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Los convidados de piedra (y de fiesta)

Comencemos por la publicidad. He seguido el Mundial Sudáfrica 2010 por DirecTV. En materia deportiva, el fanático sólo elige un canal para evitar otro. En mi caso, le huyo como si fuera el Diablo a cualquier narrador o comentarista deportivo de cualquier canal venezolano. Con las ya desvaídas excepciones de Lázaro Candal y el fallecido Delio Amado León, hace mucho tiempo que abandoné toda esperanza diegética al respecto. En esta ocasión, sin embargo, me he llevado dos sorpresas agradables: encontrar a tres venezolanos en el cuerpo de transmisión de DirecTV. Una chica, demasiado tímida para cumplir con el principio básico de toda conversación futbolística que se precie de tal: la descortesía; un narrador muy competente cuyo nombre aún no logro identificar; y el ex arquero de la selección nacional, Rafael Dudamel. La segunda sorpresa tiene que ver con el excelente desempeño de cada uno de estos compatriotas.

Viendo el asunto con objetividad, y precisamente de eso se trata, tan buen nivel discursivo de los venezolanos en el marco de la cita mundialista no debería sorprender a nadie. Y no me refiero a la leyenda lingüística que afirma que el venezolano no tiene acento, lo cual sería ya un adelanto de neutralidad. Hablo del hecho concreto de que los venezolanos no tenemos nada que perder ni ganar en este Mundial, ni en los pasados ni en los del porvenir. El jamás haber clasificado a un Mundial es una especie de certificado doloroso de objetividad.

Es innegable la maestría de los argentinos para narrar un juego de fútbol. Se mimetizan con el terreno de juego y asumen un tono canchero que trata de tú a las mayores estrellas del balompié, enfatizando cada jugada con el rencor melancólico de un tango. Lo mismo podría decirse, con los soundtracks respectivos, de los narradores chilenos, mexicanos y colombianos. Sin embargo, toda esa gracia autóctona se vuelve una morisqueta chovinista en el momento de mayor demanda de profesionalidad: cuando juega el país al que pertenece el narrador o el comentarista de turno. Ha sido un espectáculo verdaderamente vergonzoso escuchar el festín pedante y desproporcionado que han hecho los narradores con las victorias de Argentina y, especialmente, de Chile. Así como en las finales de la Champions se escoge un árbitro y una sede neutral, debería escogerse también un grupo de narradores con mayores probabilidades de imparcialidad. Si tal disposición llegara a contemplarse, pues los venezolanos seríamos las codiciadas piezas para tal responsabilidad. Un inmaculado expediente de éxitos futbolísticos, de ausentismo mundial absoluto y de demostrada incapacidad para el deporte rey, nos coloca en un lugar privilegiado en el arte de narrar los juegos.

Alguien podría objetar que el no haber participado nunca en un Mundial no es garantía suficiente de los atributos narrativos que acabo de endilgarle a los venezolanos en el fútbol. Esto es cierto si tomamos en cuenta el furor con que se vive en Venezuela cada uno de los 64 partidos, o si hacemos mención de las vergonzosas caravanas que paralizan las calles de Caracas cuando gana Brasil, Francia, España, Italia, Alemania, Indonesia, República de Malta, Mónaco, Serbia, Montenegro, Pakistán, Andorra o, para ser más directo, cualquier equipo que resulte ganador. No obstante, más allá de estos arrebatos prestados, tengo la impresión de que reina en nuestro país una forma subyacente de calma, que apaga eventualmente todas las rencillas y todas las pasiones. Cada cuatro años, con el Mundial, Venezuela se transforma en una ONU del entusiasmo.

Un argumento más a favor de nuestra posible candidatura narrativa-mundialista: para los venezolanos, el fútbol es una utopía más, como en el orden de lo político es la Revolución, o en el económico es la no dependencia exclusiva del petróleo. No importa cuántas decepciones nos produzca la Vinotinto (apodo afrancesado que nada tiene que ver con nuestras preferencias etílicas), los venezolanos siempre estaremos prestos para suavizar el fracaso. Si no es este, será para el próximo, se suele escuchar. Una y otra vez, mientras pasan los años. Incluso, producimos películas celebratorias (como quien pone a enfriar la champaña hasta el día del Juicio Final) de un equipo que, al igual todas las otras configuraciones de la selección venezolana, sigue sin clasificar a la Copa del Mundo.

Si la realidad es para nosotros un juego, una fiesta interminable que a expensas de cualquier drama hay que celebrar, ¿cómo no convidarnos para tener algo que contar?

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