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Saramago y Monsiváis

En una foto de marzo de 1998, tomada en San Cristóbal de las Casas y reproducida la semana pasada en La Jornada de México, aparecen José Saramago y Carlos Monsiváis. En otra de las fotos de esos días, aparece Saramago sentado al lado de dos miembros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, con rostros cubiertos por pasamontañas.

No los unía solamente el hecho de ser escritores, sino el gesto de recordarnos que el 22 de diciembre de 1997, en Acteal, estado de Chiapas, fuerzas paramilitares habían masacrado a 45 indígenas tzotziles. Saramago conoció con este hecho espantoso el tamaño de la tragedia: 16 niños y adolescentes; 20 mujeres y 9 hombres adultos; 7 de ellas, embarazadas. Ese era el saldo dejado por la que parecía ser una muestra de terrorismo de Estado, presentada por la propaganda oficialista como consecuencia criminal de un supuesto conflicto étnico.

Acteal fue desde entonces, en palabras de José Saramago, “el lugar de la memoria que no puede, de ninguna manera, desaparecer; sabemos lo que ocurrió y no lo queremos olvidar”. Y no debió pensar otra cosa Monsiváis, el mexicano de la foto de 1998. Pertenecía a una generación de escritores e intelectuales que había vivido entre la cólera y la impotencia la matanza de la plaza de Las Tres Culturas, el 2 de octubre de 1968, magistralmente recreada en 1971 por su amiga Elena Poniatowska, la mujer que en las fotos de estos días aparece acompañando el féretro de Monsiváis.

Evoco esta circunstancia por un hecho azaroso: Saramago y Carlos Monsiváis murieron con una diferencia de dos días. El uno, en Ciudad de México, el otro, en su casa de Lanzarote (Islas Canarias). No los unía la literatura que escribieron. Monsiváis nunca escribió una novela. Los unía la manera como uno y otro vivían la dimensión ética y política del intelectual, una invención de finales del siglo XIX que no ha hecho naufragar todavía el cinismo neoconservador del siglo XXI.

Saramago hizo la proeza grande de llevar sus ideas a ficciones construidas como alegorías, pero sus ideas nunca fueron un estorbo en el momento de describir complejas conductas humanas. Es un Borges que pasea por la colonia penitenciaria de Kafka. Por eso sus libros nunca terminan al leer las últimas páginas. Continúan con las preguntas y dudas que suscitan en los lectores, y con el desconcierto que sentimos ante sus situaciones insólitas.

Un Jesucristo perturbadoramente humano; la Península Ibérica que se escinde de Europa y navega sin destino convertida en una inmensa balsa de piedra; la inexplicable epidemia de ceguera blanca y la ferocidad con que el poder la reduce a peligro colectivo; las trampas de la democracia y el terrorismo policial que se disfraza de recurso democrático, en fin…

Cada una de las novelas del portugués devuelve la literatura a la gran función clásica de interrogar al mundo y ofrecernos las más incómodas respuestas. Cada uno de los gestos públicos y causas sociales de este escritor de tardía celebridad tuvieron mucho que ver con el significado de esa fotografía, tomada al lado de uno de los escritores mexicanos más agudos, implacables, inclasificables y divertidos de nuestro idioma.

Monsiváis fue el gran cronista del México contemporáneo. Vivió deslumbrado con las culturas populares, que muchos “intelectuales” desdeñaban. Hizo del periodismo un género superior de la literatura, sin prescindir nunca del humor ni de una erudición que acumulaba en la “alta” y “baja” cultura. Desde la década de los 60, ‘Monsi’ tuvo la mirada del aguafiestas en medio de los fastos del poder. Y este fue otro de los rasgos simbólicos que hizo posible la foto de San Cristóbal de las Casas.

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Fotografía: María Luisa Severiano