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Realidad y publicidad

Cada día se registra un número mayor de ciudadanos que confunden la publicidad con la realidad. Y como ya nadie concibe el ejercicio de la política sin los publicistas que limpian y dan brillo, sanean y embellecen a políticos sucios, oscuros, infectos y feos, nadie concibe tampoco que los gobiernos no tengan el más portentoso de sus soportes en la publicidad. Se acepta el mal menor de mantener a un mal ministro, pero el prestigio de ningún gobernante duraría si no tuviera buenos publicistas.

La mitad de las cosas que nos dicen los gobiernos, sin importar su ideología, es hoy el fruto de una realidad madurada artificialmente por la publicidad. Las estadísticas, que se suponían incontestables, tienen también lecturas publicitarias e interesadas. Si se vuelven indomables y adversas, el problema no está en las cifras, sino en el funcionario que las revela.

Si se publica que somos más pobres, que nuestro sistema de salud es catastrófico, que las agencias del gobierno espían ilegalmente a sus opositores, que se mata a centenares de jóvenes para disfrazarlos de guerrilleros, el carácter escandaloso de estas noticias es contrastado por noticias teñidas de optimismo: cohesión social, confianza inversionista, seguridad democrática. No se dice que, en muchos sentidos, los hechos escandalosamente negativos han sido consecuencia de los postulados optimistas mal aplicados.

Son pocos los gobiernos que se preocupan por formar ciudadanos libres. Cada día se vuelve más difícil esta esperanza. Los ciudadanos libres tienen que construir su propio sentido de ciudadanía. Los gobiernos prefieren ciudadanos henchidos de fe. Porque, si algo necesitan, es que los gobernados den por realidad lo que ha sido fabricado como publicidad. Es más aconsejable gastar miles de millones diciéndole al mundo que “Colombia es pasión”, que invertir educando en lo contrario: que Colombia se ha autodestruido por los excesos de sus pasiones.

La incalculable cantidad de información que circula en el mundo permite que la comodidad de creer lo que se dice sea más frecuente que la incomodidad de verificar aquello que nos dicen.

Este giro drástico en la percepción de la realidad ha vuelto indispensables a los publicistas y a los estrategas de propaganda, y sospechosos y hasta “subversivos” a los ciudadanos que los contradicen.

No interesa tanto la verdad como el poder persuasivo de la mentira… adobada con una pizca de verdad. Para esto, se aconseja apelar a los sentimientos antes que a la razón. Existen sentimientos vagos pero efectivos: patria, patriotismo, dignidad nacional. Para llevar estos sentimientos al más alto grado de efectividad, hace falta endosárselos a la persona del gobernante. Esa fusión milagrosa de persona y altas virtudes abstractas es el más grande recurso publicitario.

El prestigio publicitariamente sostenido de un gobernante es más impactante en la fe de las masas que las estadísticas menos esperanzadoras. Una mentira dicha como verdad en el momento oportuno tiene un efecto más demoledor que el descubrimiento posterior de la verdad verdadera. Mejor dicho: mienta ahora, corrija después. A veces no es necesario apelar a las pruebas; basta apelar a la fe, ese estado de sonambulismo en el que los gobiernos sumergen a sus ciudadanos.

Si uno observa los comportamientos del consumidor de productos cuyo mercado está sostenido por la persistencia de la publicidad, no le quedará difícil hacer la comparación y descubrir que el prestigio de muchos gobernantes es el resultado de un constante bombardeo publicitario. Con esta estrategia, descalificar a la competencia (detergente o bebida gaseosa) no es distinto a desacreditar al opositor, otra finalidad de la propaganda política.