Actualidad

El reino del exilio

Marina Gasparini Lagrange desde Venezia reflexiona sobre el exilio

Por Marina Gasparini Lagrange | 10 de julio, 2010

A Victoria de Stéfano

El amanecer no había terminado de despertar cuando el clamor de la sirena cubrió los cielos. Sin tiempo para desperezarme fui hacia la ventana; más allá del vidrio había una luz blanca de inquietante opacidad que parecía cubrirlo todo. Detrás de mí, extendida sobre el suelo, estaba la carta geográfica en que había escrutado la noche anterior; con la punta de los dedos había recorrido los trazos discontinuos que en los mapas señalan las fronteras entre países de nombres escritos con mayúsculas negras. De pie escuchaba la sirena sonar con insistencia. Los silbidos surcaban el aire mientras un angustioso silencio acompañaba la alarma que pendía del cielo. La fuerza del viento acrecentaba el peligro acallando todo lo que no fuera inquietud y miedo. Las calles habían comenzado a hundirse en el agua; en ese naufragio mis pasos perdieron el eco. La marea derramada continuaba subiendo. Las calzadas tenían la extrañeza del agua que las borraba. Caminaba con movimientos muy lentos. En ese tempo crecido en estupor y desasosiego, me desplazaba en una profundidad cada vez más abismada. El mapa de la noche anterior continuaba hablándome en la marea desbordada. ¿Cómo aminorar la crecida del agua ante la que se pierden proporciones y distancias? En algunas horas la marea comenzaría a retirarse. No así el sentimiento que me extrañaba. Fue entonces cuando recordé al perro del viejo Goya. Su mirada vino a mi encuentro.

El Perro semihundido de Francisco de Goya alza la cabeza. Sé que no es el agua la que le llega al cuello, es la inefabilidad de la tierra la que le hace sentir su peso. El perro está solo, abandonado a su suerte. Se hunde y su estarse hundiendo lo nombra y separa de todos los otros perros que conocemos. Él es el can semienterrado que levanta la cabeza desde el trazo que separa la tierra de un fondo con color de polvo, de tormenta de arena, de destierro. En su desamparo observa la cuesta que pondrá a prueba sus fuerzas menguadas. Destellos de súplica y miedo irradian de ese ojo alucinado que ve lo que a nosotros nos está vedado. Sin embargo, esa mirada nos es conocida; la hemos encontrado repetidas veces también en nuestros ojos. Ante este reconocimiento comenzamos a ver la cabeza del Perro semihundido como la imagen interiorizada de quien ha visto en su soledad y extrañamiento. El perro, en su hundimiento, es el retrato de la enfermedad y de la incertidumbre que le anuncia a Goya un nuevo exilio, distinto al que desde 1792 la sordera le había ya impuesto al pintor de Los fusilamientos del 3 de mayo. El animal semihundido es imagen de la inquietud con que el artista español presiente el destierro y el agobio de la muerte. Quizá no sería una audacia afirmar que el pequeño cachorro es retrato de sí mismo, y lo es también de nosotros, conocedores de la angustia de estos tiempos crecidos en desarraigo, en perplejidad, en aislamientos.

En la Quinta del Sordo, antes de abrazar un nuevo destierro y en medio de una inexplicable enfermedad, Goya cubre las paredes de la casa con las llamadas “pinturas negras” (1820-1823). El perro es una de ellas. En los muros de sus habitaciones, el desencantado pintor hace del negro la tonalidad con la cual expresar las visiones de brujas voladoras, viejos grotescos ante un plato de sopa, forasteros luchando a muerte con las piernas enterradas hasta las rodillas, o bien a Saturno devorando a uno de sus hijos, mientras un poco más allá, las Parcas muestran con mirada torva los hilos que están prontas a cortar. El perro semihundido es la única de estas obras que no es negra de color, sin embargo, negros son el desamparo y la melancolía que nos impiden olvidarla. Antes de cerrar tras de sí la puerta de su casa, el pintor seguramente giró la cabeza hacia aquellas paredes donde dejaba imágenes de su existencia exiliada. A sus espaldas quedaban el perro y la casa, mientras consigo llevaba el ennegrecido pesimismo que lo alejaba de lo suyo acercándolo a la frontera con Francia. Hasta su muerte en 1828, Goya vivirá en Burdeos su exilio voluntario de España.

El exilio es un viaje sin retorno. No se regresa al lugar que abrió la geografía del extrañamiento en nosotros. Cambia la tierra de la que nos alejamos, cambiamos también nosotros, habitantes desde entonces del desarraigo. La persona que fuimos no es la misma que un día cualquiera deambula de nuevo por las calles de nuestros recuerdos. Caminamos desconociendo el ritmo acompasado de aquellos que se sienten seguros en su patria; la conciencia del exilio marca con compás desigual el discurrir de nuestros pasos. En el desarraigo extraviamos la secuencia de los acontecimientos y su significado; se pierden certezas y seguridades mientras la compasión crece a la sombra del desamparo.

En estas páginas no hago diferencias entre el exilio y el destierro, entre el desarraigo y el extrañamiento. Estas palabras adquieren la profundidad de su significado cuando se percibe en ellas la fractura que nos permite vernos como extranjeros en un lugar que es, a la vez, propio y ajeno. Separado, aislado, puesto de lado, el exiliado de los tiempos modernos no es necesariamente el desterrado político que ha sido echado de su patria sin posibilidad de regreso. La expulsión no es en la modernidad sinónimo exclusivo de destierro, ¿de cuáles paraísos podemos ser expulsados en estos tiempos desencantados? En la modernidad, lo dijo Baudelaire, los paraísos se conquistan con las debilidades propias y los sufrimientos, los otros reinos, la gran mayoría, son paraísos artificiales que engañan al vacío con vanas felicidades.

La pregunta por la patria es una inquietud de exiliados. Desde hace mucho sabemos que su mención no siempre coincide con el país natal que nos enseñaron a dibujar en la escuela junto a la lectura de las primeras palabras. Con el trazado del mapa natal aprendimos una noción de patria restringida, excluyente. En la estrechez de esa explicación comenzó a delinearse el exilio, lugar misterioso y cambiante como viento soplando sobre las arenas. E-xi-lio, entre el espacio de las sílabas perfectamente moduladas, se abría un vacío como el de las líneas fragmentadas de las fronteras de las cartas geográficas; ese espacio fracturado habría de ser colmado con las nociones de condena y castigo que el exilio, se nos decía, representaba. Esas palabras venían acompañadas de un gesto: la mano cuyo índice levantado mostraba la vía que empezaría a hollar el desterrado. La expulsión, se nos dijo, era la pena que conducía a la amplitud del destierro. El exiliado, por consiguiente, era el señalado, el excluido, el separado de la tierra de su arraigo. A este recuerdo de infancia se entrelazan palabras de George Steiner leídas en una entrevista realizada en el año 2003. En esa oportunidad, el profesor dio por concluido el diálogo con una afirmación de amplia resonancia: La verdad está siempre en el exilio (1). En su larga errancia, Steiner siempre se ha dirigido hacia esa patria que no se encuentra en ningún mapa.

Extensos desiertos y continuos destierros se encuentran a lo largo del recorrido que conduce al territorio emocional de la patria, ese espacio que no otorga una nacionalidad y carece de himnos, fechas y héroes patrios. La patria es el lugar en que el “ser” es también un “estar”; es ese sitio que ha sido reconocido en el desconcierto de las errancias; es la palabra que crea arraigos y resonancias. Patria es el sentimiento que transforma la extrañeza en interioridad. Cuando las preguntas giran en torno a nuestros cimientos fundamentales, una, entre tantas otras interrogantes, se impone con la urgencia con que suele expresarse lo esencial. Cambian las palabras con las que cada quien manifiesta la duda, pero la necesidad de respuesta es similar a todos.

¿Cuál es la patria que no podemos perder sin perdernos? En la pregunta apenas formulada resuena la respuesta por la pertenencia profunda que nos arraiga. Sí, la patria es aquello que no podemos perder sin perdernos nosotros con ello. ¿Patria? Para Juan Ramón Jiménez fueron los ojos de su amada Zenobia, mientras para Witold Gombrowicz, lo escribió en sus Diarios, la única patria que reconocía era la del alma. Ni qué decir de Anselm Kiefer quien reconoce en sus recuerdos el país de su arraigo. Fue, sin duda, María Zambrano quien dijo con claridad lo que otros han expresado con alusiones, silencios o metáforas. En sus iluminadas páginas sobre el tema, la filósofa española no dudó en afirmar que el exilio había sido esencial en su vida, tanto así que fue la revelación que le permitió reconocer en el exilio mismo la plenitud y la patria de su ser. Es grande la diversidad de opiniones sobre este asunto, pues lo que es patria para unos puede ser destierro para otros. La vivencia del desarraigo, así parece, es una experiencia solitaria que se expresa en primera persona del singular.

El exilio es motivo recurrente de la tradición occidental. Exilios interiores, políticos y voluntarios ocupan muchas de las páginas de la literatura de todos los tiempos. Cambian las motivaciones y las vivencias que abren las puertas al destierro, sin embargo, lo que difícilmente se modifica son el desconcierto y las emociones que profundizan la experiencia del exiliado. En el siglo pasado muchos abandonaron la tierra natal en la que no pudieron seguir viviendo. Guerras, persecuciones políticas, situaciones adversas, o bien, la dificultad de vivir enterrando la mirada en el asfalto, han trazado la vía al exilio y a la amplitud de su reino. Esta vida que vivimos en todas sus acepciones y esfumaturas, oscila entre un estar exiliado de…, y un exiliarnos en… Quizá la vida sea justamente eso, un atraversar siempre de nuevo el territorio de la extrañeza, doloroso sentimiento de no pertenencia, para, con mirada fija en el camino, buscar los horizontes en los que internamente nos reconocemos. Somos el exilio que nos habita y hacemos nuestro.

La condición del exiliado, es oportuno señalarlo, no es necesariamente la condena que se lleva sobre las espaldas con el peso de nuestra mortalidad. Amo mi exilio, dijo la Zambrano. Sin éste, admitió, no hubiera llegado a ser la persona que soy. Desde enero de 1939 hasta noviembre de 1984 la filósofa erró por México, Cuba, Puerto Rico, y sólo después de ese deambular, volvió a Europa (Francia, Italia, Suiza), pero no a España. En sus cuarenta y cinco años de destierro, reconoció en el exiliado el arquetipo y la esencia profunda de la condición humana. Y es que todos, parcial o permanentemente, habitamos en el desarraigo. Éste, lo sabemos, es una conciencia que trasciende los confines del país natal. Bajo los cielos de la infancia se comienza a habitar el exilio, la extrañeza, esa experiencia existencial que arraigará en algunos de nosotros. La conciencia del desarraigo es una atmósfera rara, enrarecida, a veces incomprensible, que con minuciosidad de orfebrería configura la soledad del exiliado.

Desterrado, exiliado, desarraigado, todas estas palabras, y a pesar de las diferencias que hay entre ellas, se reconocen en aquella otra que las agrupa: extranjero. El desterrado es un extranjero. También lo es el exiliado. Extranjeros son el expatriado y el desarraigado. Extranjero es el otro, el distinto a mí. Extranjero es el que yo no soy. La extrañeza es fácilmente reconocible en los rasgos, el hablar y la mirada, a veces iluminada por la libertad y la esperanza, otras, por el brillo velado que las incertidumbres y exclusiones dejan en los ojos. El desterrado es usualmente reconocible. Lo pone en evidencia su mirada desorientada. Sus palabras y errores lo revelan; sus silencios y modos distintos de comportamiento lo señalan como el venido de afuera. Extranjero era Ulises cuando llegó a las costas de los feacios, mas no siempre es Nausicaa la que acoge después del naufragio.

Después de días a la deriva en un mar revuelto, entre tormentas y corrientes contrarias que amenazaban con hundir la balsa en que viajaba, Ulises, exhausto por el esfuerzo de sostener su vida a flote, es lanzado por las aguas a la playa en que se encuentra Nausicaa, la hija del rey Alcinoo. Después de presentarse a la joven con palabras comedidas y suplicantes, y tras preguntarle el nombre de la tierra en que se encontraba, Ulises baña la sal marina que endurecía su piel y cubre su desnudez con los paños recién lavados por las jóvenes acompañantes de la princesa. Nausicaa, deslumbrada por el extranjero, lo invita a palacio. De ese extraño sobreviviente de la furia del mar, la joven desconocía todo, sobre todo su identidad.

Atenea sabía de la malquerencia de los feacios hacia los forasteros, por lo que alguna estratagema debía inventar para proteger a Ulises, el náufrago, mientras éste caminaba entre las calles de la ciudad que lo conducirían al salón real donde era esperado. La diosa conocía las miradas que acompañarían las pisadas del desconocido como cuchillos prontos a ser utilizados. De esta manera, y con la única finalidad de ayudarlo, la deidad de ojos de lechuza envuelve a su protegido en la invisibilidad de una niebla que evitaría las frases susurradas por los labios de aquellos que no perderían de vista los movimientos del extraño. Y es así como invisible a todos, Ulises, el extranjero, llega ante el rey.

En los tres cantos de la Odisea en los que Homero narra la estadía de Ulises en el país de los feacios, no son Nausicaa ni el viejo poeta ciego los que ahora me hablan. En estos tiempos exiliados, es la niebla la que busca ser vista con otra mirada. Los dioses se fueron, lo sabemos, pero quedaron sus argucias, y una de éstas es la niebla con la que Atenea envolvió a Ulises para hacer seguro su tránsito en la tierra extranjera que le daría las naves que lo conducirían de vuelta a Itaca y Penélope, patria dentro de la patria. La niebla homérica es hoy el ojo que desvía la mirada del extranjero. La invisibilidad que otorga la indiferencia carece de la protección de la bruma con la que Atenea cubrió al astuto marido de Penélope, astuta también ella. La indiferencia, nos lo recuerda Albert Camus, es uno de los más crueles exilios de nuestra civilizada modernidad.

Camus conoció como pocos el extrañamiento del hombre en el mundo moderno. Con el sol y el polvo de las calles de su Argelia natal hiriendo sus ojos, una y otra vez nos permitió ver con lente de aumento en el ser humano, ese extraño que a fuerza de rigidez con frecuencia pierde la capacidad de asombrarse ante la belleza y el sufrimiento. Con las persianas del sentimiento entornadas, la impasibilidad guía la mirada de Meursault (2) , ese forastero que puede encontrar asilo en nosotros. La indiferencia, dice el autor de El extranjero, señala el destierro, la vida seca, el alma muerta del indiferente. Tragedia de estos tiempos es ésta que, sin llantos ni ruegos, dice del hombre desarraigado de lo humano e incapacitado para sentir compasión ante el deambular y los sufrimientos de aquél que se nos acerca con realidades distintas a las nuestras en el sonido de sus palabras.

Recuerdo a Yanko Goorall, el joven polaco del cuento Amy Foster de Joseph Conrad. Me es difícil no percibir en él rasgos autobiográficos del sentimiento de extrañeza y aislamiento que padeció Conrad, polaco como su personaje náufrago y residente en la isla británica ante la que zozobró la nave del joven abandonado por todos. Para los habitantes del pueblo en que vivía, Yanko fue siempre el desconocido que la marea había dejado sobre las arenas de la playa. El joven polaco, único sobreviviente del desastre, supo que con la nave zozobrada se habían hundido los sueños que lo habían impulsado a la travesía. El médico que lo atendió en su enfermedad, dice que Yanko era inexplicablemente odiado por las personas del pueblo. El joven era distinto a todos, era el extranjero y solitario que, a lo mejor, llevaba sobre sus espaldas el estigma de no haber muerto junto a sus compañeros de viaje. En su agonía de muerte, la soledad y el desconcierto de Yanko no deben haber sido muy distintos de la mirada asustada del perro semihundido del pintor español. Con el delirio de la fiebre, Yanko le ruega a Amy que le dé un vaso de agua. En su desvarío, lo pide en su lengua natal. Amy, con el hijo de ambos entre los brazos y sin entender una palabra de lo que le dice su marido forastero, y como Ulises también náufrago, huye de la amenaza de lo incomprensible y lo abandona dejando tras de sí la puerta abierta a la muerte. Yanko muere, solo y sediento, desamparado de todo, menos de la indiferencia de los otros.

Conozco el exilio. Su color suele ser blanco como la página no escrita, como la errancia bajo la luz enceguecedora de las arenas del destierro. Desde los tiempos bíblicos, el exilio está en relación con el desierto. Sus arenas son cambiantes, siempre cocinadas de sol, de ventiscas, de pasos hundidos en tierra por doquier. Allí la mirada se vela de luz, de polvo, de perplejidad: cambian los vientos y, con éstos, las líneas de la distancia. El desterrado que atraviesa esa deshabitada inmensidad camina sin dejar huella en la tierra que horada. Las ráfagas borran sus pasos señalándole el camino que está frente a él, mas no el que deja a sus espaldas. En tierras desoladas el exiliado toca con sus manos la piel del desamparo. Sin los dioses y profetas del pasado, el recorrido se hace aún más confuso y solitario. Sin coordenadas que seguir, se adentra en lo abierto en búsqueda de aquello que pueda hacerle reconocer la geografía de su patria. Sin mapa entre las manos, se desplaza siguiendo las oscilaciones de la brújula interior que acompaña y configura su deambular. Como el perro semihundido, camina con los pies enterrados en las arenas. En el desierto, que como rito de paso requiere ser atravesado, no hay lugar para el engaño o la fantasía con los que con frecuencia nos contamos y miramos. El desierto de antaño es esta tierra baldía (3), espacio desacralizado carente de profetas y prolífero en adivinos que leen el Tarot. Puertas abiertas sobre las arenas, puertas abiertas sobre el exilio… (4) Ese umbral conoce la voz del exiliado. La experiencia del extrañamiento comienza desde ese soportal que abre a lo desconocido, a lo incierto, puertas abiertas a aquello que es necesario nombrar de nuevo para comenzar a configurar un espacio de pertenencia. En esa tierra desolada, espacio en el que crecen los desiertos a la par que se profundizan los arraigos, trazo signos discontinuos sobre la página blanca. En ésta, la caligrafía que profundiza el exilio, pero también el sentimiento de la patria.

El reino del exilio, amplio y misterioso, no aparece en ninguna carta geográfica. Ningún mapa da cuenta de él. Se dice que entre las líneas punteadas de sus inexistentes fronteras, podría suceder que un día cualquiera la mirada logre transformarse en palabra, en escritura: en voz. A cada quien su patria. A cada quien su exilio. A todos la amplitud de su reino.

***

(1) Entrevista a George Steiner realizada por Juan Caño, El Semanal, 26 de enero de 2003.
(2) Nombre del personaje de El extranjero de Albert Camus.
(3) Referencia al poema The Waste Land de T.S.Eliot.

Marina Gasparini Lagrange 

Comentarios (13)

victoria de stefano
10 de julio, 2010

Marina, infinitas gracias por la dedicatoria de tu bello y emotivo ensayo sobre el exilio

Keta
10 de julio, 2010

Gracias, Marina, por estos signos discontinuos desde aquel reino lejano y sin fronteras. Y si puede llegar hasta allá: un abrazo de quien siempre te tendrá presente, porque sí, o sin saber mucho por qué.

Rodrigo Blanco Calderón
11 de julio, 2010

Profe, Marina.

Qué alegría encontrarla, o a sus palabras (¿pero cuál es la diferencia?), por estos lados. Leyendo este texto me hizo recordar esa mezcla de pintura y literatura, de imagen y sonido, que fueron sus clases.

la recuerdo, la leo, con mucho cariño. Saludos

Kenneth Miller
11 de julio, 2010

Mi querida y siempre recordada Marina, mis sinceras felicitaciones por este ensayo tan sentido que me ha encendido la luz interna de la reflexion sobre nuestra situacion siempre mas compleja y peligrosa. Nuestra ancla es el amor a lo nuestro, el cariño siempre presente en nuestro pueblo verdadero y el como asegurar un futuro justo alegre y libre.

Sigue escribiendo! Me encantó. Kenneth

Marina Gasparini Lagrange
12 de julio, 2010

Gracias a ustedes por el abrazo, por el cariño, por los recuerdos.

Claudia Galavis
12 de julio, 2010

Gracias Marina, por hilar con tanta finura y sensibilidad. Espero que podamos seguir leyéndote, para así, a través de tu arte, iluminar nuestros laberintos interiores. De nuevo, gracias!

Willy McKey
12 de julio, 2010

Profesora, encantado leerla nuevamente. No puedo sino ser breve. Fuerte abrazo en la distancia.

Toto Aguerrevere
13 de julio, 2010

Completamente sobrio, lleno de narrativas que te vuelan la imaginación. Muy bueno.-

Carmen Elena González
14 de julio, 2010

Más abrazos y las gracias siempre por el privilegio de leerte

un abrazo

Federico Vegas
14 de julio, 2010

Para los venezolanos que vamos siendo, cada viaje es un ensayo de exilio. Es como medirnos el aceite y el agua. Gasolina siempre parece sobrar, hasta que enfrentamos “la amplitud de nuestro reino”. Recuerdo que le pregunté a Paco Vera (quien ya va por los 90 años), cómo le había ido en Brujas, París y Barcelona, y me contestó: “Muy bien, Fue mi último viaje con retorno”. Esa misma estimulante ansiedad la sentí leyendo a Marina.

Álida Ribbi
19 de julio, 2010

Gracias, Marina, por retratar los mares del héroe en todas sus aguas. Un abrazo desde esta otra orilla, segunda en mi peregrinar…

Gisela Cappellin
3 de octubre, 2010

Marina: tus ríos internos fluyen cargados de referencias universales de profundidades similares…entrañable empatía cuando el desarraigo acecha.

Diana rísquez
6 de noviembre, 2011

Querida Marina Maravilloso leerte, la imagen del agua cubriendo la geografía interna y externa me fascinó Nn abrazo, desde esta geografía, también imprecisa

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