltera a sus cuarentitantos, regentaba una “Escuela paga”, es decir, enseñaba primeras letras y aritmética por un estipendio semanal. Allí empezamos todos los del barrio a enfrentarnos con la gaya ciencia, yo era el único hijo de musiues y musiú yo mismo. Con la maestra Helena, cariñosa y suave, maternal con sus diecisiete alumnos, de ésas que algún día soñamos que se llenaría el país para empinarlo, supe, por fin, de las razones de mi tío-abuelo, porque ella me enseñó a leer y a escribir, que en mi contabilidad de hoy han sido mis instrumentos fundamentales para abrirme camino, y que he usado hasta la extenuación. Pero algo más. Ella era prima de Héctor Benítez “Redondo”, de uno de los legendarios del Mundial de beisbol del 41 que ganó Venezuela. Así que, hablando y hablando sobre la gesta, fui enseñado en palabras, entonaciones, arrastre y encadenamiento de frases, matices y subrayados, que poco a poco me mostraron el poder alquímico de la lengua: podías amar a unos héroes que jamás viste y contar una historia en la que nunca participaste como si fueses uno más de ellos, como si tu biografía naciera del centro mismo de la saga. Acaso el hecho de ir aprendiendo una lengua, pero ya con el dominio de las dotes del habla, permite una apropiación más personal, más directamente dirigida a sus significados, a sus modos de representar el mundo, al punto de que lo puedes imaginar sin que falte un detalle a pesar de no haber estado nunca en él. En esta pequeña almendra que me regaló la maestra Helena, anidaban las minas de la literatura. Ella no lo sabía, y yo mucho menos, pero así ocurren los encuentros más decisivos de la vida. Quiero decir: nacen en la ignorancia de su inevitable carga de futuro.

Finalmente logré que los libros me hablaran y hasta hablé con ellos. Logré escribirle a los libros y que me escribieran. Derivé en lector desaforado, encandilado por los universos que navegaban en el papel. Mis vacaciones las dedicaba por entero a leer obras completas de los autores que se me cruzaran, sin orden ni concierto. Desde ese entonces me tienta decir que el mejor amigo del hombre es un buen libro, y acaso no es del todo cierto, pero sí que sin un buen libro de por medio, de vez en cuando, no es fácil hacer buenos amigos, es decir, amistades perdurables, interesantes y enseñadoras. La lengua, ésta, es un territorio extremadamente fértil para cultivar amistades, también para perder algunas más de una vez, pues está hecha de fuertes raíces que anudan simpatía y amor, y también de rudos golpes que alimentan sañas y enconos. Es una lengua muy emocional contrastada con la mía originaria, que más bien me decantaba por los desgarros personales y los códigos de un tipo de cariño que sólo se da bien en la distancia media, nunca en la corta, que es donde crece la sentimentalidad de esta que adquirí. De aquí vienen, creo, sus enormes victorias en el discurso de la telenovela y en la afectada pero seguramente honesta cursilería lingüística de las misses.

La maestra Helena adoraba los mariachis y nos cantaba a capella casi todas las letras de José Alfredo Jiménez y alguna que otra romántica del Maestro Billo Frómeta. Se moría de emoción por el toreo, que es un arte, Joaquín, me insistía, no una profesión. Es un arte, subrayaba, porque te enfrentas con la muerte, mientras que en las profesiones lo que tienes por delante no pasa de ser una tarea. ¿Y la lengua, es una profesión o un arte? Pregunté, pero ya no a la maestra Elena, a la que mis padres, siempre al acecho de vivir mejor, me forzaron a dejar atrás con una mudanza hacia el emergente este urbano y moderno de Caracas. La pregunta se la hice a mi profesora de Castellano en el tercer año de bachillerato, Nelly Mujica, la que mejor desbrozó mis carencias literarias. Me dio libros para que los leyera cada fin de semana. Elaboró una lista de los que no debía dejar de leer a lo largo de la vida. Me proponía temas de escritura y me exigía el análisis correspondiente del libro leído que le devolvía todos los lunes, y así durante dos años. Por ella me ahorré pasar por las horcas caudinas de varios asuntos lejos de mi espíritu pero obligatorios en las Escuelas de Letras.

La verdad, les digo, debe haber pocos procesos tan fértiles como los del encuentro con un maestro que ame enseñar, que tome a cada estudiante como una entidad personal inconfundible, que se dedique a él con afecto. Y no se requiere que sea especialmente erudito, sabio, luminoso. Basta con que conozca las pautas fundamentales de una territorialidad y que sepa, sobre todo, estimular, incitar y, la clave, entender de qué materia y posibilidades está hecho el curioso que se le acerca con una pregunta acuciante en la boca. La lengua, me dijo, es una profesión únicamente para quien se la toma en serio y un arte para quien no se contenta con hablar desde ella, sino que también necesita hablar con ella y en ella, desde adentro, desde sus tripas y su corazón. Fue el más breve y fructífero Taller de escritura literaria al que he asistido. Duró menos de un minuto entre pregunta y respuesta. Nos miramos a los ojos y ambos supimos que ella había entendido mi pregunta y que yo había entendido su respuesta. A veces ocurre que un destino se fragua en el breve instante que media entre interrogar y obtener una contestación tan clara y abierta que está a salvo de cualquier duda, réplica o corrosión.

Pero antes de que la profesora Mujica me hubiese puesto a leer a Guaramato, Márquez Salas, Flaubert, Garcilaso, Vallejo… había hecho por mi cuenta una suerte de pasantía a lo largo de unas cuatro vacaciones escolares por la Colección Juvenil Cadete que nos brindaba a un precio irrisorio una suerte de versión resumida de los grandes clásicos. Así tuve idea de Homero, la novela inglesa de aventuras, los relatos góticos. También, y declaro explícitamente mi deuda con ellos, leí con enorme solaz la colección policíaca de los casos del FBI, casi todo Salgari, buena parte de Quiroga, todo Gallegos en dos meses de descanso escolar. Aquellos libros fueron creando un sedimento idiomático, reflexivo, estético, lingüístico, claro que extraordinariamente desordenado e informe, pero era así como mejor se me daban las cosas, fue esa la manera como la nueva lengua fue arrinconando y venciendo a la originaria y primera. Lengua de los universos populares, cuasi proletarios, trabajadores. Lengua aprendida en las radionovelas, cuánto habré aprendido, me pregunto ante ustedes, para la riqueza del habla, la poca que pueda tener la mía, de “El derecho de nacer” y “Tamakún, el vengador errante”, las grandes radionovelas de los cincuenta, mi fuente iniciática en la cultura del diálogo, en la lengua como argumentación, como instrumento de mendacidades, como navío de todos los sentimientos posibles e imposibles. ¿A cuántos les habrá ocurrido lo mismo? Es decir, que su inmersión en una lengua no se dio por los caminos formales, convencionales, clásicos, sino por esa suerte de trochas o “caminos verdes” que constituían la cultura callejera de unas cuatro o cinco décadas atrás, el habla en el mercado de Catia o San Jacinto donde acudía con mi madre para la compra diaria de los alimentos que servía en su pensión. Allí trasegué con el submundo del habla, el de las interjecciones, el de las echonerías, el de los retos más o menos festivos, el de los bullicios celebratorios. Pero también otro, el radiofónico, ya no de las radionovelas, que también, sino el de las narraciones deportivas del incomparable Pancho Pepe Cróquer de quien, por si fuera poco, escuché recitar los primeros poemas en mi vida, compitiendo con Luis Edgardo Ramírez y su Repertorio Poético Universal en Radiodifusora Venezuela. Poesía que Enrique Acosta Clausel, narrador hípico en la Voz de la Patria, convertía en auténticos poemas románticos. Así solía comentar los resultados de las carreras de pura sangres: “Queridos radioescuchas, ayer, domingo inmarcesible, cuando la tarde ya se derramaba en brumas, un relámpago noble cruzó la línea de llegada, fue el galope diamantino de un redivivo Rocinante apodado Caimán, que hizo suyo el Simón Bolívar dejando en un banquete de tristezas y resignación a los ejemplares perdedores”.

No sé qué decirles, pero en mi vida el deporte y la poesía siempre se han abrazado sin inquinas. Así que todo eso lo fui asimilando, rehaciendo, afinando hasta convertirlo en harina mestiza del pan literario. Hoy descreo de toda formación en la lengua que se sustente exclusivamente en lo escolar, a pesar de la enorme importancia que tiene, sólo en los paradigmas de la alta cultura, en los temas sólo aptos para el rigor de la seriedad y la circunspección. Mi condición de inmigrante temprano me hizo comprender que eso de las limpiezas de sangre o de lengua son inventos de quienes tienen vocación de carceleros. El mestizaje es la sal y el agua del mundo, y de las lenguas, y de los viajes entre unas y otras.

Mi lengua segunda, en sus conflictos y comparaciones con mi lengua primera, si algo aportó a mi educación sentimental e intelectual, fue la confirmación de que el mundo es muy ancho para que la parcela de una sola lengua sea capaz de dar cuenta de todo él. Una lengua se mueve a lo ancho y a lo largo, a lo alto y a lo profundo, y en cada una de esas coordenadas nos ofrece el banquete propio de una de las miles de habitaciones de la gran casa del idioma, y lo mejor es ser capaces de no rehuir ninguno de ellos, de paladearlos todos para centrarnos luego, con el equilibrio y mesura propios de quienes vuelven de un largo y detenido viaje, en aquel que se avenga mejor a nuestro temple en su trance de irse haciendo maduro, es decir equitativo, equilibrado, pero capaz de mantenerse en el asombro casi adánico, de no perder ni un gramo de curiosidad para proseguir cada vez más adentro la aventura de navegar en todos los raudales de una lengua.

Y a esta altura debo darles cuenta de mi enorme deuda con la democracia. En 1958 y gracias al derrumbe de la dictadura militar de entonces, me fue redescubierta la política, alejada de mí desde aquel mitin en la Plazoleta de Sarría y con Caldera, y con ella la poética y la libertad, sí, han oído bien. En efecto, el político de verdad es un artista, ya lo dijo nuestro sabio Briceño Guerrero, es poiesis plena su aspiración de hacer más amable y habitable y vivible nuestra terredad, el apostar su vida a ponernos en marcha para que el presente se despliegue en modalidades más humanas, mejores, en lo bueno bello de ver, que decían los griegos, y de vivir, que decimos nosotros. Sí, tienen razón todos ustedes, el político al que estamos acostumbrados se parece poco a ese paradigma. Es verdad, pero así no sólo debe ser sino que tiene que ser, así fue y puede volver a ser en esta nación. Es obvio, del mismo modo en que hay políticos espantosos, nos sobran los poetas lamentables, pero ninguno de esos dos ejemplares logrará jamás destruir ni la política democrática ni la alta poesía, ni el más hondo de los ideales de esta especie íngrima y empeñosa, limitada y creadora, a la que todos pertenecemos.

Por tanto, cuando la democracia abrió sus puertas, sus jardines insólitos, y la libertad acudió a nuestros días y se nos abrazó en los corazones, esta mi lengua segunda, ya entonces la fundamental para mí, puso en escena el jugoso banquete, el vino de diamantes de una lengua que no sólo informaba del mundo o designaba la realidad circundante, sino que era capaz de columbrarnos el que sería, el que venía en camino porque caminábamos hacia él.

Así que debo confesarles que la política, desde la democracia, me abrió este lenguaje hacia los predios iluminados de imaginarnos, de cómo el signo democracia portaba el significado de pluralismo, de cómo el signo pluralismo portaba el significado de diálogo, de cómo el signo libertad portaba el significado de creación, y, sin haberlo leído todavía, con ello caí en cuenta de que como Eluard también yo había nacido para escribir ese nombre, libertad, en todo cuanto alcanzara mi vida.

Una lengua, quién lo diría, sólo alcanzaba su madurez en mí, hasta donde me ha sido posible, cuando me tomó y la tomé para ser libre, para atreverme a crear, para decidirme a que mi cabeza jamás sería esclava ni de ideologías resecas ni de caudillos que en nombre del porvenir se dedican a expropiar la soberanía personal, comenzando por imponer una lengua de la que se ha mutilado hasta la raíz la capacidad de imaginación. La democracia me enseñó que una lengua no es para repetir servilmente sino para remar hacia lo nuevo, construyéndolo, sin desmantelar el nutritivo mar de la honrosa tradición.

Con la democracia tengo otra deuda agradecida. La Constitución de 1961 admitió una norma que permitía a los inmigrantes llegados al país antes de los siete años de edad (era mi caso), adquirir la totalidad de los derechos del venezolano por nacimiento. Así, el 27 de febrero de 1970 pude cumplir el sueño, el sueño mágico, de ser venezolano a plenitud. Fui el primer caso al que se aplicó esa norma constitucional, el que abrió a miles de inmigrantes la añorada posibilidad de ser venezolanos “de primera”, es decir, sin recortes en sus derechos y deberes. Probablemente, haber contribuido a que esa puerta se abriera para todos ha sido el acto poético mayor de toda mi vida. Así, la historia en curso de la apropiación completa de esta lengua cerró un ciclo capital con la obtención de la nacionalidad venezolana sin cortapisas.

Así como la inmigración me condujo a reconocer, con alegría, que el mundo no estaba confinado a la querida Nogueira, la política me permitió escudriñar todos los rincones de Venezuela. Pero también, antes, me lo había asomado el ciclismo. En la pensión de mi madre, vuelvo, discúlpenme, a Agua Salud en Catia, residían todos los aldeanos portugueses que trabajaban en la construcción, con mi padre de maestro de obra. Pero éste, aficionado incondicional al ciclismo, los fue convirtiendo a todos en corredores. De lunes a viernes la pensión se despertaba a las cuatro de la madrugada, y allá iban los treinta y dos pensionistas con sus bicicletas al entrenamiento diario. A subir a ritmo hacia Monte Piedad, a pedalear sin pausa por las callejuelas vacías de El Manicomio, a enfilarse duro por la avenida Sucre rumbo a la plaza de Catia. Y así dos horas todos los días. Y a las siete a trabajar. El sábado y el domingo era la fiesta de la carrera, que no sólo circulaba por zonas de Caracas sino que llegaba hasta Puerto Cabello, tocaba en Higuerote, bajaba hacia Los Teques o La Guaira para subir hasta El Silencio o cruzar la meta al final de la avenida La Paz o dar vueltas en un circuito de Las Mercedes. Así que entre política y deporte, que después de todo no están tan lejos entre sí, pues en ambos casos se trata de competencias que deben ganarse limpiamente y ante los ojos vigilantes de todos, aunque, bien lo sé, muchísimas veces en el deporte hay trampa y fraude en la política, sí, pero hasta en sus degradaciones se parecen. Política y deporte me pusieron a caminar Venezuela por todos sus puntos cardinales, con el resultado más o menos crucial para mi aprendizaje, de percatarme de que esta lengua tenía muy diversas formas de ser cantada, porque no era una lengua monocorde sino abierta a decenas de fonetizaciones y armonías. Es decir, esta lengua, supe, no está cercada; tiene unos linderos, sí, pero no fronteras de hierro, con ella se puede jugar en los bordes y llevarlos tan lejos como puedas sin que arribes a un galimatías enigmático e incomunicador, ni a una babel tropical, buena para la algarabía pero no para el entendimiento.

De este modo, mi cupo de fanatismo lo invertí completamente en el deporte, beisbol, ciclismo, fútbol, y afortunadamente nada de él me invadió para en clavarlo en la política; también el uno y la otra dilataron mi noción de geografía, y con los dos me alcanzó la revelación de que una lengua es un mundo en movimiento perpetuo, el único movimiento perpetuo sobre esta tierra de hombres y de mujeres que se extiende por todos los confines del tiempo y empapa las raíces y frondas de la cultura. De modo que de mi nueva lengua se desincorporó, gracias al deporte y a la democracia, todo atisbo del ardor propio de quienes suponen que sus principios son los únicos y cualesquiera otros constituyen aberraciones contra las que hay que disparar sin conmiseración y entonando himnos lo más belicosos posible.

No, esta lengua que fui absorbiendo y en la que, por fortuna, ha ocurrido lo básico de mi formación humana, no es que me puso vallas contra las tentaciones del fanatismo que no fuese el deportivo, o contra la unicidad o el monolitismo de pensamiento, sino que, mucho mejor, me abrió el destino por miles de caminos, los del libre que quiere que todos lo sean sin que jamás se les pase por la cabeza obligar a “ser libres” pero sólo de una manera, obedeciendo.

Con esta lengua aprendida, desde sus más profundos latidos, también puedo decir, como Rosa Montero, que “si tocan la puerta para salvarme, digan que he salido”. Justamente, una lengua, como esta nuestra, que es maestra y nos amaestra, no es, no lo ha sido para mi, lengua de salvadores sino lengua de creadores; ni lengua restringida sino lengua en expansión. Los salvadores se cuelan en ella y la ensucian; los creadores se rinden ante ella y la liberan, dotándola de más vida cada día. Los que “salvan” la restringen, los que crean, le abren las puertas a todas sus anchuras.

Así, en este muelle provisional del recorrido, tengo que admitir que en sus estaciones de los últimos cincuenta años de mi vida, sin olvidar mi formación lingüística en los barrios de Sarría y Catia, sustentada en el aprendizaje del hablar que Nogueira me regaló, ha puesto sus fundaciones y sus sellos la seducción de las letras. He viajado desde Luis de Camoes, y sus Lusíadas extraordinarias, a Don Andrés Bello con sus Silvas en su ofrenda de un programa ético de vida; también de Fernando Pessoa con sus heterónimos insólitos, a Vicente Gerbasi que escribió un poema inmortal a su padre, el inmigrante, y que yo siempre he tomado, también, como homenaje a los míos; igual de Sophia de Mello Breyner, la estremecedora poeta de la sentimentalidad portuguesa, a Hanni Ossott, la buceadora en lo insondable de cada ser; de Miguel Torga, el montañés provinciano convertido en escritor universal como pocos, a Mariano Picón Salas, que vino de las montañas andinas y nos dio a comprender Venezuela como pocos lo ha hecho. Una lengua, la primera, en la que aprendí el habla, raíz de todo espíritu, y otra, la segunda transformada en primera hace muchos años, en la que aprendí a entender, raíz de toda conciencia.

Imagino que Pessoa tiene razón, que nuestra patria de veras es el lenguaje que nos comunica y con el que nos comunicamos. Pero el lenguaje tiene muchas patrias, no le es suficiente, no se conforma con una. Y dentro de cada patria del lenguaje hay otras y dentro de éstas otras y otras que se suceden sin fin en una misma tierra y en diversas, en un mismo tiempo y en otros. En mi caso, por mi lengua segunda perdí la primera; por mi lengua primera pude hablar mi lengua segunda; por ambas me acompaña la felicidad de un descubrimiento capital, el de que las lenguas no son Torre de Babel sino islas de un mismo mar y que basta con navegarlo para ir de una a otra y encontrar que en cada una, en todas, late la misma e irredenta necesidad humana, la de responder a estas clásicas y cruciales y apremiantes preguntas: ¿qué somos?, ¿dónde estamos?, ¿a dónde vamos? En cada una nos surtimos con retazos de respuestas. Ninguna las tiene todas ni completas. Así que debemos acercarnos a la lengua sin fanatismos y con pasión ética y estética. Sin fanatismos, porque ninguna lengua lo sabe o lo dice todo. Con pasión, por lo bello y lo bueno pues toda lengua te propone el hermoso viaje hacia Ítaca donde tan pronto como llegas, lo escribió Kavafis, descubres que Ítaca siempre estuvo dentro de ti, y la navegación por la lengua logró que cobraras conciencia de ello y que la pusieras delante de ti, es decir, dentro, muy dentro, para sentirla bien; y ante ti, para verla a plenitud.

Mucho antes de la escritura, dije, fue con la lectura por donde me aventuraron en esta lengua. Aquella maestra del Colegio Los Chorros, de origen francés, que nos hizo leer todos los días, en voz alta y de pie, a Eduardo Blanco y su “Venezuela heroica”, de tal modo que sin comprender del todo lo que ocurría en esas batallas atronadoras, sí que nos entraban por el oído las posibilidades rítmicas más altas del idioma, su pentagrama musical que recorría desde el cantábile hasta el allegro con molto, pasando por el coral; desde el susurro lírico que se imponía por momentos hasta el trompeteo épico que terminaba por imponerse. Quizá no era el mejor ejemplo, pero ese libro nos enseñó que la lengua podía metérsete entre las costillas y abrirte los ojos de admiración ante tanta capacidad sonora.

Leer, leer, qué gozo tan feliz. Gracias a la lectura me fui asentando en la lengua y ella llenó con suavidad todos los intersticios de mi ánima, de mi ánimus, de mi logos, de mi alma. Sin la lectura, que nos entrega un tratamiento íntimo, personal, privadísimo, con la lengua, nunca me hubiese apropiado bien de ésta, ni ésta de mí. Andrés Eloy Blanco, Teresa de la Parra, César Vallejo, Rómulo Gallegos, Guillermo Meneses… años después Rafael Cadenas, Eugenio Montejo, Elizabeth Schön, Ana Teresa Torres; además de Rafael Arráiz Lucca, Yolanda Pantin y Armando Rojas Guardia desde los grupos literario-juveniles Guaire y Tráfico; hoy sumaría otros más a ese inventario, pero todos ellos me dieron a beber una lengua donde, admirado y con asombro, día a día reconozco que es inagotable, yo que suponía en mi Nogueira de los cinco años que todo el idioma de la tierra era el que allí conocía, agreste, sencillo y circunscrito. Pero también les revelo que de unos años a esta parte he vuelto sobre mis pasos y disfruto de la lectura de los grandes de la lengua de mi habla primera: Antonio Lobo Antunes que hace del idioma una fiesta de fulgores en la plenitud de sus novelas; Agustina Bessa Luis que mantiene intacta la nostalgia en sus cuentos que llama impopulares; Eugenio de Andrade y Ana Luísa Amaral que nos brindan el precio de la sal y de las estrellas en su poemas. Sin olvidar, mucho menos ahora, a los amigos niños con quienes aprendí mi lenguaje primero conversando de piedras y vuelos y aguas a orillas del rio sin nombre de Nogueira; ni a los abruptos amigos de Sarría y de Catia, que al hacerme sangre con sus burlas me llevaron a una inmersión en esta lengua que acaso sin esas dentelladas no hubiese llevado a cabo.

¡Loor al leer! exclamó Savater, y pocas veces ha tenido tanta razón. Leer, y después, y antes, escuchar, y después hacerte cómplice de la escritura, y leer, y escribir tú mismo, y leer. Fue éste el periplo cumplido para dejarme invadir por esta lengua, y con ella dentro de mí invadirla a fondo. Creo que sólo así puede cumplirse la experiencia de convertir una lengua segunda en lengua primera, al menos tal es mi caso. Pero también se la nutre con esa impagable experiencia del aula de clase y las interpelaciones de los estudiantes. En colegios, en universidades, ha transcurrido desde los dieciocho años apenas cumplidos, la parte más intensa de mi vida, enseñando, o queriendo hacerlo, literatura, lengua, ciencias de la sociedad, poesía. Y aprendiendo, aprendiendo, de mis errores y de las revelaciones o puertas que se entreabrían con la intervención de la muchacha que luego fue poeta, o del ensimismado que terminó en genio de los mundos computacionales. Pocas fortunas humanas pueden compararse con esta experiencia que también enriqueció mis tratos con esta lengua, y mucho.

¿Cómo terminar esta escritura sin referirme a los peligros que corre mi lengua segunda que ahora es primera?, y que no quiero resolver refugiándome en mi habla primera que ahora es mi lengua segunda. Una lengua embarrada y llena de peste que echan sin misericordia sobre Venezuela. Desde el poder la embasuran con sus peores signos y de manera incesante, con la finalidad de convertir nuestra habla en un campo de batalla cruenta donde descabezar el idioma para que deje de obrar como el cosmos de los libres y para la libertad, de la creación y para la creatividad. Cierto, en ocasiones otros también discurren por esta misma oleada, sin percatarse de que tal agravio, el engroseramiento de la lengua, es vía expedita para el empobrecimiento de las gentes en su propia alma, así como la deriva hacia lo misérrimo y primario, lo arcaico y primitivo, en la trama de las relaciones sociales que debe ser más bien fructuosa en avances, henchida de fertilidad que rejuvenezca. Cuando la lengua sólo tiene lugar para enemistar, desacreditar, intimidar, pierde su corazón esencial, el de acercarnos en medio de todas las diferencias, y cobra la malignidad de un arma letal que mata en los fieles la soberanía de sus mentes al tiempo que socava cualquier esperanza en los cuestionadores. Y una lengua que sólo se pronuncie para embutir el pensamiento en consignas que lo intoxican, o que tenga como norte aniquilar ilusiones e ideales, sólo produce cadáveres y no seres vivos. Y esta en que les hablo me ha proporcionado mucha, mucha vida, es, como toda lengua lo es en el fondo mismo de su ser, para darle más vida a lo vivo, y mi esperanza es que sean derrotados todos aquellos que en nombre de lo que sea la usen como arma de amputación. Lengua es mestizaje en el pleno y absoluto sentido del término, y ella, esta segunda mía que ahora es primera, me enmestizó a fondo, al mezclarse en mi habla original e ir urdiendo en ese aunamiento todas las posibilidades de las que he echado mano para hablar, para escribir, para pensar, para soñar.

Todo lo dicho es discutible, muy discutible, vaya si lo sé, pero les digo con el corazón en la mano, que narra una experiencia, la mía, intransferible, personal, sí, al socaire de los recuerdos, y ya sabemos, también, nos lo enseñó Buñuel, que no hay nada que recuerde peor que la memoria. Pero sólo ella y la lengua nos mantienen con una vida que sea vivible en esta tierra. Somos una mixtura conciente de memoria, tiempo y lenguaje. Poco más o nada más.

“Cámbienme los Dioses los sueños, pero no la capacidad de soñar”, escribió hace años Fernando Pessoa. Más recientemente, Hanni Ossott meditó acerca la poesía y nos dijo que “no se halla en lo completo ni en lo definitivo sino en el tanteo de lo provisional. Ella explora, destruye, emerge y aniquila” es “como si el cosmos entero en una cosa pequeña se posara sobre nosotros.” Y eso sigo deseando, a eso quiero contribuir con ustedes, sabios y nobles señores de esta Academia, a que tomemos la lengua como un camino abierto en el que confluyen todos los senderos, y a la que se llega por las sendas más inesperadas, y porque gracias a ello su médula plural, nuestra capacidad de soñar, se mantiene incólume. Y no pertenecemos, ninguno de los que aquí estamos, a esa estirpe sobre la que nos alertó el gran novelista brasilero Jorge Amado, la que quiere que entremos al futuro reculando.

Me resulta imposible concluir sin un recuerdo para dos Académicos que han sido fundamentales para mi apropiación de esta lengua: Don Pedro Díaz Seijas, cuya “Historia y Antología de la Literatura Venezolana” le proporcionó al Bachillerato de mi generación un mapa de ruta inigualable para recorrer el mundo sabio y fascinante de nuestras letras; y Don José Ramón Medina, el poeta de la desolada serenidad y de la palabra limpia, cuya escritura me abrió las puertas a una lengua iluminada y humanísima: “y la madre o la hermana aquí sostengan // sobre el vencido o el errante // sobre el ausente o el enfermo // su lámpara encendida, // su fresco amor de siempre.