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¿Qué pasa con los argentinos?

El sábado pasado, mientras se jugaba el partido Alemania-Argentina, presencié en el aeropuerto de Cartagena el delirante fervor germánico de una multitud de colombianos, creciente a medida que Alemania deshacía las últimas ilusiones de los argentinos. Parecía una manifestación vindicativa: alegrarse con el triunfo de Alemania equivalía a cobrarle una desconocida y oscura deuda a Argentina.

Las expresiones de antipatía contra los argentinos contienen una despreciable dosis de lugares comunes. Y no solo se expresan en Colombia; son frecuentes en toda la América Latina, fundadas en el mismo lugar común: que los argentinos son arrogantes, que su ego tiene tamaños descomunales, que ningún mar es más ancho y extenso que el Río de la Plata, que…

En todas partes del mundo se cuentan chistes sobre la inmodestia de los argentinos y parecería que los primeros en conocerlos fueran ellos mismos. Saben cómo son vistos (o mal vistos) por el resto de América Latina, pero saben también que detrás de esa antipatía no hay más que equívocos y malentendidos. Ellos son así y no tienen que estar demostrando que, además de creativos, son a menudo amigables, humildes y razonables, como todo el mundo.

Cuando preguntaba a colombianos por quién irían sus apuestas si la final del Mundial la jugaran Brasil y Argentina, una aplastante mayoría decía que por Brasil. ¿Por qué? Por razones incomprensibles. Ambos países han producido y tienen grandes figuras, una y otra selección han ganado el campeonato del mundo, argentinos y verdeamarillos nos han ofrecido, a lo largo de nuestras vidas, el impagable placer de ver cómo el fútbol se eleva a categorías artísticas. Pero…

El “pero” es todo y carece de explicación convincente. Los defectos que se atribuyen a los argentinos pueden ser iguales a los nuestros, iguales a los de todo el mundo: la desmedida manifestación de autoestima, el aparentemente desdeñoso tonito del habla, el aire de triunfadores que, también en apariencia, los convierte en objeto de chistes tan graciosos como injustos.

La antipatía contra los argentinos, desatada en competiciones de masas como el fútbol, confirma que nada es más equívoco que las simpatías y antipatías de las masas, que nada es más injusto que la obediencia ciega a los lugares comunes. Todo esto se da, invariablemente, en las pasiones deportivas y políticas, aunque sea más frecuente y admitido meter goles con la mano en la política que en el fútbol.

El formidable legado de los argentinos al resto de América es superior a la antipatía que suscitan. En lo que me concierne, me limito a la cultura. Me detengo, por ejemplo, en la literatura, la música popular y el cine. La consistencia de sus obras culturales y artísticas no contradice sino que complementa la grandeza de sus mejores futbolistas en más de medio siglo.

Mi indeclinable admiración por los argentinos se prolonga en algo que, no sin dolor, deberíamos aprender de ellos: la entereza indoblegable que les sirve para reconstruir la memoria colectiva y la justicia después de haber vivido las atroces dictaduras militares y las temerarias equivocaciones de sus luchas “revolucionarias”.

No hay nada más difícil que deshacer en cada uno de nosotros el nudo de las “ideas recibidas”, que dicen los franceses. Tampoco hay nada más difícil que ser justo y objetivo. Y aunque, entre nosotros, es más fácil obedecer los llamados de la pasión que las campanadas de la inteligencia crítica, vuelvo al fútbol: lo que los argentinos han hecho en los estadios es muy superior a lo que Maradona pudo hacer con su equipo.