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Como la fábrica del Duomo

1. Durante mi última visita a Milán en el verano de 1998, una noche estaba yo comiendo en un modesto restaurante de menú, en las inmediaciones de la galería Vittorio Emanuele, ese artefacto decimonónico que, entre tardía arcada barroca y temprano centro comercial, me seduce como ningún otro icono del sofisticado mercantilismo lombardo. Supongo que si estuviera yo comenzando a escribir un ensayo académico y no una tímida crónica viajera, debería citar de inmediato a Walter Benjamin y su ya tópico flâneur, para estar así a tono con los estudios culturales que se pasean por este tipo de corredores de la aburguesada metrópoli industrial, de la que el coso milanés es ciertamente capolavoro. Más que el imponente escenario que ofrece al paseante, con sus tiendas suntuosas y su bóveda de vidrio, lo que me fascina es el diálogo y la tensión que establece el salotto di Milano con el Duomo y su plaza adyacente, así como con el Arengario y el palacio Real que fundaran los Visconti, conformando todos un único centro en torno de la catedral gótica que tardara seis siglos en levantarse. Milán destaca así como una de las pocas metrópolis que, superando el millón y medio de habitantes, y aunque su lujoso cosmopolitismo pareciera de muchos más, conserva la estructura mono-céntrica asociada con pueblos y ciudades menores. Es como si honrara, desde su morfología medieval contorneada por las murallas de la Cerchia, la herencia de las urbes latinas en cuyos foros se estableció por vez primera la centralidad, al cruzar las funciones religiosa, política y comercial que en la polis estaban disgregadas.

Como disfruto mucho de comer solo, sobre todo cuando viajo – porque en los restaurantes de Caracas siempre me ha parecido que esta costumbre no es bien vista – mucho me complació la escena de otro señor de mediana edad que cenaba a solas, saboreando todos sus platos con parsimonia, como buen italiano. Resultaban extrañas la meticulosidad y lentitud excesivas con las que cortaba los alimentos y los llevaba a la boca, sumido en un ensimismamiento casi lunático, a tal punto que llamaba la atención no sólo mía, que algo de él compartía, sino de parte de la concurrencia, a pesar de la usual indiferencia milanesa ante la extravagancia. Trajeado de negro con T-shirt de tono claro, en ese look tan Armani que parecía uniformar a legiones de ciudadanos europeos a finales de los prósperos noventa, el elegante comensal era atendido no sólo con el debido respeto, sino también con algo de la camaradería ofrecida a un cliente habitual. Uno de los mesoneros le llamó en algún momento “signore Giorgio” y le preguntó por el trabajo en La Rinascente. Fueron las dos únicas claves que pude obtener para, por el resto de la cena, ejercitar a propósito del solitario el divertimento que suelo hacer cuando viajo: hilvanar referencias e hitos urbanos a propósito de un personaje o escena con los que me cruzo, como en epifanía de lo que asocio con la ciudad que me acoge.

2. Imaginé entonces al señor Giorgio en esa tienda por departamentos de nombre sugerido, según se dice, por D’Annunzio, cuyo dandismo en el vestir rivalizaba con el preciosismo de su prosa; el almacén ha estado allí desde que terminara la Primera Guerra Mundial, en los mismos años en que Mussolini fundara en la metrópoli lombarda la primera célula del partido fascista italiano. Se iniciaba un prolongado y oscuro episodio de la historia local y nacional al que el empleado prefiere no prestar demasiada atención, aunque admira lo que para él es la mejor herencia de aquel período totalitario: la colosal Stazione Centrale que desde 1931 recibe a viajeros de tren con sus arcadas babilónicas, en ese Art Déco “asirio-milanés” cuyo verdadero gusto suelen poner en duda los entendidos en arquitectura.

Seguramente no tiene signore Giorgio que tratar con el numeroso público de La Rinascente, sino que desempeña un administrativo trabajo de trastienda, probablemente relacionado con contabilidad o almacenaje, lo que le hace comandar los encargos del prêt-à-porter a las casas de moda en el cuadrilátero de oro. Es el área comercial que presume de ser la más cara de Europa, definida, como se sabe, por las vías Spiga, Borgospesso, Sant’Andrea y Montenapoleone, cuyo nombre remite al encanto que ya asomaba en los años bonapartistas, cuando la efímera capital de la república Cisalpina, trocada después en reino Itálico, coronara a Napoleón y sedujera a Stendhal, amante republicano del refinamiento cortesano. Algo de esa esquizoide herencia napoleónica se siente en las pequeñas calles aledañas a la vía Manzone, cuyas vitrinas de Dolce y Gabanna, de Fendi y Moschino, irradian una rabiosa ostentación que no busca ya tanto captar la aristocracia europea venida a menos, sino más bien a los artistas de cine, las top models y estrellas deportivas, que son los verdaderos grandes de la secular nobleza farandulera.

No obstante su solitud habitual y sus costumbres austeras, heredadas de una familia obrera del interior de Lombardía, gusta el señor Giorgio de trajinar con los encargos que hace La Rinascente a las grandes firmas de moda. Cree que los diseñadores representan la última síntesis de la sofisticación y el lujo, de la creatividad y la disciplina, del mercantilismo y la industria que han hecho grande a la pequeña metrópoli milanesa. Algo hay todavía para él, en las filigranas de alta costura, de los diseños y las creaciones de Leonardo para sus mecenas Sforza, que no sólo incluían la inventiva de la maquinaria militar y los caballos de bronce, las innovaciones técnicas de La última cena y el Castello Sforzesco, sino también el derroche fantasioso para los decorados y vestuarios de ceremonias áulicas, como los fastuosos esponsales de Ludovico el Moro con Beatriz de Este, que aunque carentes de rastros históricos, rivalizan con los fiestas galantes de los Medici en la mitología renacentista.

Por sobre los más recientes que se han hecho tan conocidos con sus casas matrices en Milán, como Valentino, Prada y Versace, son las creaciones de generaciones anteriores de diseñadores las que el señor Giorgio más admira, desde los extravagantes leotardos de Fiorucci que vistieron a las estrellas de la era disco; pasando por la marroquinería florentina de Gucci y Ferragamo, comercializada en Milán desde que Hollywood los hiciera famosos; hasta la vanguardia de entreguerras de Elsa Schiaparelli, que aunque establecida entre Nueva York y París, fue para el marchante la auténtica precursora del diseño made in Italy. Es esa una genealogía que explica para signore Giorgio mucho del milagro italiano de la segunda posguerra, junto a la industria automovilística acuartelada en el Piamonte y la Lombardía, encabezados por los Fiats que no han parado de salir de las líneas de ensamblaje desde 1900. De allí su admiración, más económica que arquitectónica, por el rascacielos de Pirelli que Gio Ponti puso a dialogar con la Estación Central, como simbolizando dos momentos del industrialismo lombardo.

3. No sólo convencido de que fue el ajetreo milanés el motor del milagro italiano de los sesenta, a pesar de que éste terminara escenificado en la dolce vita romana a lo Fellini, el señor Giorgio cree también que la urbe lombarda debía haber sido la capital del reino de Italia, desde que el conde de Cavour y Víctor Manuel II lograran instaurarlo en 1861. Es una rivalidad histórica que se remonta a la Antigüedad, cuando el Mediolanum latino había mostrado su filiación por la estirpe comercial de Cartago, heredera de los fenicios, antes de que la expansiva república del Lacio conquistara a ambas. Milán había sido también capital del Imperio romano de Occidente, hasta que fuera saqueada por los bárbaros y tomada después por los longobardos, cuyo reino la sojuzgó a la capitalidad de Pavía. Ya para el siglo XII, en marcha la revolución burguesa que hiciera posible al Renacimiento, mientras la milanesa devino una de las más prósperas comunas reivindicadoras de fueros civiles y comerciales frente a los emperadores alemanes, la capital papal prolongaba su anquilosado feudalismo eclesiástico, en medio de su población diezmada.

Si el Milanesado hubo de compartir el liderazgo del Risorgimento político con el Piamonte y la Cerdeña, fue la cuna artística del nacionalismo italiano que rescató a la península de la balcanización resultante del congreso de Viena. No sólo escribió Manzoni en Milán Los novios, cuyo romanticismo insuflara a Mazzini y los adalides de la Joven Italia, sino que también allí habían sido compuestas las más de las óperas de Verdi; estrenadas muchas de ellas en La Scala, primer teatro lírico de Europa creado bajo la dominación de los Habsburgo, era como si la urbe lombarda quisiera exculparse con el maestro, por no haberlo aceptado en el Conservatorio, a su temprana llegada de Busseto. En especial le parece significativo al señor Giorgio el estreno de Nabucco en 1842, con aquel Va pensiero que presto calara como himno redentor del pueblo esclavizado por la Asiria europea. No en vano fue coreado espontáneamente por la multitud que acompañara a Verdi después de su muerte en el Grand Hotel en 1901, cuando ya Italia estaba unificada bajo los eternos designios de Roma, y aquella Milán de frustrada vocación cartaginesa era su segunda ciudad.

4. Cuando ya el comensal finalmente llegaba al macchiato cremoso que siguiera al tiramisú, degustado también con interminable parsimonia; mientras la renovada concurrencia seguía cruzando miradas en torno del extraño personaje, secundado por mí, sumido como estaba en elucubraciones sobre el gentilicio milanés de aquél, apareció de repente en la escena la que, con su pelo batido y sus uñas pintadas, vistiendo una túnica de veraniego estampado a lo Versace, era la dueña o al menos encargada del restaurante. Sonriendo a todos los clientes al pasar con donaire, se detuvo con deferencia frente a la mesa del solitario, iniciando conversación con una “buona notte, signore Giorgio”, que reconocía la asidua y bienvenida pertenencia de aquel extraño comensal a su local. Y como para zanjar cualquier duda que la concurrencia acaso tuviera sobre la incomodidad que la prolongada estadía de éste pudiese causar al restaurante, le chanceó y celebró, con humor milanés y suficiente volumen, como para hacerse escuchar por los circunstantes, que él comía “lungo come la fabbrica del Duomo”.

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