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Sobre el estelar segundo veintiuno

Y dibujaron su muñequito e´ tiza en la acera
Desorden Público

Una moto sube por la principal de Macaracuay esquivando los carros del canal rápido (1). Sobre ella, dos tipos viajan con sus trajes de invisibilidad: chaquetas, lentes oscuros y gorras. Es la segunda vez que pasan por la esquina del Centro Comercial, pero la gente no suele reparar en esos detalles.

Son las dos y cincuenta y cinco de la tarde de un viernes de quincena. La ciudad se siente como un globo lleno al que le siguen echando aire. La sensación que tendría un forastero es que la ciudad se prepara para la inminente llegada de una tempestad.

Hay que conocer esta ciudad para entender que nada es personal.

La moto con los invisibles baja de nuevo y vuelve a subir. El parrillero putea. Las señas recibidas son vagas y hay mucha gente en la calle. Las tardes de los viernes de quincena se dan las mejores pescas, pero no es para cualquier pescador. “Hay que tener bolas”, se ufanaba. Se supone que el pez (o, el pescao, como le dicen) ya debería estar saliendo del Centro Comercial. Descose la calle para armar en una misma persona las piezas sueltas recibidas por celular: gordito, moreno, alto, koala, franela azul y gorra de “los cerveceros de mibloque”.

Ese Conejo no es serio ni cuando está trabajando, le grita al compañero.

De pronto, entre la masa de gente, vio todas-las-piezas-reunidas apurando el paso hacia la parada, midiendo al metrobús que se va acercando. La moto subió hasta la redoma y se lanzó en bajada esquivando carros y peatones, hasta detenerse delante del metrobús, que terminaba de estacionarse con su elegante parsimonia de paquidermo cansado. El invisible que está de parrillero se baja y detecta al pescao a punto de subirse a la pecera. La cola estaba más o menos vacía. Una señora gorda, la víctima en cuestión, un viejo con aspecto de español y una muchacha morena con audífonos. Incorporándose a la escena, un tipo cuarentón y una nenita de unos diez años corrían para alcanzar el metrobús.

El parrillero se lanzó directo sobre el objetivo. El que manejaba quedó sobre la moto, listo para arrancar. No hubo necesidad de palabras. Con una pistola en la mano cualquiera se pone a revisar a otro sin andar con explicaciones. Comenzó una escena que todo caraqueño tiene aprendida para cuando le toque vivirla.

Está en los genes, como parte del kit de supervivencia.

El tipo buscó directo en el koala, en el bolsillo trasero izquierdo y en la media derecha del gordito. Tan abrumadora precisión le trajo a la mente la cara del cajero, con sus dientes de conejo. Coñuesumadre, murmuró para sí.

Todo se detuvo sin interrumpir el curso de esa escena. Todos miraban pero nadie estaba mirando. El viejo se encerró en su diario, la muchacha llevó la vista a donde estaba ese concierto de Oasis que salía de los audífonos, la señora clavó la mirada al piso con vehemencia y el cuarentón alcanzó a llegar a la parada y, al darse cuenta, abrazó a la niñita, tapándole la cara disimuladamente con las manos.

El resto del elenco hizo bien su rol de reparto. Todos (el conductor del metrobús, los pasajeros de los primeros asientos, la gente que caminaba por la acera) apuraron el paso, se volvieron ingrávidos, vaciaron de contenido sus pupilas, bordeando con sigilo el asunto.

Algo zumbaba en los oídos, alejando ese primer plano del resto de la escena, y sin embargo el rumor de la calle permanecía intacto en toda su composición: carros, cornetas, motos, sirenas, gente que sostenía remotas conversaciones… Todo seguía allí, en un murmullo pastoso, que se iba alejando, que iba perdiendo gravedad. Todo ese furor comprimido de viernes de quincena encontró su desahogo y estalló en una suma de mínimos orgasmos personales. La presión bajó y los que entendieron se asustaron y celebraron en secreto a la vez no haber sido los poseedores del número de ese sorteo.

La escena se siguió espesando, congelando, perdiendo vida, hasta detenerse en un fotograma, que pudo ser la instantánea que acompañaría la crónica del fin del mundo para alguien.

El gordito obedeció dócil. Sintió un frío que le apagaba las orejas. No sabía que tenía miedo pero sí sabía que no sentía rabia. No, por ahora. Sólo sentía ansiedad porque todo terminara pronto. El tipo se llevó el botín, le quitó el celular y la gorra por la sola costumbre de confundir a las víctimas, de malandrear, y caminó con aplomo en dirección a la moto.

Esa larga y repetida escena no duraría ni veinte segundos.

***

Y el tiempo cayó rodando sobre el estelar segundo veintiuno.

Resulta que el papá de la niñita era policía. La empujó hacia mí, que estaba delante de ellos, y yo la abracé duro porque sospeché qué venía. Dio dos pasos a un lado y, con las piernas abiertas y las manos agarrando duro su arma, les gritó con fuerza un ¡Quietos! que, por supuesto, los tipos ni pendiente. Ahí mismito los dejó fríos. ¡Qué bárbaro!

Hombre, que no fue así. La verdad es que el atracador se devolvía a la moto cuando se llevó el susto de su vida al ver que dos municipales le habían echado el guante a su compinche y a otro par de policías, que esperaban delante del metrobús, apuntándole con sus armas. Por mí, que los cuelguen por la polla.

Usted no pudo haber visto nada porque apenas vio esa pistolota metió la cabeza en el periódico. La verdad es que el muchacho no estaba solo. Cuando el malandro se le acercó con la pistola en la mano, se le vino por detrás el amigo del muchacho y le puso una pistola más grande en la nuca. El de la moto se fue sin esperar al compinche. Al hombre ese todavía le deben estar dando palos en la parada.

No, qué va. Yo los vi desde que llegaron. Se bajó el tipo con la pistola y calculé que el de la moto no estaría armado. Me entró una impotencia y, sin pensarlo, puse la palanca en drive y le metí chola a fondo al bús. Como el otro no esperaba ver al pana debajo de las ruedas, el gordito aprovechó y lo inmovilizó con una llave. Ahí mismo la gente se le tiró encima y le dieron hasta con los paraguas y las carteras.

***

Eran sabrosas todas las versiones. Todos, en su impotencia, se regalaron su fantasía de justicia, de redención ante tanto abuso. Pero la vida no es una película y al segundo veintiuno el tipo se montó en la moto y arrancaron.

Apenas se perdieron de vista por la principal hacia abajo, el volumen de la escena comenzó a subirse gradualmente. La gente volvió a su ritmo, a respirar y a comentar y a preguntar necedades. ¿Cuánto te tumbaron, chamo? ¿Les viste la cara? ¿La gorra era original? ¿Te guardaste el dinero frente al cajero? ¿Esos reales eran tuyos?

El gordito los miraba como quien despierta en Pekín. Como podía mirarlos el perro que bajaba por la acera, ajeno a Caracas y sus miserias. En el barullo de preguntas, en el creciente rumor de vida vuelta a su ritmo, comienzan a desfilar por su cabeza las primeras conclusiones. Ve lejos, como si fuese un borroso pasado, la fiesta que tenía esa noche. Ve lejos las birras y los cuentos del mundial. Le preocupa de forma creciente llegar a la oficina sin los siete mil bolívares que le mandaron a sacar. Y sin un tiro en una pierna, que es lo peor. Piensa en esto último y le parece tan sospechoso, que hasta él mismo duda de su inocencia. Piensa en el trámite del cuento, en la cara de los ingenieros y la de Jenny, la secretaria, cuando les cuente. Piensa en la nómina y en la mirada de los obreros.

Piensa, qué cagada, en la cara de culpable.

***

En el metrobús todo el mundo participa de las conversaciones del atraco. Todo el mundo, menos él. Él y el cuarentón que está con su niña y que se dedicó a taparle los ojos discretamente y hablarle de otras cosas. Cuando ya el tema comenzaba a morir en los pasajeros, el hombre le preguntó a la niña, que va callada viendo por la ventana con mirada melancólica. ¿Qué tienes, nena?

Que me da cosa con el muchacho, que tiene como ganas de llorar, respondió la nena.

***

Pero al rato, como casi todos los demás, cambió el tema.

*******

(1) Como ven, con sus ajustes de época, no ha perdido vigencia aquello de “Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha”