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El día que España celebró

El viernes 9 de julio la tensión del mediodía madrileño podía rebanarse con un cuchillo sin filo. Toda la gente estaba expectante, con movimientos de persignación y el corazón atragantado en la boca. Damián, un ingeniero argentino residenciado en la ciudad desde hacía casi 10 años, no se contuvo en su trabajo ante la situación límite: “¡Qué fuerte! ¡Ahora todo el mundo está pendiente de lo que decida el pulpo!”.

A muchos kilómetros de allí, en Oberhausen, Alemania, las cámaras de televisión no apartaron el foco de un tentáculo del acuario Sea Life. Éste parecía sentenciar el curso de la humanidad a golpe de mejillón. Si tomaba el molusco del receptáculo adornado con la bandera holandesa, España tendría un negro futuro. Pero el pulpo Paul, pitoniso oficial de la FIFA, sorprendió a propios y extraños a las 11 de la mañana de aquel día.

“¡Gana España, chaval! ¡Paul comió del trasto de España!”, exclamó Damián.

Pese a su incredulidad inicial, la alegría del argentino tenía su asidero: el pulpo había acertado resultados que en principio parecieron imposibles. Su historial estuvo a prueba de mácula, salvo por su errático designio en la Eurocopa pasada. Pero victorias como las de Serbia y España ante Alemania le confirieron un aire de experto que ni el mismo comentarista Julio Maldonado, “Maldini” para sus incondicionales, pudo conseguir desde su tribuna de erudito futbolero.

Un mundial rendido a los arrebatos digestivos de un pulpo ya configuraba gran parte del espíritu de la competición en Madrid.

España, de ordinario la eterna selección de las grandes oportunidades y pronósticos, había acostumbrado a sus ciudadanos a no esperar nada de ella. Nunca pasó de un cuarto lugar. Todo parecía tenerlo en contra, aunque gozara de buenos jugadores. En el mundial de Corea/Japón de 2002 el mal fario llegó a los máximos extremos de la injusticia, cuando la anulación de dos goles limpios ante Corea la obligó a sucumbir en la ronda de penaltis. Por eso no fue raro que, en el partido inicial que perdiera ante Suiza, el desaliento reinara a sus anchas. Eso fue lo que le pasó a Curro, un burgalés que desde un bar de Dublín zanjó cualquier atisbo de esperanza, en cuanto el árbitro pitó el final del encuentro: “Nada, aquí ya no hay nada que hacer. Otro mundial en donde haremos el tonto”.

Sin embargo, las cosas cogieron otro rumbo: España espabiló y remontó sin muchos goles pero con sobrada determinación. De eso no les quedó duda a los vendedores de El Rastro, el famoso mercadillo del centro de Madrid. En una nación en donde lucir una bandera era símbolo de fascismo y equivocación política, la gente acudió en masa a los tarantines con el propósito de comprarlas al por mayor. Ni siquiera el calor veraniego de más de 45 grados supuso inconveniente para un país que aún no se creía su figuración en Suráfrica. Para el momento, al español promedio ya ni le importaba desembolsillar lo que hiciera falta por una camiseta Adidas de la roja, el polémico mote con el que el canal televisivo Cuatro rebautizó a la selección en la Eurocopa que ganó bajo el mandato del Partido Socialista Obrero Español.

Quizás en el párrafo anterior se encierre el mayor triunfo de España en el Mundial: la oncena logró unir por un momento a un país que tiende a la desintegración. El domingo 11 de julio fue toda una estampa para recordar: desde la mañana la ciudad estuvo uniformada de rojo. A ratos, parecía una zona tomada por dobles de acción del equipo nacional. Espaldas con el 9 de Fernando Torres, el 6 de Andrés Iniesta, el 7 de David Villa, el 14 de Xabi Alonso, el 10 de Cesc Fàbregas y el 1 de Iker Casillas deambularon a mares por cualquier recoveco madrileño desde muy temprano. Por momentos, parecía que el metro iba a detenerse en el Soccer City Stadium de Johannesburgo. En la tarde, a una hora de comenzar la final, la ciudad se comportó de manera diferente: no tenía nada que envidiarle a un set de una película de zombies.

Bajo la intensa resolana, que castigó a la capital de España, las calles se mostraron vacías. Los carros aparcados no parecieron tener dueño. Todo era inmovilidad y silencio. A lo lejos, de la misma forma en la que una ciudad sitiada se resguarda de un bombardeo enemigo, se escucharon sonidos solitarios de vuvuzelas como rumores que presagiaron un combate inédito.

El interior de un bar de la calle Ríos Rosas semejaba al de un búnker repleto de sobrevivientes. Toda Madrid estuvo encapsulada de esa manera. La ansiedad se podía oler a distancia en cada cónclave. Iñigo, un vasco de Donosti, rechazó sentarse en su silla en todo lo que duró el partido. De pie, apilado entre el gentío, gritó hasta perder la voz por un país al que consideraba suyo. Entre faltas y ocasiones de peligro, solía decir a quien tuviera al lado: “qué mal la estoy pasando, tío”. En el descanso, antes de iniciar la prórroga, reconoció que no fue hasta el encuentro contra Alemania cuando sus amigos de San Sebastián decidieron seguir a la roja con un fervor digno de alguien a punto de estrenar zapatos. Quizás fue el mismo que tuvo Damián, el argentino que alentó al equipo como si fuera la albiceleste de México 86.

No fue hasta el minuto 117 cuando, después de faltas tan asesinas como la de la patada de De Jong en el pecho de Alonso, Iniesta marcó el histórico gol. Para celebrarlo se quitó la camiseta número 6 y mostró la que tenía debajo “Dani Jarque siempre con nosotros”. No le importó ser amonestado con una tarjeta amarilla. Ya se sentía ganador, y supuso que era el mejor homenaje al jugador del Espanyol que había muerto en su habitación de hotel al término de un entrenamiento. Todos se sintieron ganadores, y ya nada más importaba. Casillas lo demostró después de levantar la copa del mundo, cuando le plantó un beso en la boca a su novia y periodista deportiva Sara Carbonero en medio de una entrevista transmitida en riguroso directo nacional.

De esta forma, simbólica por de más, quedó superada una historia de decepciones y trayectorias a medio camino. La ciudad post apocalíptica abrió sus refugios de par en par, y la manada sucumbió a las mieles del éxito, a reconstruir el sitio, a celebrar con vino: la batalla estaba ganada y no había ataques a los que temer. Las cornetas no eran cantos de sirenas, sino alarmas tocadas a ras del oído. Los carros aparecieron de la nada con personas en los techos, en una danza que desafiaba el movimiento de cada vehículo. El colapso fue sinónimo de felicidad en un futuro que sólo pudo adivinar un pulpo. Así la gente se olvidó del lunes, porque en la madrugada del primer día laboral de la semana la vida transcurrió en rojo: en Cibeles muchos corrieron en masas, otros buscaron nuevas fuentes en donde zambullirse, también estuvieron los que no se despegaron del Santiago Bernabeu. No era fácil encontrarse a alguien sobrio antes de las 12 de la noche. Todo el mundo estaba vestido como superhéroes con la bandera de España como capa para la ocasión.

En un bar de Islas Filipinas nadie hablaba de la peor crisis económica y política española desde los últimos tiempos de Felipe González. Por el contrario, a las 3 de la mañana los pabellones ondearon con vigor mientras todos los asistentes no dejaron de corear el final del El imperio contraataca, una vieja canción punk del grupo Los Nikis que por mucho tiempo fue tachada de facha y excesiva:

“Lo, lo, lo, lo, lo, seremos de nuevo un Imperio.
Lo, lo, lo, lo, lo, seremos de nuevo un Imperio.
Lo, lo, lo, lo, lo, seremos de nuevo un Imperio.”

El colapso fue sinónimo de felicidad en un futuro que sólo pudo adivinar un pulpo.

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Foto: alvarobueno