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Federico Vegas, residencia en el valle

Ser un flâneur, ese paseante urbano que lee a la ciudad cual libro desparramado no es un oficio fácil en Caracas. Fatigar calles y avenidas extrayendo significados e historias, ejercer la mirada como algo más que un referente geográfico son opciones poco frecuentes entre los citadinos. Se trata de algo más cercano a la experiencia sinestésica que al errar sin sentido, es considerar a la ciudad como ese evento histórico simultáneo que maravilló a Walter Benjamin.

Federico Vegas es uno de los pocos escritores que aún se enfrenta a la sultana del valle con ese aire indolente de los paseantes experimentados. No en vano escribió “De Beirut a Macondo”, pieza breve que es un velado homenaje a la capital venezolana y a las diatribas eternas del amor inútil. Allí escribió que: “Los delirios del amor son los de un gigante de pies delicados y una osamenta tan frágil que siempre están pendientes de dónde pisa y cómo los coloca. Unas veces se hace el fuerte para esconder las debilidades. Otras, agotado de suponer inmutable su volátil fortaleza, se presenta como delicado y susceptible a malos entendidos. Es entonces cuando hay que recurrir a la amistad y a los largos paseos”.

Por ello no existe mejor manera de conversar con este autor que acompañarlo en los paseos que da por esa Caracas que excita sus instintos de arquitecto y estimula al hábil narrador urbano que es: “Si estudias la arquitectura de los cincuenta es como tener el futuro en el pasado. Es absolutamente esquizofrénico ese pasado que rompió con la tradición de siglos”, comenta al desgaire.

Esa tarde Vegas caminaba a trancos por la calzada de la avenida Andrés Bello que bordea el Centro Plaza. De jeans, holgada camisa crema y cómodos zapatos se deslizaba con falso aire distraído. Fijaba sus ojos de pirata benévolo en los edificios abigarrados, mientras acotaba: “Era la ciudad del bloque, la plaza, el patio y la continuidad urbana. De repente surgió esta ciudad de edificios aislados, de zonificaciones donde los carros están por encima de los peatones. El carro es el que diseña la ciudad, fue una ruptura muy grande que coincidió con el petróleo y los nuevos profesionales”.

Como profesor de diseño urbano en la Universidad Central de Venezuela solía retar a sus futuros colegas con una asignación singular. Se trataba de una caminata obligatoria desde Petare hasta Catia donde los estudiantes debían apuntarlo todo desde las especies biológicas hasta las perspectivas de lo que se gesta y lo que agoniza, enfundarlos en el difícil traje de ser paseantes por un día.

En ese inventario caótico el profesor Vegas pedía que fijaran su atención en: “Los lugares sin plaza y las plazas sin lugar, las brechas a vadear, las zonas de calma y de fastidio, los hallazgos y las razones de su valor, las sombras generosas y las denegadas, los recodos y los meandros, los cantos de sirena, las seducciones fatuas, las especies que nacen y las que se extinguen, las sensaciones inexplicables, las zonas de desastre, los sitios donde creemos estar en otra ciudad y, por supuesto, los restaurantes buenos y baratos”.

Los paseos que suscitan discusiones y atizan el pensamiento son parte de las rutinas perdidas que nos fueron legadas por los sagaces griegos. Al verlo deambular con paso firme por la Primera Transversal de Los Palos Grandes no es difícil advertir el placer que le genera la libertad con que se mueve mientras la cola de autos permanece estática.

“Es asombrosa la diferencia entre caminar y andar en carro, son dos mundos diferentes. Descubres miles de cosas a pie, en cambio, no puedes andar en carro por la ciudad y enamorarte. Cuando camino siempre tengo la sospecha de que voy a tener un encuentro como los de las películas”, advierte antes de zigzaguear entre esas estatuas hirvientes que son los carros detenidos y entrar a un café para beberse varios jugos de patilla.

La “aparición” de Sumario

Por estos días el escritor corona una ambición que lo atenazaba desde hace años: culminar de contar la historia del único magnicidio de la historia venezolana. En su novela Sumario (Alfaguara, 2010) los lectores se sumergirán en los vericuetos de las investigaciones adelantadas por el Estado venezolano para esclarecer el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud.

“Los cincuenta fueron los años clave en la historia del siglo pasado. Para mí fueron fundamentales porque nací en marzo de 1950 y crecí oyendo hablar de eso. Cuando sucedió el ‘caracazo’ tenía ocho años y mi papá era uno de esos conspiradores civiles que marcharon y firmaron documentos públicos. Recuerdo que los últimos días del perezjimenismo dormimos en unos sótanos en la casa de mi tío. Desde chico sentí que estaba en algo”, comenta sumergido de pronto en los meandros del recuerdo.

En la novela el lector conoce las peripecias de Francisco José Rueda un hombre de ojos secos que mojaba con lágrimas artificiales las novelas negras de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Perry Mason que devoraba con pasión. Como muchos estudiantes, Rueda abandonó la carrera de Derecho por los tempranos trabajos en un juzgado donde la retorcida praxis de las leyes lo atrapó. Esta rara vocación fue advertida por su jefe el juez Albornoz Díaz, ducho en latinajos y martingalas ontológicas, quien soñaba con ser Pretor Peregrino en una Venezuela imposible.

Una sonrisa se dibuja en el rostro del autor al hablar de sus personajes. Vegas admite con tono paternal: “Francisco José Rueda es parte de una constante que me ha perseguido, es el mismo personaje de Prima lejana, Historia de una segunda vez y de Miedo, pudor y deleite. Es un tipo indefinido, un bueno para nada. Un antihéroe que pareciera que nunca encontró lo que iba a ser en la vida pero me siento cómodo con él”.

La genuina ilusión de todo lector inmerso en el género negro es rozar, por lo menos, las pesquisas de un crimen. Pero las lecturas trasnochadas de los enredos detectivescos no prepararon a Francisco para el trabajo de su vida: las investigaciones, entrevistas y confección del sumario en que se detallaban los pormenores del asesinato del coronel Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta Militar de Gobierno en 1950.

El escritor despliega una estructura narrativa basada en la recolección de hechos reales fruto de una exhaustiva investigación por lo que sus hallazgos sorprenderán a más de un lector desprevenido. Sin embargo, es tajante al advertir: “Ante un hecho de esta magnitud no basta hacerse la pregunta de ¿Quién fue?, eso puede ser muy importante en un juicio pero en la vida hay cosas mucho más importantes. Preguntas que aluden a muchas otras cosas que forman parte del tejido vital. Lo que uno busca no es encontrar un culpable sino comprender la vida”.

Uno de los aciertos de Sumario es retratar ese estado de confusión colectiva desatado por el ajusticiamiento. Con maestría los lectores asisten al surgimiento de la maraña de versiones conspirativas y los temores que signaron los sucesos de esos días. El joven Francisco lo describía así: “La lujuria y el mareo son un buen escape para esa sensación de que todo ya está escrito con puño férreo y letra firme por una fuerza superior, y lo único en nuestras manos es elucubrar, parlotear, evitar las bebidas muy dulces y el toque de queda”.

La impronta de lo inevitable se respira en cada página de esta obra. Pareciera que todos sabían del asesinato de Delgado, quizá él mismo lo presentía, pero el misterio vela cada arista de las indagaciones. No en vano Shakespeare es una referencia constante en esta obra coral: “Es evidente que el drama me empezó a funcionar. Releí Hamlet, Macbeth, Julio César quizá me faltó un poco más de Ricardo III, hasta que conseguí el sentido que quería explotar ¿Por qué? Porque la historia de Delgado es una tragedia shakespeariana”.

El ritmo creado por Vegas al trabajar con materiales del sumario judicial e hilarlos en una larga narración personal es sorprendentemente armónico. También es dable percibir un dejo detectivesco en cada capítulo por lo que la madeja del crimen, sus víctimas y protagonistas, se va desenrollando sin prisas.

“Cuando te enfrentas a un crimen estás actuando desde la fortaleza de un juez pero cuando preguntas qué fue lo que pasó lo ves desde un punto de vista más humano. Eres menos importante porque sólo quieres comprender y esa fragilidad es importante. Como en toda obra literaria, lo importante no es la solución del acertijo sino el significado del acertijo”, asevera.

Del oficio y otros demonios

Luego de una breve parada Vegas avanza con paso ágil por la avenida Luis Roche en dirección a la Plaza Francia de Altamira. Confiesa que no siempre fue un amante del “arte de caminar” puesto que en su familia eran más dados a las largas travesías en automóvil por lo que se ufana de conocer todo el país.

En su infancia y temprana juventud vivió en Chuao y el Alto Hatillo, a la sazón, remotos suburbios en los que, aparte de jugar fútbol, no había muchas calzadas que recorrer. Recuerda risueño las excursiones hacia El Cafetal cuando la urbanización se estaba iniciando y todo era una suerte de parque temático poblado por tractores, excavadoras y obreros: “Debajo del bulevar hay un túnel donde pasa una especie de gran acueducto y por ahí nos metíamos armados con cuchillos a cazar al ‘sádico de El Cafetal’. Eran puros embustes porque ese mito lo habíamos inventado nosotros pero todo el mundo nos creía”.

Como buen paseante al ver el obelisco de la Plaza Francia se queda en silencio admirándolo. Luego espeta: “Ésta en particular fue una de las últimas plazas que se hicieron. A partir de los 50 las plazas fueron borradas del mapa, es curioso porque tuvo que venir Roche a urbanizar esto cuando las obras civiles eran fastuosas. Se suponía que estas avenidas cruzarían el Ávila con dos túneles que llegaban hasta Caraballeda”.

Casi en un suspiro el escritor devela otro misterio al contar que el dictador Marcos Pérez Jiménez decidió no otorgarle la concesión del contrato a los Kennedy por lo que la obra se retrasó y no fue iniciada. La posterior extradición del rechoncho dictador cuando se encontraba en suelo americano es para el escritor una muestra de la venganza del clan americano que no perdonó el desaire.

En medio del corneteo constante y la luz rojiza del crepúsculo Vegas toma asiento y mira las largas serpientes metálicas que son los carros en cola. Quizá recuerda tiempos más gentiles y menos frenéticos en los que era un joven arquitecto que deambulaba sin temores, ajeno al ajetreo cotidiano y embebido en los sueños de convertirse en escritor.

Aquellos años en los que Miguel Otero Silva y Arturo Uslar Pietri fungían como manes tutelares de los altares de la literatura vernácula: “Ellos tuvieron, para bien o para mal, un sentido fundacional, querían crear país de una manera más seria y profunda que nosotros pero eso no quiere decir que yo piense que eso es bueno. Cuando la literatura tiene esa pretensión hace mucho daño porque tienes que escribir de la manera más irreverente, deslastrada y libre que puedas”

Cuando se le consulta sobre la salud de la literatura contemporánea el optimismo fluye en sus palabras. Los cambios generacionales, la sangre nueva y las editoriales han aportado mucho pero aún espera autores que lo asombren. Además, en sus palabras, la literatura sigue siendo una actividad extracurricular sin una estructura económica sólida que la estimule. Por ello no tiene ambages al afirmar: “Veo a escritores como Salvador Fleján y me desespero porque no ha aparecido su segundo libro que ya está casi listo, además leo algunos de sus cuentos y veo historias que son novelas potenciales. A veces noto que se están tomando mucho tiempo. Por ejemplo observo que Rodrigo Blanco está dedicado a su universidad, a sus trabajos de ascenso y me provoca recordarles que esto es una cuestión de entrega total. Por eso me gustaría que el país tuviese las condiciones para que los novelistas fuésemos trabajadores como los plomeros o albañiles”.

Apartando las inquietudes se sumerge en la vocación pedagógica que alberga todo escritor. Vegas resume en tres las reglas que debe cumplir todo aspirante para entrar en los terrenos de la ficción: leer como un desaforado, escribir todos los días y comenzar a narrar desde la experiencia propia. “Escribir tiene que convertirse en algo fisiológico como bañarse, cagar, respirar y hacer el amor…si no lo conviertes en una necesidad fisiológica estás fregado. Somos como perros dálmata que todos los días salimos a cazar, no importa si capturamos la presa pero igual salimos”, finaliza con aire tajante.

Al rato la conversación languidece al mismo tiempo que la tarde. Vegas avanza presuroso en dirección al Centro Plaza con trancos desiguales que le otorgan un aire juvenil. De repente interrumpe el paso y exclama: “A veces cuando estoy en otra parte comienzo a sentirme feliz sin ninguna explicación, entonces me doy cuenta de que sólo me siento seguro y eso hace la diferencia. Sin embargo todas las ciudades me inspiran, pero ninguna como Caracas”.

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Foto: Daniel Sánchez