- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Furia poética

a Darío Lancini, a pesar de lo azzurro del cielo

Jugar como nunca, perder como siempre. Ha dejado de ser un chiste para convertirse en una angustia común en las dos orillas del Atlántico. Una maldición transoceánica. Quizás sea la hermandad en la lengua lo que hace que la simpatía con la selección española consiga en América un aplauso fértil, capaz de hacer frente a los hooligans wanna-be y a los contenidos teutones, que logra enriquecerse por ascendencias que remiten a barcos salvavidas, a una república en fuga, a un sueño lila que tuvo que postergarse: un gentilicio que parece saber esperar… mas en esa espera nunca es poco lo que leuda. Furia española.

1. Lo que Estrabón dijo y lo que Naranjito calló. El lugar común que compara a la Península Ibérica con una piel de toro fue, alguna vez, un símil brillante de Estrabón, el pensador cartográfico del Imperio Romano. Un cuero abierto puesto al sol: la reminiscencia de una embestida que nunca fue. Ningún otro mapa de esa peña política que es la Unión Europea está tan cerca de África, tan cerca del sol y tan cerca del Atlántico a la vez.

Tengo buena memoria (al menos confío en ella). Creo que empecé a aplaudir a la Furia en 1982. No lo afirmo porque la única prueba que tengo es el recuerdo fiel de un muñeco de Naranjito hecho de un plástico denso y oloroso que, al apretarlo, emitía un chillido como de juguete para perros. En el brazo izquierdo sostenía un balón afortunadamente distanciado de la pretenciosa Jabulani. Naranjito heredó de Gauchito el balón Tango que le dio el triunfo a la Argentina del joven Mario Kempes en 1978, pero impermiabilizándole las costuras al pesado cuero. Fue suficiente para convertirlo en el balón oficial durante muchos años. España empezaba su Mundial atinando con el balón, pero no pasarían de allí los aciertos.

El mundo exclama: ‘¡Cosas de españoles!’ Y es verdad. Consideremos (1) que la España democrática organizaba, por fin, un evento que no tendría como punto en la agenda un desfile militar. No tengo recuerdos claros. Sólo pistas, indicios, juguetes… pero era 1982 y mi tía abuela sacaba las espinas a un bacalao para hacer unas croquetas. Ése es mi primer recuerdo como espectador del deporte más hermoso del mundo: el fuerte olor a cartuchera nueva que despedía Naranjito y un bacalao renunciando a su infraestructura en beneficio de unas croquetas. El fútbol y la infancia siempre están cerca de este tipo de recuerdos.

Ser hincha de la selección española, en cambio, es próximo a otro tipo de memorias: víctima eterna de sus vecinos, a pesar de calificar de segunda en su grupo, el arco de España fue atacado por los alemanes con su eterna vocación de panzers. La adelantaron Francia, Alemania, Inglaterra… pero la copa fue para los italianos. No pudo ser peor.

2. Spain is different. No conozco el origen de la aversión entre los bulliciosos fanáticos de la Forza Azzurra italiana y la dignidad torera de quienes militamos del lado ibérico. La admito como condición ontológica, como consecuencia de mi decisión por otra península, una que no parece una bota, una que tiene otra vocación cartográfica. Creo que cada vez que la Azzurra sale a la cancha, toda España apuestas sus vítores al contrario por algo que sobrepasa la razón. Por eso, puede que aquel triunfo de 1982 resulte tan doloroso. Uno de esos recuerdos que se heredan sin darse cuenta. Una espina en el bacalao.

Pero hay verdades del tamaño de la Eurocopa de 2008, ese evento al cual la Azzurra llegó con su nueva estrellita de Campeón del 2006 bordada en la camiseta, favoritísima y azul. Pocas veces los hinchas habíamos tenido tantas razones para soltar un conjuro que sentenciara algo, cualquier cosa. Un balbuceo de locos. Alza, toro de España: levántate, despierta (2), por ejemplo, sin que allí se nos fuera la vida, pero casi. España ganó. España campeona de algo. España, sí. Fue extraño: como si celebrar nos resultara ajeno, como si al duende (3) le incomodara el destellante reflejo de luces victoriosas. Samotracia: una victoria sin cabeza.

En 1964, España también fue campeona de Europa. A falta de otros tesoros que blindaran la vanidad, esa victoria fue una medallita en el pecho que la fanaticada tuvo que lustrar bien para mantenerla en la memoria. Dos años antes, en el Mundial de Chile de 1962, la selección había sido eliminada en la primera ronda, convirtiendo a España en una anfitriona respetable, pero poco temible. El triunfo sobre la URSS se empañó —no poco— con el vaho político de derechas versus izquierdas, pero sirvió para levantar al alicaído Real Madrid de Di Stéfano y al Barcelona huérfano de Helenio Herrera.

Sin embargo, el triunfo de la España de 2008 era otra cosa, ni siquiera comparable con aquella lección apolínea de una anónima Grecia ganándole al Portugal de Figo en 2004. Ninguna otra selección ha coqueteado tanto con la derrota ni el triunfo le ha resultado tan esquivo. Ganar no era lo nuevo. Celebrar sí.

En defensa propia, la reacción natural de quienes militamos debajo de esa camiseta roja —ajena o no, no pondré la torta ahora explicando mis pasteles— es amar a la selección como a una morita del Romancero gitano y camelarla, coquetearle, todo hasta que salen al campo. Es allí cuando uno advierte que la derrota es el único sino aparente, el destino más factible, a pesar de la alegría. Entonces, es hora de vociferar en contra del Camacho, el Aragonés o el Del Bosque de turno. En realidad, sólo estamos defendiendo el derecho legítimo a la derrota, que es lo único que tenemos. Qué sé yo. Será la sangre. Será esa península con vocación de bestia que ha dejado la piel. Serán los viajes que trajeron tanto fútbol a este lado del océano pero, a la vez, tanta república posible, tanta derrota, tanta utopía. Eso y ya. Furia inexplicable. Quien no la entienda, es porque escucha desde el fondo de un pozo (4).

3. De la piel de toro al biltong. Sólo quienes se permitan ceder a la hipnosis del periodismo deportivo —que son los mismos que se preguntan por qué habla tan alto el español en el poema de León Felipe— pueden sorprenderse de cosas como las de la derrota de España frente a Suiza. Jugar como nunca, perder como siempre. Ha dejado de ser un chiste para convertirse en un argumento esotérico que está por encima de cualquier estadística. La selección española que ahora está en Sudáfrica 2010 tiene, y no exagero, diez armadores y un portero. Todos los jugadores titulares y la banca entera que llevó Vicente Del Bosque al continente negro son capaces de armar una jugada hermosa. Mirarlos jugar en la llovizna sudafricana provoca palmear cantando Preciosa tocando viene / por un anfibio sendero / de cristales y laureles (5). Pero es España, es la piel del toro. El gol en contra tenía que ser producto de un absurdo.

Una de las delicias gastronómicas de la patria de Mandela es el biltong. Si nos ponemos pragmáticos, la mejor manera de traducirlo es “tasajo”. Se trata de bandas de carne seca que contempla en su carta de colores matices muy oscuros y carnes variopintas, que van de los antílopes hasta el ganado común, pasando por los avestruces y quién sabe si alguna especie en extinción con muy buen gusto. Carne seca. Alimento concebido para durar, para resistir, para permitir la supervivencia a la vez que despierta la sed. Así ha dejado Suiza al capitán Íker Casillas, una de las franjas más proteicas de la selección, luego de mal salirle a una esquiva Jabulani que nos alejó de un empate que, al menos, habría dejado el sabor de boca de un juego hermoso y sin goles: ser un toro indultado… por gracioso, pero indultado. Pero es España, es la piel del toro: se nos ahogó la posibilidad de decirle al mundo “veréis agigantarse la forma de un arquero” (6) , mientras Chile apaleaba a una Honduras que, aún así, ha visto a España caer y puede permitirse el lujo de envalentonarse un poquito, jugando a ser David.

4. Coda breve. Si cae España —digo, es un decir— (7) , las razones no pueden ser menos españolas. Toda la prensa rosa se ha sumado a la cobertura del Mundial como cardumen pirañero a explicarnos lo que la revista Marca no puede: Casillas salió mal a ese balón rifado porque su novia estaba en el público. ¿Lo ven? No son futbolistas, es verdad: son toreros que no deben tener en el graderío ni a la mare ni a la mujé porque eso puede acabar conjurando la muerte. La novia reportera del arquero portentoso entró al recinto a debilitarle el ánimo (y quién sabe si horas antes no le habría, digo yo, debilitado el brío en un acaloramiento africano).

El problema de esta verdad absoluta y romancera es que la entiende mejor la señora en el mercado que el “chavalillo” frente al televisor. Casillas ha salido mal, pero hay que ir más allá: Villa y “El Niño” Torres no alcanzaron el gol, Xavi e Iniesta no pudieron meter los balones que soñamos y un poste le robó a Xabi Alonso los laureles.

Sí. Puede ser que aún está demasiado cerca la victoria en la Eurocopa, el asunto italiano, las trompetas y los clarines —o vuvuzelas— de la Gloria. Pero ellos siguen allí, los italianos, con sus cuatro estrellas… mirándonos por encima del Mediterráneo. ¿Por qué no repetir aquel exceso que no nos deje saber cómo es que se celebra? Si perdemos, ya sabemos cómo se hace, pero esta vez lo haremos con el sambenito de favoritos. ¿Pero cómo no dejarse seducir por ese bailoteo de la muerte que es el gol ajeno? Al fin y al cabo no son futbolistas: son toreros.

***

1. César Vallejo
2. Miguel Hernández
3. Federico García Lorca
4. León Felipe
5. Federico García Lorca
6. Antonio Machado
7. César Vallejo