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Las virtudes de un ministro

Fue y será un placer conversar con el maestro Castellanos en su librería, La Gran pulpería del libro venezolano. En verdad es grande, pues siempre encuentro un libro inesperado y una historia que me adentra por caminos que desconocía. Conversando sobre Vallenilla Planchart me contó algo que estuve a punto de incluir en “Sumario”, la novela en que estaba trabajando entonces y ya logré quitarme de encima.

Evito dividir los personajes en buenos y malos, pero con Vallenilla Planchart no es fácil. En un almuerzo con tres hijos de tres ministros perezjimenistas, todos me dijeron que sus padres le temían a Vallenilla por maluco y cizañero.

Epicteto dice en su Manual de vida: Si alguien bebe mucho vino. No debes decir que él hace mal en “beber”, sino que “bebe mucho”. Pues, antes de conocer qué lo hace “beber”, ¿cómo sabes que hace mal? Así, razonando, de este modo, no darás cabida a tus fantasías. Para evitar que prevalecieran mis fantasías, o, lo que es lo mismo, mis juicios, le pregunté a Castellanos:

—¿De qué era capaz Laureano Vallenilla Planchart?

Castellanos recuerda, entre otras cosas, una de sus virtudes: el amor a los libros:

—El mayor dolor de Laureano era que la biblioteca de su padre hubiera sido saqueada a la muerte de Gómez. Pasó años tratando de recuperar los libros que recordaba. Cuando empecé este negocio en los años cincuenta tenía un pequeño local por Sabana Grande. Una tarde se apareció Vallenilla cuando ya era ministro. Llegó sin escolta y me estuvo hablando de un libro que Rufino Blanco Fombona le había regalado a su padre, el Judas Capitolino. ¿Se da cuenta de lo que significaba ese gesto? Rufino le dedica el libro más virulento que escribió contra el gomecismo, al más elocuente y sabio defensor de Gómez, cuando incluso lo ha llamado, en ese mismo texto: “Laureano Bacenilla Lanz”. La razón del regalo no es cinismo ni disculpas, sino puro aprecio de escritor a escritor. Los que aman los libros forman una cofradía que está mas allá de la política y la religión. Tienen verdaderas bibliotecas leídas y formadas a pulso, donde cada ejemplar viene de pacientes recorridos, o de una recomendación bien razonada, o es regalo de un amigo que quiere conversar sobre lo que ya leyó; o, en el mejor de los casos, se trata de un intercambio entre escritores. Los que tienen buenas bibliotecas son fanáticos muy escasos, y más les vale unirse.

»“Daría lo que fuera por volver a tener ese Judas Capitolino en mis manos”, me dijo en esa primera visita Vallenilla Planchart. Entonces sucedió una casualidad insólita: a los pocos días me ofrecieron la biblioteca de Silvio París y allí estaba el libro con su dedicatoria. Mi socio me dijo que podíamos sacarle unos veinte bolívares a ese golpe de suerte. Vallenilla Planchart se emocionó mucho cuando le entregué el libro: lo acarició como un niño cuando recupera un juguete perdido y leyó en voz alta la dedicatoria invocando a su padre. Cuando le di el precio me dijo que veinte era poco por el libro, y menos aún por el hallazgo. Nos dio cien, y me encargó la reconstrucción de la biblioteca de su padre. En vez de buscar enemigos políticos, yo buscaría libros.

»Ese fue el impulso definitivo para nuestra librería. La red que organizamos para buscar en todo el país ejemplares con la dedicatoria: “A Laureano…”, pescó también muchos otros tesoros. Se regó la voz y recuerdo que hubo hasta falsificaciones. Cuando le había conseguido unos treinta ejemplares, Vallenilla me preguntó qué estaba haciendo además de mi búsqueda. Le conté que me faltaba poco para terminar una Historia del periodismo trujillano. “Esa es una tarea muy importante”, me dijo, “avíseme cuando lo tenga listo y yo me ocupo de editarlo”. Cuando lo terminé, traté de hablar con el ministro y fue imposible. Trabas por todos lados, de los porteros, de las secretarias. Al mes pasó Vallenilla por la librería y me reclamó: “¿Qué pasó Castellanos? ¡Me dejó entendiendo!”. Comencé a explicarle que había sido imposible contactarlo y me interrumpió diciendo: “No podemos perder más tiempo”. Se ocupó de la impresión, del bautizo y del whisky para el brindis. El único requisito fue que mi libro lo presentara Numa Quevedo, uno de los adversarios al régimen que Vallenilla más respetaba. Me costó mucho cuadrar ese encuentro, y a última hora no fue ninguno de los dos.

»Después de la caída de Pérez Jiménez lo encontré en Bogotá. Numa Quevedo era el embajador y yo el agregado cultural. Laureano iba camino a Cali a visitar unas tierras que había heredado su esposa. Lo encontré por casualidad y me puse a su orden; incluso le di las llaves de un carro que yo nunca usaba. Meses después fui a Caracas y me citó de urgencia el canciller, Arístides Calvani, en la Casa Amarilla, quien siempre hablaba con voz de tragedia y honestidad de apóstol: “Castellanos, me llegó el rumor de que Laureano Vallenilla andaba por Bogotá en un carro de la embajada. ¿Eso es cierto?”. Tuve que confesarle la verdad; sólo le pedí que me permitiera contarle una larga historia de libros y amistad. Calvani también era un hombre de biblioteca, y al final del cuento me dijo: “Castellanos, esta conversación nunca tuvo lugar”.

»Volví a Bogota y un buen día se apareció otra vez Laureano por mi despacho. Algo sabría del incidente con Calvani, porque apenas estuvo un par de minutos, lo suficiente para decirme: “Castellanos, voy a dar tremenda sorpresa dentro de unos días”. Eso fue todo. A la semana me llamó el embajador y me preguntó si yo había recibido una visita de Laureano. No me dejó ni responder, estaba muy alterado: “¿Qué le comentó?”. “Nada en particular”, le contesté finalmente, “sólo habló de que estaba por dar una sorpresa”. “¡Y vaya si la dio!”, gritó el embajador, “ese hombre humilló al presidente Caldera”.

»Nadie se esperaba que Laureano, odiado y perseguido en Venezuela, y con medios para vivir cómodamente en París, se iba a aparecer en la sede del Palacio de las Academias cuando le estaban rindiendo un homenaje a su padre. De pronto, surgió del fondo, subió al podio y dio un breve discurso. Tenía el derecho y el deber de celebrar la obra de su padre. Apenas terminó de hablar, huyó por la puerta del fondo y se escapó de milagro, seguido por todos los cuerpos de seguridad del Estado.

—¿Y lo atraparon —le pregunté.

—Se escondió donde un amigo.

Ese es el final que quería recordar Castellanos. En el Diccionario de historia de Venezuela, su sobrino, Nikita Harwich Vallenilla, un nieto de Laureano Vallenilla Lanz que ha continuado la gesta del gran historiador que fue su abuelo, cuenta la verdadera conclusión de esa aventura: A los pocos días, se entrega a las autoridades y es trasladado a la cárcel modelo, donde permanece desde octubre del 70 hasta julio del 71. Liberado por sobreseimiento de la causa en su contra por prescripción, decide salir del país en marzo del 72 al conocer que un nuevo auto de detención le iba a ser dictado, esta vez por la acusación de haber sido el autor intelectual de la muerte del capitán Wilfrido Omaña, ocurrida en Caracas el 24 de febrero de 1953. Residenciado en Francia, fallece de cáncer durante una estadía en Suiza.