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Balnearios argentinos

¡La playa, el rumor de las olas, la suave brisa acariciando nuestra piel!

Con esa expectativa metimos toallas, trajes de baño, juguetes y libros en los bolsos y tomamos la Autopista A2 con rumbo sur hacia la costa atlántica. Destino final: Villa Gessell, un balneario situado a pocos kilómetros de Mar del Plata.

Tuvimos la brillante idea de aprovechar el puente de un feriado nacional, de modo que nos encontramos con una apoteósica cola de vehículos. Todos, sin excepción, atiborrados de niños, abuelas, maletas, bolsos, peluches, y más niños y más abuelas en franca promiscuidad turística. En los techos de los carros y camionetas viajaban voluminosos equipajes donde sobresalían chapaletas, tablas de anime, termos, cafeteras y guitarras. A los argentinos les gusta ir a la playa con guitarras.

El camino se hizo interminable. Además, mi condición paranoica me hizo ver en cada policía de tránsito el déjà vu de un viejo trauma. Desde que sufrí el Plan Unión en carne propia a finales de los ochenta temo que cualquier uniformado defina mi destino con sólo activar su silbato. Por suerte eso no ocurrió.

Pero ésa sería mi única suerte.

Tras ocho horas de cola llegamos finalmente a Villa Gessell. Yo no podía con tanta felicidad: ¡ah, la Costa Atlántica, el rumor de las olas, la suave brisa acariciando mi piel! Paré el carro cerca de la orilla y descalzo fui a toda carrera a pisar la arena, aprovechando los últimos rayitos de sol. Pero en vez de rayitos de sol recibí ráfagas de viento de unos ochenta kilómetros por hora y mi estampa de turista fue acribillada por numerosos granitos de arena volátil. Incluso pude ver cómo se formaban algunos remolinos aéreos. Con gran aplomo continué mi camino, y tras mojar mis pies en el agua amarronada entendí que la famosa Costa Atlántica argentina tenía la misma temperatura que el Mar de Barents.

El día transcurrió sin mayores novedades y me fui a la cama extenuado por las ocho horas frente al volante. Sin embargo el descanso del guerrero sería interrumpido numerosas veces con los relámpagos de una pavorosa tormenta eléctrica.

Al día siguiente el termómetro marcaba diez grados centígrados y por ese motivo dejamos la playa para más tarde. Decidimos ir a conocer el faro de Querandí, un viejo faro marinero situado en medio de los médanos. Estacionamos a unos trescientos metros y emprendimos el resto del camino a pie.

No habían pasado diez minutos cuando fuimos casi arrollados por una bestia de hierro que pasó a toda velocidad. Era un cuatriciclo, y el ronquido de su motor ya presagiaba algunas dificultades. Pronto advertí que la pesadilla Mad Max había saltado de la pantalla grande para apoderarse de los médanos. De inmediato todo se convirtió en el set de filmación de uno de esos programas yanquis de carreras de tractores y motociclistas suicidas. Mi hijo, sobre excitado con los cuatriciclos, pedía con frenesí que alquiláramos uno y la tarde se nos fue en convencerlo de que no tenía ningún sentido (y mucho menos edad) para subirse a uno de esos engendros. Para colmo, a la salida pudimos ver un letrero que advertía: “Área natural protegida. Prohibido el ingreso de caballos y cuatriciclos”.

¡Caballos! ¡A mi hijo le van a encantar los caballos!, pensé en mi estúpida convicción de padre que desea darle lo mejor a su hijo. Salimos, pues, de aquel motódromo infernal y alquilamos durante una hora unos caballitos pintones algo flacuchentos.

Como jinete debo decir que me manejo con cierta pericia. Sujeto las riendas como si fuera el Conde Duque de Olivares inmortalizado por los pinceles de Velázquez. O por lo menos eso pensé para ganar valor y confianza ante el nuevo emprendimiento recreativo. Pero pronto advertí que no hacía falta valor ni confianza sino suficiente ropa de abrigo, pues los caballitos iban a paso de mula en medio de un fortísimo viento polar. Para mi sorpresa se dirigieron a campo abierto y no a un bosque de pinos que lucía bastante confortable. Me sentí un auténtico pionero de la Patagonia Austral; el Perito Moreno en la expedición hacia los hielos continentales, pero en su versión marsupial, es decir, la de la madre canguro protegiendo a su cría. Unas plomizas nubes se avistaban a los lejos y en el aire flotaba una atmósfera de franca paleta apocalíptica. “Se viene la sudestada”, dijo el guía refiriéndose a una famosa tormenta que suele arrasar esa zona, pero lo dijo con ese tono indiferente y sadicón que tienen la gente de pueblo ante la eventualidad de una catástrofe.

¿Sudestada? ¡No me jodas!

¡Cerveza, roncito, alcohol intravenoso, terapia etílica inmediata para compensar mis vacaciones! Eso pensé en el extremo del desaliento. De inmediato abandonamos aquel hipódromo huracanado, y nos fuimos a comprar hielo y bebidas espirituosas. Repartí finamente los cubitos en mi cava de anime donde tenía suficientes jugos naturales y refrescos de cebada. Escogimos un rincón de la playa protegido del fuerte viento y allí me serví un primer trago que disfruté con placer casi nirvánico. Mi hijo jugaba a cavar un agujero en la arena envuelto en un voluminoso anorak, y el resto de las personas que estaban en la playa parecían los extras de una película rusa filmada en los Urales. A pesar del ambiente inhóspito todo marchaba medianamente bien hasta que se me ocurrió servirme un refill. Entonces advertí que la gente me miraba con muy mala cara y familias enteras arrojaban sobre mí sus juicios morales. Y es que nadie, absolutamente nadie estaba tomando alcohol en aquella fantasmagórica playa. Todos sin excepción tomaban mate, esa infusión del demonio.

¡Quién me manda a abandonar mis playas caribeñas para venir a estos balnearios del Martín Fierro! ¡Playa con pinos no es playa!, mascullé corroborando la ausencia de palmeras. ¡Playas sin tangas no es playa!, y miré a la gente embutida en sus bufandas. ¿Por qué tuve que salir de mi paraíso tropical? –a esas alturas mi soliloquio era el de un atormentado–. ¿Por qué? ¿Por qué? –le pregunté con rabia a mi esposa.

–¿Paraíso tropical? –respondió ella–. ¿No recordás el reguetón a todo volumen en playa Colorada? ¿No recordás los pedazos de vidrios de botellas de whisky tiradas en la arena?

–…

–¿O la vez que nos intoxicamos con aquellas ostras podridas en Margarita?

–Sí, pero…

-¿No recordás cuando nos asaltaron en San Juan de las Galdonas y casi te matan a cuchilladas?

–¡Basta! –grité en medio de un inapropiado ataque chauvinista.

Mi mujer, que tras años de convivencia ha sufrido un proceso de tropicalización extremo, entendió que su marido estaba sufriendo una de sus hemorragias nacionalistas. Me miró con misericordia, acarició mi frente y apartó unos granitos de arena que se habían incrustado en mis cejas y pestañas. A esa hora de la tarde mi apariencia era la de un psicótico sin su medicina.

–¿Me servís uno suavecito? –me dijo como quien le habla a un niño.

Valoré su disposición a ponerse de mi parte y le serví un vodka con bastante jugo. Respiré hondo, traté de hacer borrón y cuenta nueva y me serví otro trago. Luego me puse a jugar con mi hijo y, tras intentarlo durante una media hora, cavamos juntos un agujero de proporciones importantes. Pensé incluso en refugiarme en aquellas profundidades si la situación climática y social empeoraba. Y a pesar de que la temperatura bajó todavía un poco más y la gente seguía observándome como a un vicioso apestado, persistimos allí con gesto orgulloso, obedeciendo el ritual atávico, haciendo patria en las arenas de la Costa Atlántica argentina.

-¡Salud! –propuso mi hijo con un juguito de manzana en la mano.

Y todos en coro:

-¡Arriba, abajo, al centro y adentro!

***